Es difícil sustraerse a la contradicción: se sigue y se seguirá extrañando a Prince, pero es cruelmente cierto que tuvo que morirse para que aparecieran estas cosas. En los días que siguieron al 21 de abril de 2016, cuando el músico de Minneapolis apareció muerto en el ascensor de Paisley Park, una de las cuestiones más meneadas por el conocedor del moreno fue la legendaria bóveda que atesoraba el producto de su incansable ética de trabajo. Como un iceberg artístico, Prince ocultaba bajo la superficie aún más material que el frondoso catálogo que construyó a lo largo de 38 años de carrera. Esa obra oculta, el Fort Knox del multiinstrumentista, se convirtió en pieza de disputa entre sus herederos, divididos entre respetar la decisión del músico de dejar eso guardado o apretar el botón de turbo en la caja registradora.
En los últimos meses quedó claro quién primó en la disputa. Tras años de ser una figurita difícil en la red –el músico hacía bajar sistemáticamente todo lo que apareciera-, de pronto empezaron a aparecer archivos, conciertos, grabaciones, imágenes antes imposibles. En 2018 se lanzó Piano and a microphone, un demo de 1983 en el que Prince, solo ante las teclas, entrega versiones de canciones propias como “Purple Rain” y un cover de su admirada Joni Mitchell, “A Case of You”. El año pasado fue el turno de Originals, otra colección de demos registrados entre 1980 y 1990 con las canciones que el músico compuso para otros artistas, como “Manic Monday” (para The Bangles), “Nothing Compares 2 U” (Sinéad O’Connor) o “Love... Thy Will Be Done” (Martika). Por ahí anduvo la versión expandida de Purple Rain, que parecía un rescate monumental... hasta ahora. Porque el último viernes de septiembre apareció lo que muchos esperaban, la caja centrada en el disco considerado de manera unánime la cumbre de toda la discografía. Una cuña en los años ’80. La Biblia Negra de Prince. Una obra maestra llamada Sign o’ the Times.
Ocho CDs, 13 vinilos. 45 canciones inéditas. Remixes, lados B y reversiones. Un concierto completo de la gira de presentación, el 20 de junio de 1987 en Utrecht (Holanda). Un rescate peso pesado como el encuentro cumbre con un tal Miles Davis en "Can I Play With U?”. Prince en un estado de brillantez que encandila. Entonces, otra vez: ¿cómo sustraerse a la contradicción de solazarse con este monumental rastrillaje de los archivos, y a la vez saber que esto es posible solo porque Prince ya no está? La Expanded Edition de Sign o’the Times es un viaje a la cocina creativa de un tipo que explotaba de ideas y le sobraba energía para concretarlas. Vale la pena hacer algo de historia.
Tocando mañana
Hay una célebre anécdota que pinta a la perfección la tormentosa relación de Prince con el sello Warner. Purple Rain había sido un éxito monumental, llegando a pelearle el protagonismo al mismísimo Michael Jackson; los ejecutivos de la compañía se frotaban las manos con entusiasmo, hasta que el moreno los reunió para que escucharan el deforme Around the World in a Day... y pasaran a frotarse la cabeza. Solo habían pasado 9 meses desde Purple Rain; apenas pasaron otros 11 hasta que apareció Parade, banda de sonido de una película (Under the Cherry Moon) masacrada por la crítica y ganadora de varios premios Razzie, el anti-Oscar. A ojos –y, ejem, oídos- de su discográfica, el pibe maravilla estaba dilapidando todos sus logros. Y los datos que le llegaban desde Minneapolis no eran tranquilizadores. Prince no tenía intención de bajar el ritmo sino más bien lo contrario. En la diferencia entre esa usina creativa y los tiempos de la industria discográfica comenzaba a incubarse el conflicto que terminaría con la palabra Slave (“esclavo”) escrita en su mejilla.
