Aunque la televisión tuvo un papel destacado en elecciones presidenciales previas, ésta fue la primera vez en que se convirtió en la fuerza dominante. En elecciones anteriores, a John Kennedy se le pudo negar la nominación porque los jefes de su partido —la mayoría de ellos, irónicamente, católicos— estaban en su contra, por miedo a una reacción anticatólica. Pero Kennedy usó las primarias para demostrar que podía ganar bastiones predominantemente protestantes, y la llave para esto fue su hábil uso de la televisión.
Kennedy era un pez en el agua: la cámara lo amó desde el principio. Era atractivo, no posaba, y era fresco por instinto: la televisión era un medio frío; cuanto más se recalentaba un candidato, peor le iba. Los gestos y la voz de Kennedy parecían naturales: quizás era una reacción a la anticuada y persuasiva dulzura de su abuelo irlandés-norteamericano, que hizo campaña cantando canciones irlandesas. A John Kennedy no le gustaban los políticos con discursos floridos; prefería un estilo menos enfático. Sus propios discursos estaban llenos de humor, ironía y no se tomaba en serio a sí mismo; eso lo ayudó en lo que fue el momento definitorio de la campaña de 1960: el primer debate presidencial. En cambio, la televisión fue un problema para Nixon. No sólo sus gestos eran extraños, sino que su manera de hablar era insegura y artificial. De lo que resultaba una sensación de falta de sinceridad.
El primer debate cambió la naturaleza de la política en Estados Unidos, y también coronó la importancia de la televisión, política y culturalmente. Desde entonces, la política norteamericana se convirtió en el mundo de la televisión y de los consultores televisivos; la maquinaria del partido pronto se encontró en declive cuando los jefes políticos de las grandes ciudades ya no tuvieron el monopolio de la habilidad de reunir a grandes multitudes: la televisión reunía a mucha, mucha más gente. Hasta esa noche en Chicago, Kennedy había sido un principiante, un poco conocido senador joven que ni siquiera se había molestado en tomarse seriamente al senado. Del otro lado, Nixon había sido vicepresidente durante ocho años; tenía experiencia, había visitado cantidad de países extranjeros y se había entrevistado con todos los líderes del mundo. Además, se consideraba hábil en los debates, y tenía confianza en que le iba a ir bien contra Kennedy.
Kennedy, que miraba a Nixon con un distante esnobismo, llegó temprano a Chicago. Había pasado la mayor parte de la semana anterior en California, y estaba bronceado y radiante de buena salud. Sabiendo que este era el momento más importante de la campaña, había minimizado sus compromisos y había pasado la mayor parte del tiempo en su hotel, descansando.
Nixon, en cambio, llegó en muy mala forma. Había estado enfermo al principio de la campaña, de una infección en la rodilla, y nunca se había recuperado del todo. Los integrantes de su equipo le habían sugerido que descansara pero no les hizo caso. Los consultores antiguos y alguna vez confiables habían sido retirados de su entorno. Frustrado por el trato que le había dado Eisenhower en los últimos siete años y medio, Nixon en 1960 era un megalomaníaco a los ojos de su equipo, y estaba decidido a ser su propio jefe de campaña además de candidato. Ted Rogers, su principal consultor televisivo, se enteró de que Nixon ni siquiera quería hablar con él para planear futuros debates.
En un momento Rogers voló a Kansas City para hablar con Nixon del debate, pero ni siquiera pudo verlo. ¿Le dieron de tomar batidos de crema?, le preguntó Rogers al personal del avión, y le aseguraron que el candidato estaba perfecto. El primer debate se fechó para el lunes 26 de septiembre. Nixon, enfermo y exhausto, voló tarde la noche del domingo hacia Chicago y atravesó con su comitiva la ciudad, parando para encuentros en cinco ocasiones; se fue a la cama muy tarde. El lunes, aunque estaba claramente agotado, hizo otra importante aparición de campaña frente a un sindicato. Su equipo le preparó una serie de preguntas y respuestas, pero no estuvo de humor para echarle un vistazo. En la tarde del lunes, a Rogers se le permitió un breve encuentro. Lo impactó el mal aspecto de Nixon. Su rostro estaba gris ceniciento, y sus colaboradores no se habían molestado en comprarle camisas nuevas; la que llevaba colgaba de su cuello como la de un hombre agonizante. Lo único que le preguntó a Rogers fue cuánto tiempo le tomaría ir del hotel al estudio de televisión.
