Según cierta lógica binaria, pareciera que todo análisis político del momento argentino debe reducirse a que sólo rigen el enfurecido ataque opositor o las fallas de gestión oficiales.

Que hay en marcha un proceso para desgastar al Gobierno debería quedar fuera de cualquier duda.

Es un operativo que tira a dos bultos precisos, al que se agrega la angustia pandémica.

Uno, cuyo interés masivo resulta casi nulo aunque sea vector del periodismo de guerra, es el machaque violento contra la “avanzada cristinista” en Senado y tribunales; más el episodio de los tres jueces que pocos saben enunciar de corrido y que pretenden nismanear a toda costa; más la presión sobre la Corte para que se erija como valla contra Cruella de Vil.

En medio de ello, las revelaciones acerca de la red de espionaje macrista, que incluyen el asco particular de haber escarbado entre las familias de los muertos del ARA San Juan, directamente no existen en la prensa militante opositora porque en estos temas nadie se dispara a los pies.

Tampoco hay que engañarse sobre la atracción colectiva de lo que suele sintetizarse como “información judicial”.

Pese a los especialistas rigurosos y de verba sencilla, se impone que es un mundo de roscas y operaciones permanentes; pleno de cruces entre instancias inferiores y superiores con titulares y subrogantes; de lenguaje críptico; de debates en torno de interpretaciones constitucionales; infectado por services de andanzas orgánicas y autónomas; del que las grandes mayorías se perciben ajenas por completo, y que redunda en “la mierda de la política” y la Justicia como expediente resolutorio.

En cambio, el segundo bulto preciso del Operativo Desgaste sí es de seducción y alarma extendidas.

Se llama dólar en su acepción facilonga.

Y se llama lobby devaluatorio fenomenal en su alcance más específico de fondos de inversión, complejo agroexportador, compañías multinacionales y operadores locales a los que, nunca, dejará de venirles fantástico la depreciación del salario por vía de reducir sus erogaciones de costo laboral.

¿O acaso alguien pierde vista que esto es puja distributiva? (sí, mucha de “la gente” lo hace).

Mientras tanto, todos los datos más en reserva que en voz alta --o al revés, para quien mínimamente sabe leer entrelíneas-- confluyen en que la presión contra el “impuesto” a las fortunas inmensas adquiere una intensidad formidable.

Es un puñado de magnates y enriquecidos con su vida económica hecha, a los que gracias si se les pide una propina, sin capacidad siquiera de cosquilleo, sobre sus patrimonios entre largos y descomunales.

No hay tutía, empero.

Dicen que el aporte amenaza las inversiones y la salud de la República, y que estos manotazos al bolsillo “productivo” jamás son por única vez.

En ese discurso y acción se revela el carácter rapiñesco, negrero, inaguantable, de esos sectores que además de los emporios externos constituyen  lo que el colega Miguel Ángel Fuks denominaba como gran burguesía “naciomal”.

En los países centrales, no importa si por demagogia preventiva o urgida vocación solidaria, abundan megamillonarios e intelectuales sistémicos --de la propia derecha-- que convocan a asistir con unas monedas a los ricos de la obscenidad concentrada.

Por acá, el directorio y los gerentes de las corporaciones meritocráticas, junto a sus pericos mediáticos, no tienen ni la perspicacia de sobreactuar una colaboración extraordinaria que pudiera servirles como paso atrás y dos adelante.

Esto es: muy bien, aceptamos ayudar, la emergencia lo amerita, ahí va el aporte para que no nos acusen de insensibles y nos quedamos la factura, para pasársela al Gobierno cuando se demuestre que sacarnos más plata no sirve a fines estructurales.

No. Ni tan apenas eso.

La lucha es sin cuartel; conseguimos el 40 por ciento de los votos; si ganaste me importa un pito y éstas son las condiciones: devaluación, ajuste inherente y arreglátelas con tu populismo para evitar estallidos en la base, que de las franjas medias nos encargamos nosotros en función no de sus necesidades, sino de sus intereses.

Es una descripción somera de aquello que es demasiado obvio, aunque eso no reduzca el tremendo laberinto de este país agotador, imprevisible, frente al que siempre se corre el riesgo de decir que carece de remedio, para que el remedio sea la potencia del odio.

¿Eso qué significa, en práctica probabilística concreta?

¿Habría una salida por derecha que no significara revulsión social incontrolable, siendo que gobierna un peronismo cuyo detrás es la garantía de Cristina y no de algún menemista reciclado?

No.

La derecha tiene proyecto perforador, potente; pero, en las circunstancias actuales, su escasez de figuras y la correlación de fuerzas le dan para horadar, no para sustituir.

Igualmente, es veraz que, en las últimas semanas y respecto del timón macroeconómico en sus aspectos financieros, el Gobierno presenta flancos y dubitaciones agravantes del escenario complicadísimo.

Quizás, esa forma de definirlo es un aceptable punto intermedio entre el simplemente “difícil” que usan los voceros oficiales y el catastrofismo de los opositores, a través de expresiones como “caída libre”, “a la deriva”, “al borde del abismo”, “disolución institucional”.

El Gobierno continúa enfrentando la emergencia pandémica con medidas asistenciales como el IFE y los congelamientos tarifarios (entre varias), que son irreprochables en su sustancia cuanto susceptibles de mejora.

Por abajo, estaría claro que ese auxilio alcanza, por ahora, para vigilar incendios mayores.

Y lo que se designa en forma perezosa como “clase media”, cual si fuera una unidad sólo radicada en la tilinguería individualista y no en la que también provee volumen político para clarificar contradicciones principales, movilización, faena intelectual, atraviesa una instancia dramática pero no de extenuación terminal.

Sí, no se debe negar que el oficialismo está en problemas de (falta de) señales interpretables como más unificadas y contundentes.

Las consabidas fallas de comunicación, al margen de yerros de funcionarios y de ministros desaparecidos en (in)acción, son, antes o después de todo, producto de disidencias y/o titubeos en la conducción política.

Su muestra más reciente fue esa espantosa y descoordinada transmisión de lo que el establishment mediático --o a secas-- asentó como “súper cepo”.

La pérdida de reservas es real, aunque no haya graves compromisos de pago en lo inmediato; la brecha cambiaria es preocupante, como admitió Martín Guzmán, y el ejército de agitadores corporativos más sus trolls direccionados se monta ahí para desparramar versiones de corralito, confiscación de cuentas en dólares y hasta apertura de cajas de seguridad.

Difícil que esa creación de pánico pudiese suceder si el Gobierno despejara inquietudes con una iniciativa enfática, mejor ensamblada, que para el caso puntual pasaría por medidas más drásticas frente a “los mercados” y por agrupar más energía en la ejecutividad que en prenderse al palo por palo contra la ofensiva desestabilizadora.

En otras palabras, hay grises entre el blanco y el negro de que todo pasa por la orquestación de los actores del poder económico --que vaya si la hay-- y los errores de gestión gubernamentales.

Ni sólo lo uno, ni sólo lo otro.

Cuando en lugar de asuntos como éstos valga --por ejemplo-- tomar seriamente un extravagante contacto tetuno-parlamentario, para servir al objetivo de que todos los políticos son la misma basura y terminar en que la política deben hacerla los apoderados revestidos de emprendedores que ya hicieron pelota al país, será cuando estemos fritos.

No sucederá.