El fuego mata todo. Bueno, casi todo. A fines de los noventa, Matías Luengas visitó a su padre y a su abuela en el Barrio Ituzaingó de Córdoba. El horno no estaba para bollos. Su padre sufría los avatares de una hemiplejia y su abuela venía de vaciar la casa riojana de su difunta hija. En el fondo, Matías encontró los restos humeantes de una fogata: fotos, carpetas, sobres, asuntos familiares. Entre las cenizas, reconoció una silueta célebre. Entró de vuelta, descubrió las cajas que esperaban su turno, y se cargó todo sobre los hombros. El tesoro de Almendra no pesa demasiado.
Casi al mismo tiempo, en la ciudad de Santa Fe, Cecilia Volken despuntaba su primera vocación por el cine. Comenzó a hurgar en el archivo de sus padres y, entre los rollos de 16 milímetros, agarró unas latas sin etiqueta y un sobre con el membrete del Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral. Levantó los fotogramas a la altura de sus ojos y, recortada contra la luz del día, descifró la figura inconfundible de Luis Alberto Spinetta. Antes de dar siquiera un paso más, se prometió aprender a manipular el material. Así le llevara años. El tesoro de Almendra es delicado.
Si bien se orbitaron durante cinco décadas, las dos piezas de este rompecabezas recién se encontraron durante las últimas semanas. Por un lado, dos carretes de sonido, un atado de fotos inéditas y un rollo de 16 milímetros con material desclasificado del documental de Alcira Luengas: el retrato en tiempo real de la separación de Almendra. Por otro lado, cuarenta minutos de backstage y descartes nunca antes vistos: el recital de despedida en el Teatro Pueyrredón de Flores; una conversación entre Spinetta, Molinari, Pappo, Carlos Cutaia y Héctor “Pomo” Lorenzo donde se dirime el big bang del rock argentino para los setenta. Es una historia imposible. El largo viaje de dos cometas cuyo origen y cuyo destino es exactamente el mismo: una directora argentina en las sombras.
EN LAS CÚPULAS
Alcira Luengas nació el 6 de abril de 1941 en Laboulaye, una pequeña localidad en el sudeste de la provincia de Córdoba. Su padre era un inmigrante vasco que, luego de prosperar como comerciante y sentar las bases de una familia, murió tempranamente debido a las complicaciones de un ACV. Poco después, su mujer y sus tres hijos (Alcira, Javier y Julia) iniciaron una serie de peregrinajes. Primero al Cerro de las Rosas de la capital cordobesa, donde Alcira despuntó su interés por el cine, la fotografía y las canciones de los Beatles. Luego, a mediados de los sesenta, hacia Santa Fe. Además de algún puesto de trabajo, Santa Fe tenía el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral.
Impulsada por Fernando Birri, aquella Escuela de Cine había ganado notoriedad en esos tiempos convulsos. El estreno de Los inundados (1962) y la prohibición de Los 40 cuartos (Juan Oliva, 1963) no solo le otorgó prestigio sino que habilitó el desembarco de la censura que se agudizó durante el Onganiato. “Había una crisis profunda en el seno del Instituto”, dice Jorge Colombo, amigo y colaborador de Luengas. “Se formaron dos tendencias: una decía que había que filmar bajo censura y la otra que decía que no. Alcira y yo queríamos filmar. Era una gran polemista, muy directa para decir las cosas. Se enojaba con facilidad y con la misma facilidad se amigaba. Era generosa. Estábamos todo el día juntos: nos peleábamos, salíamos, nos emborrachábamos. Nuestra amistad era electiva”.
A finales de 1969, el gobierno provincial se disponía a estrenar una gran obra de infraestructura: el cruce subfluvial entre Santa Fe y Entre Ríos. La tijera quedó fatalmente en las manos de Onganía, pero la inauguración adquirió las proporciones de un acontecimiento cultural. Desde el 6 hasta el 13 de diciembre, tuvo lugar la Expo Túnel: una semana de teatro, muestras y recitales cuyo epicentro era el escenario dispuesto sobre la costanera. La curaduría hizo equilibrio entre el regionalismo y una vocación cosmopolita. Así, además de las expresiones locales, Lea Lublin montó una suerte de happening titulado Fluvio Subtunal y tocaron tanto Mercedes Sosa como el Gato Barbieri y la Porteña Jazz Band. Una de esas noches, frente a un reducido grupo de espectadores y curiosos, subió al escenario Almendra. De espaldas al río, tocaron las canciones de su flamante disco debut (tenía apenas una semana en la calle) y algunos singles que ya circulaban en la incipiente escena del rock santafesino.