Allí, los dos candidatos rechazaron el maquillaje ofrecido por los productores. Era un juego viril: los dos hombres temían que si el otro usaba maquillaje, al otro día iban a salir en los diarios notas sobre la vanidad de los candidatos o peor, una foto. Pero Kennedy tenía un buen bronceado y su asistente Bill Wilson le había hecho un pequeño retoque con maquillaje comercial comprado en una tienda a dos cuadras del estudio. Por su barba oscura, Nixon había usado algo llamado Shavestick. Los profesionales de la CBS estaban tan impactados como Rogers por el aspecto de Nixon. Don Hewitt, el productor (que más tarde fue el productor ejecutivo de 60 minutos) estaba seguro de que ocurriría un desastre y se culparía a CBS por el fracaso cosmético de Nixon (cosa que en efecto sucedió).
Nixon era extremadamente sensible al calor, y transpiraba profusamente cuando se encendían las cámaras. Había comenzado los debates viéndose demacrado, gris y exhausto. Después, cuando estuvo frente a 80 millones de espectadores, la cosa empeoró. Empezó a transpirar. Pronto hubo ríos de sudor en su rostro pálido, y el Shavestick empezó a chorrear por su rostro.
Cuando todo terminó, Nixon pensó que había ganado. Kennedy sabía que no era así, particularmente cuando vino a saludarlo Dick Daley, el jefe del partido demócrata en Chicago, que hasta entonces había desestimado a Kennedy. Ahora estaba listo para felicitarlo y acompañarlo. Para Nixon las noticias fueron bastante peores. Los padres de Rose Woods, su secretaria, lo llamaron desde Ohio para preguntarle si se sentía bien. Hasta Ana Nixon llamó a la secretaria para preguntarle sobre la salud de su hijo.
El debate entre estos dos hombres, ambos nacidos en este siglo, ambos lo suficientemente jóvenes como para ser hijos de Dwight Eisenhower, pareció marcar cuánto había cambiado la sociedad en corto tiempo. Mostró no solo cuán poderoso era el medio electrónico, sino cuánto se había acelerado la vida en los Estados Unidos. No todos estaban contentos ante el cambio en la política norteamericana que había traído la televisión. Den Acheson no se sintió conmovido por ninguno de los candidatos mientras miraba el debate, que lo hizo sentir viejo. Para él, los dos parecían frías figuras mecánicas que habían logrado, con la ayuda de encuestadores y ejecutivos de marketing, saber hasta el último punto decimal cómo pararse frente a cada asunto. Le escribió a Harry Truman: “¿No siente, de una extraña manera que, al menos hasta ahora, no hay candidatos humanos en esta campaña? Parecen técnicos hábiles e improbables. Ambos están rodeados de gente inteligente que les ofrecen ingeniosas listas de temas, Sus ideas parecen demasiado calculadas. Estos dos me mataron de aburrimiento”.
* David Halberstam murió el 23 de abril d 2007 en un accidente de tránsito. Fue uno de los grandes cronistas de la política norteamericana y de la Guerra de Vietnam, cuya cobertura le valió un Pulitzer; en los últimos años, se había dedicado a retratar el mundo del deporte. Este fragmento sobre el debate Kennedy-Nixon (otra de sus grandes crónicas) está tomado de su libro (1993), y es particularmente pertinente, por su mirada de primera mano sobre el evento, en estos días en que se acercan los debates demócratas y republicanos de cara a las elecciones presidenciales.