Son más ruidosos que numerosos, los aglutina el odio y el temor a lo diferente, la certeza que los anima es inconmovible.
Pueblan las plazas de Buenos Aires, pero no es un fenómeno local, la misma escena se repite en Alemania, en España y en todo el orbe.
* Unos no creen en la existencia del virus.
* Otros creen que el virus fue esparcido adrede para eliminar un porcentaje de la población mundial.
* Hay quienes creen que todo es una patraña de una elite que gobierna el mundo.
* Otros hablan del inicio de la instalación de un nuevo orden mundial.
* Afirman que se nos inoculará un chip que quebrará nuestra voluntad.
* Que las vacunas cambiaran nuestro ADN.
* Algunos son libertarios.
* Otros terraplanistas.
* Y por supuesto, hay que evitar que los comunistas se apoderen del gobierno.
Probablemente la lista de insensateces continúe hasta el hartazgo; por cierto, no es una novedad que un grupo grande de personas haga masa en torno a una idea delirante, la historia esta llena de ejemplos que así lo prueban. Lo que resulta curioso es el hecho de que se trate de pequeños grupos en torno a muchas ideas delirantes (Cada loco con su tema).
Distintas versiones delirantes de la realidad han ganado el espacio público y conviven unas con otras con la misma jerarquía de existencia. En un mundo donde todo es creíble, nada es creíble y por lo tanto todo es posible.
Un viejo caudillo, que siempre aspira a más reconocimiento del que merece, afirma a quien quiera escucharlo que en pocos meses el orden institucional será interrumpido por un nuevo golpe militar y el tema se instala en la opinión pública con fuerza perturbadora.
Lo primero que quiero dejar claro es que las reflexiones que inspiran este pequeño escrito no son de orden psicopatológico, no me voy a referir a la estructura psíquica de ninguna persona, lo que pretendo es usar algunos conceptos de la caja de herramientas del psicoanálisis para buscar un poco de orientación sobre los modos de subjetivación contemporánea: no soy original, solo sigo la senda abierta por el viejo zorro de Viena Sigmund Freud.
Hay un cierto consenso respecto de que la época que precedió lógica y temporalmente a ésta que vivimos actualmente era una época ordenada en torno al modelo de autoridad paterna. Desde la organización de la familia, hasta el estado y la iglesia responden al orden patriarcal, los modos de satisfacción de los miembros de la comunidad se regulan con relación a los efectos de la incidencia de la función paterna sobre estos.
Toda la obra de Freud desarrollada entre los finales del siglo XIX y casi cuarenta años del siglo XX da cuenta de esta operación y anticipa su crisis, aunque tal vez habría que pensar que la primacía del padre nació anticipando su caída. Se le atribuye a Sócrates la siguiente queja sobre los jóvenes de la antigua Grecia:
"La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros".
No obstante, durante al menos veinte siglos el patriarcado resistió los cuestionamientos.
El padre del psicoanálisis formalizó esto en relación a la articulación Complejo de Edipo-Complejo de Castración. El modo en como cada quien resuelve esta problemática da cuenta de cómo se posiciona ante el orden fálico, sin pretender profundizar en este espacio la forma en cómo esto acontece, digamos que ante la pugna entre los deseos más primarios y la realidad, cuando triunfa esta última y opera la represión sobre las pulsiones en pugna con la realidad, estamos ante la estructura neurótica que ordena sus modos de satisfacción de acuerdo a la medida fálica --nunca esta demás aclarar que el falo no es el pene sino un universal simbólico que permite ubicar un “para todos”--.
En cambio, cuando lo que triunfa es la satisfacción pulsional sobre la realidad, una porción de ésta es “desestimada”, una versión de la misma a modo de delirio se instala intentando reparar la desgarradura estructural, es lo que llamamos psicosis, y aquí ya no hablamos de una solución “para todos”, sino de una solución singular, para cada quien.
En definitiva, en la primera de estas estructuras ha operado la función paterna y en la segunda no.
¿Qué sucede si trasladamos estos operadores estructurales al campo de la cultura?
Hemos dicho que, en lo que hemos denominado época lógicamente anterior, el ordenamiento en relación a la función paterna, con sus dificultades y sus síntomas, comandaba la orientación del lazo social en la cultura, de modo que la subjetividad imperante está en consonancia con la estructura neurótica --aclaremos que desde que Freud hiciera muy difusa la frontera entre lo normal y lo patológico, neurosis es un nombre de la normalidad--.
Respecto de la discusión en ciernes sobre las particularidades de la época actual, hay un punto de coincidencia entre la mayoría de sus pensadores: esta época se caracteriza por un desfallecimiento de la función paterna y una puesta en jaque (no sé si mate) del patriarcado. La función paterna ya no ordena una forma de satisfacción “para todos”, cada cual se las arregla como puede y a lo sumo se agrupa con otros en pequeños grupos, no orientados por un ideal sino por una satisfacción común.
Los psicoanalistas que además de en Freud abrevamos en Lacan, tenemos una referencia en la clase del 19 de marzo de 1974, del seminario 21 “Los no incautos yerran”, que nos permite alumbrar el problema.
Allí Lacan se refiere precisamente a la caída de la función paterna, función que denomina: Nombre del Padre, y dice varias cosas interesantes:
1) Que en esta función se soporta la dimensión del amor.
2) Que esta función es sustituida por otra que denomina: nombrar para donde el deseo materno es suficiente para orientar un proyecto.
3) Que lo social detenta el poder de nombrar para.
4) Que el rechazo de la función paterna es el principio de la locura misma.
5) Que el nombre del padre retorna en un orden de hierro.
6) Que la función nombrar para es el signo de una degeneración catastrófica.
Tal vez como hipótesis trasnochada podemos plantear:
Si el amor no esta soportado en su función estructural, la posibilidad de que el odio de manera desembozada tenga su lugar en la escena social es algo muy probable. Si el amor no congrega, el odio disgrega, como sostenía Empédocles de Agrigento.
Que la cultura en el lugar materno permite la satisfacción de los impulsos más egoístas y hostiles en su propio cuerpo social, como el infante lo hace con el cuerpo de la madre.
Que estas satisfacciones sin ordenamiento universal (para todos) desemboquen en la locura desatada.
Que los intentos de restitución del nombre padre en un orden de hierro proponga soluciones fascistas, al modo por ejemplo de golpes de estado, más duros o más blandos pero catastróficos al fin.
Como última reflexión, quisiera apuntar que patriarcado y función paterna no son lo mismo, el patriarcado ha llegado a su fin, los movimientos feministas nos lo enseñan todos los días, pero creo que es necesario redefinir lo que hemos llamado función nombre del padre de modo que no sea una habilitación para la primacía del macho, sino la posibilidad de encontrar un modo de convivencia donde la pulsión de muerte aparezca un poco más apaciguada.
Seguramente de la mano de los feminismos, de las organizaciones de derechos humanos como madres y abuelas, que desde hace años nos enseñan una forma más civilizada de tratarnos, podremos encontrar el modo de convivir con las diferencias y que la locura no quede asociada al odio, sino al arte y la creatividad donde siempre encontró su lugar fuera del manicomio. La epidemia que nos asola como humanidad es nuestro manicomio, ha puesto sobre relieve las maneras más delirantes de tratar con lo traumático, pero también las más sensatas.
Osvaldo Rodríguez es profesor adjunto de Psicoanálisis Freud (Facultad de Psicología, UBA).