“Alcira se acercó a charlar con Spinetta y ahí nace la idea de hacer una película”, dice Colombo. “Estaba deslumbrada por Almendra. En esos momentos eran relativamente desconocidos, pero para ciertas cosas ella tenía un olfato extraordinario. Tardó en convencerme de encarar ese proyecto. Yo tendría unos 22 años, pero era una especie de joven viejo: me gustaba el tango, el jazz y la música clásica. Como la acompañaba en todo, le dije que sí: yo intervenía en su proyecto y ella intervenía en el mío. No me interesaba el rock, pero me acerqué por imperio de las circunstancias y terminé metido en el corazón de ese mundo”.
Durante buena parte de 1970, Alcira se dedicó a preparar su tesis. A planificar el rodaje, ajustar la plantilla del presupuesto y darle forma a su equipo. Además de Colombo como jefe de producción, reclutó a Ana Trajtemberg (producción), a Miguel Monte y Juan Carlos Lenardi (cámaras), a Eduardo Deyacobbi (asistente de filmación) y a María Antonia Locatelli (fotografía). Del sonido se ocuparía, ya en Buenos Aires, Abelardo Kuschnir (a la postre, el sonidista de Operación Masacre, La hora de los hornos y La historia oficial). Finalmente presentó el plan, fue aceptado y, además de los equipos, se le asignó una partida de dinero.
A principios de noviembre, metieron los equipos (luces, cámara, caños) en un tren rumbo a Buenos Aires. Luengas y Colombo, por su lado, viajaron en ómnibus y se instalaron en la casa que una amiga de Alcira tenía en el barrio de Flores. Se pusieron en contacto con Kuschnir y repasaron los detalles más finos de un guion con estructura de hierro. Tenían por delante dos días intensos de rodaje. La primera noche fueron a comer a una pizzería y, sobre la mesa, repasaron los asuntos por resolver. Alcira apoyó la cartera con buena parte del presupuesto en el respaldo de la silla. Cuando volvió la vista, la cartera ya no estaba. “Lo que lloró esa mujer”, dice Colombo. “Primero fue consolarla y después ver cómo conseguir un refuerzo de la universidad. Nos faltaba lo fundamental”.
Tal como estaba previsto, el 3 de noviembre tocaron el timbre en Arribeños 2853. La idea era registrar el espacio de trabajo, hacer una entrevista y tomar algunas secuencias durante el ensayo. Spinetta los hizo sentir como en casa, pero ese mismo mood logró que el guion estallara en mil pedazos. El grupo deambulaba por el patio, todos se tomaban su tiempo, llegaban invitados inesperados. Por ejemplo: Carlos Cutaia y el joven Héctor “Pomo” Lorenzo, que entonces formaban El Huevo con Miguel Abuelo. Por ejemplo: Norberto Napolitano, que un mes y medio atrás había presentado la primera formación de Pappo’s Blues. Veloz de reflejos, Alcira los integró a la charla. El cameo quedó fuera del corte final, pero la recuperación del material nos permite ver de forma íntegra una de las grandes escenas del rock argentino. Ahí está la fractura expuesta: Spinetta y Molinari tratando de explicar la ausencia de Rodolfo García y Emilio Del Guercio; la intrusión del circo porteño en la casa familiar. Ahora sabemos, por ejemplo, que el célebre “no nos dividimos nos multiplicamos” (esa frase con forma de grafiti con que los Almendra predicen la formación de Pescado, Aquelarre y Color Humano) es una esquirla del guion de Luengas. Quién lo hubiera dicho.
Al día siguiente, el rodaje continuó en los estudios TNT. En la recta final de su disco doble, Almendra usó aquella sesión del 4 de noviembre para grabar “Aire de amor”: la canción de Molinari que, hasta el día anterior, era una zapada sin forma ni letra definida. “Su ritmo de trabajo era muy tranquilo”, dice Colombo. “Muy pacífico, muy lindo, muy lento. Me acuerdo que en el medio del rodaje Palito Ortega entró a una de las salas que estaban al lado. En media hora grabó seis canciones de un long play y nosotros estuvimos todo el día con el registro de un solo tema. Los tipos de RCA estaban horrorizados”.
