Odio ir al gimnasio. No me importa estar pendiente de mi físico. Prefiero estar pendiente sólo del físico de Jennifer Aniston, la rubia de la serie “Friends”, mi amor platónico desde los ’90.
Odio hacer pesas. Hasta el momento, los únicos músculos que logré desarrollar son los de la lengua.
Odio entrenarme. Gimnasia, para mí, es apenas el nombre de un club de fútbol de la ciudad de La Plata. Encima ese club, en más de 100 años nunca dio una vuelta, ¿por qué tengo yo que salir a darla?
Odio la bicicleta fija. Es la síntesis de un país en recesión: por más que le pongas onda, no avanza. Encima en mi barrio hay tantos chorros, que aunque esté fija, a la bici igual hay que dejarla con cadena y candado.
Odio la cinta. No voy a quemar mis últimos cartuchos quemando calorías. La cinta de mi gimnasio tiene tres niveles de velocidad: “Paseo de Domingo a la tarde por Plaza Francia” (para principiantes), “Caminata nocturna por un barrio del conurbano bonaerense” (rapidita, nivel intermedio) y “Se nos va el tren y no pasa otro en hora” (para runners en serio).
Lo único que me incentivaría a trotar en la cinta sería que detrás mío me pongan a un recaudador de la AFIP tratando de cobrarme. Sólo así apuraría el paso.
Odio hacer aeróbic. No entiendo a esa gente que sale a las 9 de la noche a correr 10 kms. ¿No tienen una pizzería más cerca?
Odio el fitness. La única vez que intenté hacer eso, jamás pude seguirle el ritmo a la profesora. Ella estaba meta decir “uno, dos, tres, abajo, uno, dos tres, arriba... uno, dos, tres, abajo, uno, dos tres, arriba...”. Yo después del primer “abajo” me perdía.
No quiero sumarme al club de los sudorosos que inflan músculos, aplanan estómagos y endurecen nalgas. Si hay un club de los atléticos y en línea, prefiero ser hincha del equipo rival. Buenos días.