“Trabajo mucho. Estoy tratando de hacer un montón de cosas muy rápido así puedo parar por un tiempo. Todos temen que me muera”, dijo Prince en una entrevista radial de 1986, rescatada hace poco por la BBC. Era rigurosamente cierto. A lo largo de ese año no solo grabó y lanzó Parade, sino que se dedicó a tres proyectos diferentes. Por un lado estaba el repertorio que terminaría formando parte de Sign o’ the Times, pero además Prince había establecido una relación de intercambio creativo que quizás ya nunca tendría con sus músicos; especialmente con la guitarrista Wendy Melvoin y la tecladista Lisa Coleman, que solían recibir llamados intempestivos a horas delirantes, convocándolas al estudio porque la inspiración había atacado y había que plasmarlo en cinta. “Escucho cosas en mi sueño”, completó Prince en aquella entrevista. “Me levanto, voy a cepillarme los dientes y de pronto mi cepillo vibra. Eso es un groove, y tenés que bajarlo ya, tirar el cepillo de dientes, ir al estudio, tomar una guitarra, un bajo, rápido. Mis mejores cosas salieron así”.
Con el cepillo de dientes en el piso, entonces, Prince, Wendy, Lisa y el resto de The Revolution (el tecladista Dr. Fink, el baterista Bobby Z, el trompetista Atlanta Bliss, el saxofonista Eric Leeds, el bajista Brown Mark, el guitarrista Miko Weaver) fueron dándole forma a un disco que llamó Dream Factory y del que incluso realizó bosquejos para la tapa... pero nunca apareció. De ese trabajo en varios estudios de Minneapolis y Los Angeles –Paisley Park aún no estaba operativo- también quedó buena parte del material de Crystal Ball, el disco triple lanzado solo por venta directa en 1998.
Pero que Prince le prestara atención al feedback de sus músicos no significaba que no hubiera tensiones. Del mismo modo que había retratado en Purple Rain –donde las chicas eran las compositoras del tema del título, a las que “The Kid” no prestaba demasiada atención-, empezaron a surgir discusiones sobre las posibilidades que el moreno habilitaba a sus colaboradores. Sus aportes eran escuchados, pero siempre hasta cierto punto; como corresponde a semejante genio musical, Prince podía ejercer su autoridad de modo tiránico. Pero además surgió una cuestión bastante más prosaica: los músicos de The Revolution podían estar disponibles para salir corriendo al estudio cuando el jefe lo requiriera, pero tuvieron la peregrina idea de pedir un aumento de sueldo por ello. ¿El resultado de todos esos factores? El 17 de octubre de 1986, los medios estadounidenses recibieron un comunicado que anunciaba la disolución de la banda.
En la transición entre ese grupo de apoyo y el que presentó Sign o’ the Times en vivo –con algunos sobrevivientes de The Revolution y nuevas caras como el bajista Levi Seacer Jr., la cantante y bailarina Cat Glover y la baterista y percusionista Sheila E., otra participante de las sesiones-, Prince le dio los últimos toques al tercer proyecto en el que venía trabajando. Un disco en el que manipuló su voz para llevarla a una personalidad andrógina a la que llamó Camille, nombre que también bautizaría el disco... y que también quedaría archivado. “Camille” aparecería en “If I Was Your Girlfriend”, el tema de Sign o’ the Times que Prince dedicó - junto a "Forever In my Life"- a su relación con Susannah Melvoin, la hermana melliza de Wendy. Pero los ejecutivos de Warner respiraron aliviados: la perspectiva de todo un disco en el que Prince cantaba con voz artificialmente femenina les resultaba intolerable.