El equipo regresó a Santa Fé y Almendra, sin medir el colapso, siguió grabando. Tocó en el primer BA Rock, Spinetta se cortó los bucles y, el 19 de diciembre, RCA publicó el disco doble. El 25 de diciembre, Luengas y compañía volvieron a Buenos Aires para registrar el último concierto en medio del sopor de la Navidad y un calor bochornoso. Serían dos funciones. Dentro del Teatro Pueyrredón de Flores, el ambiente era contradictorio. Los setenta ni siquiera habían empezado y ya tenían su primer parte de daños. Por aquí y allá, mezclados con la fauna beat, la cámara sigue a Cristina Bustamante (la “muchacha ojos de papel”) y se detiene en el rostro de Ricardo “Mono” Cohen. Aún no es Rocambole. Si buena parte de ese público está allí por el arrastre del disco debut, Almendra no hace ninguna concesión. La performance es brutal: “Agnus Dei”, “Color humano”, “Mestizo”, una versión incandescente de “Parvas”. Sin acceso a la consola, una auricón se ocupa de tomar sonido de aire y el equipo se desdobla como puede. “Mi vida al fin dividiré”, se escucha. ”Cien para mí, cien para el aire”. ¿Qué clase de operación es esa? Colgado de una aleta, Spinetta hace lo imposible: se queda con todo y libera todo.
DETECTIVE SALVAJE
Con los revelados del Laboratorio Alex bajo el brazo, Luengas se sentó junto al montajista y la moviola Prevost del Instituto. Por una serie de razones técnicas y humanas, el proceso no fue sencillo. No sólo tropezó con desperfectos técnicos y la resistencia de varias facciones universitarias, sino con la inestabilidad de su propia familia. En el preciso momento en el que intentaba darle forma a su película y recibirse, el Laboratorio Alex le ofreció una beca de trabajo y su madre decidía regresar a Córdoba. Su centro se deshacía. “Un día me dice que tenía un problema: no tenía donde quedarse”, recuerda su amiga Ana Trajtemberg. “La cuestión es que se vino a casa. Iba y venía entre Córdoba y Buenos Aires, pero el tiempo que pasaba en Santa Fe era una más de nuestra familia. Alcira era flaquita, pero llenaba todo el lugar cuando entraba. Para sus gustos y su vida privada era bastante hermética. Una personalidad fuerte, a veces hasta feroz. Nos quisimos mucho”.
Luengas cerró su documental como pudo. Los descartes quedaron en la casa de Trajtemberg y la película se proyectó oficialmente en el Paraninfo –la sala de actos del Instituto- y dentro del pequeño circuito cinéfilo de la ciudad. “Tanto mi laburo como el de Alcira fueron recibidos bien por un sector y mal por otro”, dice Colombo. “El sector más radicalizado decía que nuestras películas eran burguesas. Que nosotros solamente debíamos ocuparnos de los avatares de la clase obrera. Fuimos acusados públicamente de estar al servicio de la burguesía y no de los intereses de la clase trabajadora. Fue una época difícil”.
La mano estaba pesada. Se abría el interregno de la Triple A y Luengas, apostada en Buenos Aires, estaba en las postrimerías de la tormenta. Decidió regresar a Córdoba y, durante la segunda mitad de 1975, partió rumbo a España siguiendo el camino de su hermana. Llegó exactamente para verlo morir a Franco y asistir al comienzo del destape. Para leer las noticias de la intervención del Instituto y la transformación de su archivo en material clasificado. Incluyendo su película de Almendra. En algún punto de aquel exilio, su pista se pierde en la noche de los tiempos, pero sabemos que una parte de su estadía trabajó como institutriz para una familia del Opus Dei radicada en Palma de Mallorca. Un trabajo insalubre para un espíritu libre.
