En una de las exposiciones de la Internacional Progresista, el fin de semana pasado, uno de sus mentores, ese monumento a la lucidez que es el lingüista Noam Chomsky, puso así los términos: “Internacionalismo o extinción”. Es en rigor la premisa que tanto comprendemos y conocemos, “nadie se salva solo”, aplicada a la geopolítica. Corren riesgo, dijo, las especies y entre ellas la nuestra, el planeta y la humanidad. Retomó, de algún modo, el discurso prepandémico, que asomaba aquí y allá, en voces científicas, nórdicas, originarias, adolescentes y adultas, que en los meses previos habían llegado a la agenda mundial, con la razonabilidad que les daban en esos mismos meses varias catástrofes, naturales e inducidas. Aunque la verdadera razón del drama del cambio climático es que el capitalismo no le permite a la naturaleza manejar sus equilibrios, y la fuerza a sequías, inundaciones, incendios, extinciones en cadena. Las mujeres, los pueblos y la naturaleza estaban reaccionando al maltrato cuando llegó este virus.
La pandemia ha enrarecido y empeorado sustancialmente el clima social del mundo, destruyendo aparatos económicos y dando excusas para la profundización del malestar general de las audiencias, ya instadas a desequilibrarse por completo. Primero las alienaron y ahora las empujan al acto, lanzando a mucha gente a las calles en protestas bizarras, como las subjetividades que afloran.
Se abandonan las formas, la lógica, la piedad, la racionalidad, el sentido común, el instinto de supervivencia. Se abandonan los Estados de Derecho, de varias maneras pero en todas sustentadas en una necesidad visceral e incomprensible propia de una etapa emocional en la que, por niños o por ancianos, se han dejado de controlar los esfínteres. Trump dijo esta semana que “los demócratas preparan un fraude” y que “no está seguro de entregar el poder si pierde”. Biden no lo podía creer: “¿En qué país vivimos?”, se azoró. En ése, Biden.
Se propone violencia, se liberan hormonas a través de un odio que es desviado de sus verdaderos destinatarios y recaen en la “pérdida de las libertades” que al mismo tiempo que se reclaman se le niegan sistemáticamente a cualquiera que no piense como ellos, como los antigénero que han comenzado su cruzada contra los feminismos. Se disimula. En la Argentina, así como en España y algunos otros países, la “protesta contra el virus” --¿cómo se puede “protestar” contra la existencia de un virus?-- es claramente opositora y tiene sus referentes, sus impulsores, sus cínicos y sus bardos mediocres. Quieren destruir el Estado de Derecho porque el macrismo ha logrado que para esos sectores todo lo que no sea macrismo sea una amenaza tan vieja y racista que la vieja figura del aluvión zoológico la contiene.
¿Aluvión zoológico? Uno los vio el fin de semana pasado rodear el Sanatorio Antártida, donde hay médicos y enfermeros extenuados y podridos de que les nieguen el dolor por el que pasan todos los días y el dolor de las muertes en soledad afectiva que presencian. La policía de la ciudad los dejó expresarse. No porque en esta ciudad haya libertad de expresión. No todos pueden expresarse. Es selectivo. La derecha cree que todo es suyo, que ha nacido con derechos mientras otros nacieron para perderlos.
Es que las nacionalidades caen junto con los Estados de Derecho. Los destruyen los transnacionalistas, esos que van mudándose de país en país para evadir impuestos, los que no salen a la calle ni creen que la pandemia no existe. La usan con fines políticos, que es distinto. Por eso les parece que hace sentido abrazar una bandera argentina mientras se reclaman dólares. El peso es para pobres.
Con los que antes eran anticuarentena y ahora son visiblemente fascistas, como en todo el mundo, donde brotan como neonazis, falangistas o supremacistas, hay que cuidarse de las provocaciones. Son su negocio. Los han mandado a desatar el caos. Quizá ellos ni lo sepan. Quizás sólo estén atrapados en esa sensación de revulsión que les sale de las vísceras cuando hablan de peronismo.
Ellos creen que son rebeldes. Que se manifiestan como patriotas frente al avance del enemigo imaginario, mientras se contagian y contagian a otros el virus que dicen que no existe y ya provocó más de 15.000 muertos. Les resbalan los muertos. Son lógicos en una guerra, y ellos son los soldados del nuevo tipo de guerra que exporta Washington: la del enfrentamiento civil.
Desde nuestra ventana, los vemos disciplinados como los alumnos obedientes de The Wall, seres sin discernimiento a los que, quizá si se les muerte un ser querido, reaccionarán cuando sea tarde. En los países de Estados fuertes de Oriente y Occidente, la libertad de expresión tiene distintos límites, en algunos casi todos los que se pueden poner. Pero en ninguno conocido se ha visto a manifestantes anticuarentena bloqueando un hospital cuando ya no hay cuarentena, hostigando, perturbando, amenazando a enfermos y médicos. En ninguna otra ciudad se ha visto a la policía verter sangre de enfermeras por reclamar ser consideradas personal sanitario y no administrativo. Sólo en CABA. Esta ciudad tiene ese rictus de la vileza, que toma muchas formas posibles pero que siempre se origina en el gesto del fuerte que va a la caza del débil. Un rictus anterior a la ética.