Signo de los tiempos
¿Qué hizo Prince entonces? Un Frankenstein. Un Frankenstein grandote: cuando el músico informó a Warner que el sucesor de Parade sería triple, el sello cometió el grandísimo error de mandar a un pez gordo al estudio a indicarle qué temas sacar. Leeds cuenta hoy que Prince, que podría haberle soltado los perros a semejante atrevido, solo se rió de la ocurrencia. Pero el sello fue igualmente inflexible: su Crystal Ball podría ser cómo máximo un doble. Con Wendy, Lisa, Brown Mark y Bobby Z fuera del horizonte, Prince incorporó dos aparatitos que se convertirían en influencia global, un sonido que llegó hasta Parte de la religión y Ciudad de pobres corazones: la batería electrónica Linn LM-1 y el sampler Fairlight CMI. El sonido de sus canciones iba a cambiar radicalmente. El proyecto ya no era la “bola de cristal” ni Camille. Y el título estaba en la canción que ofició de corazón del asunto, la declaración de principios del príncipe.
El 18 de febrero de 1987, los oyentes de las radios que recibieron y difundieron el nuevo single de Prince sintieron que el morocho acababa de pegarle un hachazo a los años ’80. “Sign o’ the Times” no se parecía a nada. Apenas diez meses después de Parade, el músico se presentaba con una canción despojada, apenas apoyada en un ritmo contracturado y una sinuosa guitarra. Un tema que hablaba de la pandemia del sida, apuntaba directo a un presidente -Ronald Reagan- que priorizaba la economía capitalista del más fuerte y señalaba que “una mujer mató a su bebé porque no podía alimentarlo / pero seguimos mandando gente a la Luna (...) Pero si la noche cae y las bombas caen / nadie verá el amanecer”. Cualquier semejanza con el siglo XXI certifica la vigencia de lo que cantaba entonces. A poco más de un año de la tragedia del transbordador Challenger, además, Prince interpelaba al proyecto Star Wars de Reagan y la carrera espacial: “Es rídiculo, ¿no? Un cohete explota y aún así todos quieren volar”. Y, sin pertenecer específicamente a la escena hip hop, tomaba un tema que ya ardía en los ghettos urbanos: “En casa hay pibes de 17 años cuya idea de diversión / Es estar en una pandilla llamada Los Discípulos, volados de crack y llevando una metralleta.”
No toda la prensa especializada se mostró igualmente convencida (la reseña de Rolling Stone señaló que “En este doble habría un gran disco si las canciones tuvieran un efecto uniforme”), pero quizá se trataba de que SOTT es un disco que necesita varias escuchas para empezar a decantar. Sobre todo en momentos tan densos como “The Ballad of Dorothy Parker”, quizá una de las mejores canciones de Prince, grabada en un estudio no del todo bien seteado, que le dio ese aire asordinado, personalísimo, que lo hizo desistir de registrar otra versión. Signo de los tiempos tenía momentos tan pop como el dueto con Sheena Easton en “U Got the Look”, arranques igualmente bailables con “I Could Never Take the Place of Your Man” o “Play in the Sunshine”; había momentos de big band como “Slow Love”, deformidades rítmicas como “Housequake”, “Strange Relationship” y “Hot Thing”, o brotes de sublime épica como “The Cross”.
Sign o’ the Times era mucho. Aun con lo mucho y bueno que hizo Prince después, Sign o’ the Times se convirtió en la vara inalcanzable, el fantasma de la obra maestra que persigue a un músico. En la época inmediatamente posterior, el multiinstrumentista grabó y guardó el Black Album, y se inclinó por editar su contraparte luminosa, Lovesexy; le puso la banda de sonido al Batman de Tim Burton; colocó un puente entre los ’80 y los ’90 con otro doble, el descomunal Graffitti Bridge; e inauguró los ’90 con una banda más orgánica, New Power Generation, la misma con la que dio el fallido show de River en 1991.
Pero no hay caso. Hay una rica paradoja en que, con un título que debería fijar su propia cronología, Sign o’the Times siga atravesando los años y sonando moderno. Más allá de su tiempo, en lo que se conoció entonces y en el generoso archivo que ahora se revela. Y hay otra paradoja, claro, mucho más triste: Prince se tuvo que morir para demostrar, otra vez, su deslumbrante presencia.