En septiembre de 1979, Almendra anunció su reunión y Luengas volvió a la Argentina. Reclutó un equipo y esbozó no uno sino dos proyectos. Por un lado, documentar el regreso de la leyenda. Por el otro, aprovechar el envión para proyectar la tesis en la primera edición del Festival de La Falda. Necesitaba, para arrancar, recuperar a su criatura. “Alcira me dice que quería hacerse de la película”, cuenta Trajtemberg. “Sabíamos que las latas estaban guardadas en el edificio del rectorado. Mi marido trabajaba en la radio de la universidad y teníamos bastante confianza con la persona que estaba a cargo. Su hermano era coronel o no sé qué categoría militar, pero estaba allá arriba. Me pidieron una nota formal y me hicieron firmar un montón de papeles. Yo me la jugué. Fui al edificio del rectorado, subí al lugar donde tenían todo el material del instituto y me dieron la lata. Alcira vino a buscarla, supongo que habrá hecho una copia y me la devolvió en tiempo y forma. Pasados unos días, tenía que devolver la película o me iban a buscar”.
Con la lata de nuevo en su poder, Luengas volvió a la carga. Filmó el concierto en el Chateau Carreras, entrevistó a los músicos y se mezcló dichosamente en el backstage. Sin embargo, el plan naufragó –entre otras cosas, el management no le permitió comercializar el material- y tuvo que poner todas sus fichas en el trabajo dentro de una agencia de publicidad. No duró demasiado. A comienzos de los ochenta, ya era la primera mujer en integrarse al equipo de producción del Canal 9 de La Rioja.
Montada en una moto con sus gafas oscuras, urdió toda una carrera como documentalista –primero- y –luego- formó a una generación de realizadores en las extensiones del ISER. “Era una gran contadora de historias”, dice Gustavo Contreras, su amigo y colega. “En aquellos años, habían cerrado los cines de La Rioja. Era la época de los videoclubes, pero nosotros todavía no teníamos el acceso. Cada tanto Alcira viajaba a Córdoba, se daba unas panzadas de películas y los lunes la teníamos con los brazos cruzados sobre el escritorio. Escuchábamos esos argumentos como cuando alguien te cuenta un cuento. Con ese olfato, encontraba la historias y las convertía en unos documentales maravillosos”.
Si bien le tenía terror a esa patología familiar, Luengas descuidaba su propia hipertensión. Una isquemia le provocó un accidente con su moto y, como secuela, dejó cierto mareo crónico y un dolor en el oído derecho. Más tarde sufrió un ACV y, si bien logró ser trasladada a Córdoba, su cuerpo no aguantó. Murió el 30 de octubre de 1997. Tenía 56 años. Una calle, que atraviesa el sudeste de La Rioja desde el barrio Cooperativa Canal 9 hasta el barrio Virgen Desatanudos, se llama Alcira Luengas. Más allá de esos confines, su nombre es un misterio. Hasta ahora.
MITO FAMILIAR
“El material de Almendra siempre fue un mito familiar”, dice Sebastián Urquidi, uno de sus sobrinos. “Para nosotros, sin embargo, lo más fuerte ha sido la figura de Alcira. Una persona con una gran carga artística y cultural que nos influencio desde muy pequeñitos. Hay dos líneas que siempre se unieron. Una era la afectiva: el modo en que ella nos expresaba el cariño y el amor. Y después toda la carga cultural: leamos, veamos pelis, escuchemos música”. Las escenas familiares se suceden sin solución de continuidad. Luengas en el Altiplano, sacando fotos de sus sobrinos. Luengas en las navidades, poniendo discos en el Winco. Luengas en el verano cordobés, deambulando en bombacha de entrecasa. Luengas recién llegada a España, aconsejando a su sobrino Andrés para sobrellevar la angustia de la pubertad en un país extraño y hostil. “Me acuerdo de una tarde en la que, con un cuaderno, nos empezó a explicar la manera en la que Coppola filmaba sus películas”, dice Urquidi. “Nosotros, con catorce años en Córdoba y en medio de la dictadura, teníamos pocas vías de conocer algo más. Y la tía era una”.
En marzo del 2020, los sobrinos (sobre todo, Julián y Mateo Lona, Matías Luengas, Andrés y Sebastián Urquidi) decidieron honrar ese legado y se contactaron con el Festival Escenario: el encuentro de cine y música. No eran precisamente paracaidistas. Tanto Luengas como los hermanos Lona son realizadores y todos, por el poderoso influjo familiar, siempre se vincularon con el arte. Además de los carretes de audio y un puñado de fotografías, tenían entre manos un rollo de 16 milímetros pero no disponían de los recursos para su digitalización. Como antecedente y acaso como combustible, se habían topado con un fragmento de Comarca Beat 65-75: una película dedicada a los orígenes del rock santafesino. Allí, durante inquietantes treinta segundos, Almendra tocaba “Color Humano” bajo la mano directriz de Alcira. Esa fue la punta del hilo.
