Quien se haya asomado por primera vez a la obra de Brahms y haya sentido y percibido algo propio e inequívoco en lo que escuchó no podrá no reconocerlo en escuchas posteriores. Si bien lo más corriente y accesible en un primer acercamiento son las sinfonías y los conciertos, algo semejante se reconoce en la vasta obra de cámara que compuso infatigablemente: una línea arranca en su primera obra, recala en sus sinfonías, la Primera, aunque cronológicamente no es su primer Opus, hasta las Sonatas para Clarinete y Piano, del Opus 120, que están casi en el final. Estas sonatas desencadenan las reflexiones que siguen.
Hay algo que une todas sus composiciones y, muy probablemente, es lo que provoca de entrada una sorpresa y aun una emoción muy particular; a falta de un lenguaje más preciso diría que es un sobresalto inventivo, un comienzo del discurso que es como una irrupción, un estremecimiento que siento, o me resuena, como un llamado, palabra que supone un sujeto emisor, en este campo un conjunto de sonidos, y virtuales receptores, preparados o no para comprenderlo.
Este llamado es muy diferente, creo, no puedo menos que comparar, de obras que le son contemporáneas, las estruendosas convocatorias wagnerianas que parecen recoger, casi como un intento realista, los llamados de los cazadores que se desplazan por los bosques de Baviera o de los héroes elegidos por los dioses. Brahms es otra cosa, eso que llamo “llamado”, difícilmente definible o describible o explicable, descansa, en principio, me refiero a las Sonatas, en la tarea del clarinete, el piano lo sostiene sin guiarlo ni encauzarlo, sólo apoyándolo, el piano parece atento a lo que el clarinete va emitiendo, simpatiza, comprende.
Sólo podría decir, con toda prudencia, que veo en ese llamado una relación con un genérico sentimiento romántico, lazo que ha permitido instalar su obra entera en ese lugar pese al clasicismo formal con que se lo distingue. Pero no me parece que sea una dramática “vox clamantis in deserto”, que intentara solicitar o declarar un padecimiento, un abandono o una esencial soledad, como es previsible en un espíritu romántico, sino tan sólo, y no es poca cosa, una presencia o presentación de un “yo” que me resisto a considerar románticamente confesional, tal como lo propondría una lectura apresurada e inmediata y de aquiescente crítica musical; en una mirada más psicoanalítica remitiría, en cambio, como primera inferencia, tal vez a una personalidad o, mejor quizás, a una subjetividad que devuelve en sonidos algo que hay en un adentro y que pugna por manifestarse, quien transmite sonidos se funde con los sonidos e intenta no desaparecer en ellos, el músico no compone sólo porque posee un saber, quiere sentirse y que se lo sienta como ser, fuera de las palabras, en un puro acto de reconocimiento.
De lo cual se desprenden en abanico varios temas; el primero, y básico, es si es válido este primer apunte, o sea si no hay objeción en extraer esa presencia de la musicalidad. Es una cuestión de interpretación, discutible por cierto pero ¿no podría decirse, sin rubor, que la música es también un discurso, equiparable a los verbales, más fácilmente reconocibles? Si lo es, aceptando todos los riesgos y animándome a establecer un vago paralelismo, o una audaz interdiscursividad, me atrevería a afirmar que la extrema contención en el aprovechamiento de las virtudes del instrumento sugiere un gesto algo mallarmeano, aunque no podría afirmar que haya existido una incidencia de una poética muy característica, la mallarmeana, sobre la otra, la de Brahms. No podría descartarse, entonces, que lo que era una afirmación dudosa se convierta en una posibilidad; se trataría, en consecuencia, de aproximarse a lo que en la propia materialidad de la música, ésta de Brahms, permite apuntar que se trata del brote de una subjetividad.
En este aspecto, una mera distribución de roles permite una aproximación consistente: el evidente protagonismo de un instrumento, el clarinete, como lo anticipé, que asume una especie de relato, muy diferente al que propone la gesta coral o sinfónica. Hay que señalar, de paso, que si bien la sinfonía pide gesta en su particular continuidad, nunca faltan en la obra de Brahms momentos en que la gesta da un paso atrás, es un remanso o un repliegue cuya manifestación establece un lazo con lo que singulariza las sonatas y su obra de cámara en general. Eso es lo que uniría toda su obra y la haría reconocible, concepto con el que comienza este trabajo.
Por cierto, el protagonismo también opera en la música clásica pero tiene otro alcance, resulta de una enunciación virtuosa, altamente tecnificada; en la música romántica su carga expresiva es mucho mayor, se deposita, como lo apunté en el comienzo, en el “yo” cuya presencia es uno de sus núcleos centrales pero no lo único que lo caracteriza, en el espacio romántico conviven junto con el sentimiento --expresado en varios planos, la representación, la adjetivación, el énfasis-- otros núcleos, la fuerza de la naturaleza también claramente expresada y articulada con ese “yo”, así como una dimensión social igualmente fuerte --el socialismo romántico. El romanticismo podría ser entendido, entonces, como un sistema que permite, deductivamente, definir múltiples poéticas particulares. No quizás del todo ésta.
Pero se trata de música y nos acercamos a ella mediante palabras, siempre insuficientes y al mismo tiempo dilatorias, alejadoras; no tenemos otro recurso o, mejor dicho, construimos recursos para decir lo indecible. En este caso, tratando de dar forma a una intuición que podría llegar a convertirse en concepto, admitiendo, en mi caso en particular, mi total ignorancia respecto del quehacer musical propiamente dicho, de su lenguaje y de los mecanismos que producen el sonido, que es el plano en el que dicha intuición encuentra de qué valerse.
Recupero, en esta instancia, la idea apuntada acerca de la subjetividad, algo que está más adentro y que intento perseguir mediante puentes virtuales que me permitirían llegar a ella, así como también lo que se reconoce en toda la obra de Brahms: es un tono lo que veo y me impresiona, nada más que eso, un tono, que, en una primera instancia, es algo semejante a un barniz, se descubre en lo inmediato pero no es algo que se aplique por azar, ni siquiera por intención.
Nada hay más común que el tono que tienen los enunciados; se distingue, cuando se registran, la procedencia de quienes enuncian, sin mayor dificultad, es quizás lo que más caracteriza el habla de regiones dentro de un mismo país, una cosa es el tono riojano y otra el entrerriano y ni hablar del castellano y el extremeño o del parisino y el marsellés. Es fácil comprender lo que es en los hechos de habla pero mencionarlo respecto de la música es otra cosa y, sin embargo, está, más allá de la indicación de una pertenencia.
Podemos reconocer un modo de encarar un enunciado o, en este caso, un fraseo musical, lo llamamos “entonación” y nos ayuda, si tiene un fuerte carácter y se reitera, a situarnos, hasta nos permite memorizarlo aunque creamos que memorizamos la frase o la melodía; las acompaña, no se les impone y nos induce a atribuirles matices, estados de ánimo, tonos alegres o tristes, claros o sombríos, euforia o desánimo. ¿De qué depende o cómo se produce? No lo sé, creería que depende de una subjetividad que no encuentra otro camino para manifestarse y que encuentra en un registro que se denomina, justamente, tonal, una salida. Unidad, entonces, irrecusable, imposible de abandonar, imposible de definir, es, en consecuencia, Brahms, pero tampoco sabemos quién es como no sabemos qué quiere decir la pugna de alguien que es o quiere ser.