La especulación inmobiliaria es más que el negociado favorito del macrismo, es una de sus identidades más importantes. Se llame PRO, se llame Cambiemos, el macrismo lleva la impronta de Mauricio Macri, que antes de dedicarse a la política se dedicó al futbol y que antes, durante y después de la política y el fútbol se dedicó a la especulación inmobiliaria. Lo único similar a un empleo que tuvo el ex presidente en su vida fue como directivo de SOCMA, la rama de los negocios familiares dedicada a la construcción y la especulación inmobiliaria. Cuando fue elegido jefe de Gobierno porteño fue como si cambiara de lado del mostrador. Ya no pagaba coimas para lograr favores, ahora las podía cobrar para hacerlos
Buenos Aires tuvo un motor de desarrollo una vez declarada capital, que fue la construcción, por añares la industria más importante puertas adentro de la General Paz. El macaneo especulativo lleva un siglo largo, lo que explica los barrios enteros que no tienen más que una placita para las quinientas hectáreas de campo que se urbanizaban y el cheque en blanco para que los ingleses tendieran las vías ferroviarias en la ciudad como si estuvieran en el campo. Fue el Estado el que siempre subvencionó a estos vivos haciendo puentes y parques, túneles y alcantarillados. Quien logre patente para un shopping o un conjunto de megatorres sabe que no tiene que preocuparse por nada puertas afuera. Serán los giles los que aportarán semáforos y la infraestructura de aguas, energía y tránsito que sea necesaria. Es la subvención municipal a la industria mimada, el homenaje al "progreso".
A todo esto, en países de capitalismo avanzado nada de esto es posible. El famoso estudio de impacto ambiental, que aquí es una formalidad sin sentido alguno, sirve primero para saber si se debe prohibir directamente una obra y segundo para saber cuánto hay que cobrarle al especulador por la infraestructura necesaria para su monstruo. Más caños, un transformador nuevo, una isla de tránsito, un semáforo, todo se le cobra al desarrollador. Y si suena a socialismo, conste que se está citando al código urbanístico de la ciudad de Nueva York, cuyo último agregado es que toda torre a construir en la isla de Manhattan, lo más codiciado, tiene que tener un porcentaje de viviendas con alquileres bajos. Que se calculan como una alícuota del salario mínimo...
En cambio, por estos rumbos el código urbanístico es un documento convenientemente hermético, con profesionales dedicados a buscarle la vuelta y la interpretación más conveniente para el especulador. A esta especialidad se le suman las organizaciones profesionales del rubro, que elogian cada mamotreto como una avanzada en el mundo del diseño y un gran aporte a la ciudad, y una administración pública incapaz de pensar siquiera en frenar los abusos. Es triste, pero ni siquiera es sólo cuestión de peajes y negocios, es ideológico: en los órganos especializados no pueden concebir otra cosa que lo que está pasando.
Y lo que está pasando es que nuestra ciudad, y no sólo la nuestra, son tomada como un campo de negocios y nada más. Los edificios "normales" pagan sus peajes y conciben enrases, que es el derecho a pasarse de altura si el edificio de al lado es más alto que el que ahora te permiten hacer en ese lugar. Lo que uno ve es enrases respecto al edificio de la esquina, o el de enfrente, o el de la vuelta, todos debidamente estampados y firmados a nivel subsecretaría. Los edificios grandotes también encuentran la vuelta, usando la legislación que más les conviene, el párrafo del código hermético que pueda ser interpretado a su favor para pasarse de altura, de volumetría, de impacto visual.
La impunidad es completa. Un juez atrás del otro recibe un pedido de amparo de vecinos o de ONGs como Basta de Demoler o el Observatorio del Derecho a la Ciudad, y los concede. Algunos francamente, otros a regañadientes, después de dar todas las largas posibles, pero los conceden porque la documentación de obra es insostenible. Los fallos hasta declaran inconstitucionales estos permisos y sistemáticamente los tildan de ilegales, prohíben, suspenden, anulan.
Lo que hace nuestro gobierno porteño es simplemente aberrante. Nunca se sanciona a nadie, nunca cae el inspector, nunca es sumariado el de la ventanilla, jamás se cuestiona o demite al subsecretario. En lugar de eso, es la Ciudad la que apela el fallo, gasta en abogados, en probatorias, en argumentaciones, con el especulador firmando abajo como parte pero dejándole el trabajo y el gasto al público lesado. Y la justicia tampoco hace nada, nunca se investiga si semejantes bodrios insostenibles indican cohecho, coimas, amistades ilegales. La pasividad es total.
Con lo que el caso de la Ciudad de las Palmeras va a seguir el mismo camino. Fueron los vecinos los que lograron frenar este abuso, fue la justicia la que frenó el insostenible invento legal, es la Ciudad la que lo defiende como si fuera una política pública. Nadie va a ser sancionado o al menos investigado, porque todos están haciendo lo que se supone que tienen que hacer, facilitar negocios, quedarse con su pedacito, financiar campañas, facturar a costa del espacio público y la calidad de la ciudad.
Esto es el centro mismo del macrismo puesto a gestionar, considerar los negocios a costa de los demás como legítimos y ofenderse cuando les señalás la corruptela. Por algo Donald Trump lo quiere bien a Mauricio.