“Cuando mis amigos de Marea Doc empezaron a producir Comarca Beat, me dije ‘este es el momento’”, dice Cecilia Volken, la hija de Ana Trajtemberg. “Teníamos muchos testimonios de las actuaciones de Almendra en Santa Fe, entonces decidimos hacer algo con esos rollos. Hicimos algunos intentos de digitalizarnos por nuestra cuenta, usando proyectores de la escuela de cine de Santa Fe. Alcanzamos a ver algo pero, como el proyector no andaba muy bien y teníamos miedo de arruinar la película, decidimos buscar un mejor modo de recuperarlo”.
Pablo Bertoldi, uno de los productores de Comarca Beat, fue directo al grano. Contactó a Fernando Martín Peña, viajó con las latas hasta Buenos Aires y, al cabo de un corto tiempo, tenía todo el material digitalizado. Descubrieron que no eran registros de Almendra en Santa Fe, sino cuarenta minutos de descartes del documental de Luengas. Más de la mitad, en riguroso silencio. El Festival Escenario advirtió la simultaneidad de los hallazgos y unió las puntas del mismo lazo. Puso en marcha una investigación, trazó el plan de restauración y, a través de su enlace en Córdoba (Rodrigo Alabart), consiguió un magnetófono Nagra. ¡Voilá! Los carretes cordobeses tenían el sonido perdido. El rompecabezas comenzaba a cerrarse.
Una parte del material y el proceso, intenso y sujeto a las restricciones de la cuarentena, fue registrado en un corto documental dirigido por Iván Wolovik: el homenaje a Luengas que se proyectará durante la segunda edición del festival. Son quince minutos de altísimo octanaje: jamón estrictamente del medio. Desde el trabajo de los restauradores hasta la rendición completa de “Parvas”, pasando por la cumbre con Pappo y las penumbras apocalípticas del Pueyrredón. Allí, mientras Almendra mide los alcances de su música metiendo una bomba en el corazón del grupo, la voz de Alcira toma el pulso: “quiero registrar el sonido que ustedes crearon en una época”. Su percepción del momento histórico en medio del momento histórico provoca cierto vértigo. Es como caer en el pozo del conejo. Un momento que muere a cada paso y por esa misma razón está insoportablemente vivo.
“Yo no soy artista: me dedico a la cerámica industrial”, dice Urquidi. “Pero hay una parte de mi trabajo que necesita de cierto feeling. Bueno, la primera vez que hice algo en cerámica, fue porque la tía Alcira me llevó a un taller en Córdoba. Yo tenía doce años. Un día estaba haciendo una gallina. Todavía la guardo. Estaba concentradísimo lijando y lijando. La tía me ve y me pregunta: ‘qué hacés’. ‘La estoy lijando para que quede perfecta’. Y ella me preguntó: ‘pero la gallina, ¿está viva o no? ‘Si’, le dije. ‘Así no son las gallinas vivas’. Entonces se puso a trabajar conmigo, usando los dedos para hacer algo mucho más tosco y más brusco, para hacer el plumaje y el cuerpo. Cuando terminamos, la miró y me dijo: ‘esto es una gallina viva’”.
>Festival Escenario, del 10 al 30 de octubre, por Cont.Ar
Homenajes, rescates y rarezas
El homenaje a Alcira Luengas es uno de los highlights del Festival Escenario, pero es solo la punta del iceberg. Desde el 10 al 30 de octubre, a través de la plataforma Cont.Ar y con el auspicio de Ministerio de Cultura de la Nación, esta segunda edición presenta dieciocho películas en su sección oficial, cuatro homenajes y cuatro piezas para el espacio de rescates y rarezas. Organizada y curada por Gabriel Patrono e Iván Wolovik, la grilla se abre desde la reunión de Suárez en el Konex hasta el trabajo de Orco Videos (responsable de la imagen de buena parte del trap argentino), pasando por el regreso de la Manzana Cromática Protoplasmática, Los Brujos en Cemento (circa San Cipriano), los documentales dedicados a Miguel Grinberg, Gustavo “El Príncipe” Pena y un asomo al insondable archivo fílmico de Julio Serbali: la Caja de Pandora del folklore argentino.