Desde Quito
La victoria obtenida por Alianza País en el ballottage del 2 de abril confirma que el pueblo ecuatoriano supo discernir lo que estaba en juego: la continuidad de un gobierno que marcó un antes y un después en la historia contemporánea del Ecuador o el suicida salto al vacío, emulando la tragedia argentina. Lenín Moreno y Jorge Glas representan la consolidación de los avances logrados en numerosos campos de la vida social durante diez años bajo el liderazgo de Rafael Correa; su adversario, Guillermo Lasso, personificaba el retorno de la alianza social que tradicionalmente había gobernado al Ecuador con las desastrosas consecuencias por todos conocidas. Un país con grandes mayorías nacionales secularmente sumidas en la pobreza, con índices de desigualdad y exclusión económica, social y cultural aberrantes. Una nación víctima de la insaciable voracidad de banqueros y latifundistas que saqueaban impunemente a una población que tenían como rehén y que, en su desenfreno, provocaron la megacrisis económica y financiera de 1999. En un alarde de falsificación de los hechos históricos a esa tremenda crisis la denominaron, amablemente, “feriado bancario”, a pesar de que en su vorágine acabó con la moneda ecuatoriana, que fue reemplazada por el dólar estadounidense, y provocó la estampida de unos dos millones de ecuatorianos que huyeron al exterior para ponerse a salvo de la hecatombe.
Son varios los factores que explican este alentador resultado, para Ecuador y para toda América latina. Uno: los traumáticos recuerdos del 1999 y el descaro con que los agentes sociales y las fuerzas políticas de aquella crisis –antes que nadie Guillermo Lasso– proponían la adopción de las mismas políticas que la habían originado. La candidatura de la derecha manifestó que ampliaría los márgenes de autonomía de las fuerzas del mercado, reduciría el gasto público, privatizaría la salud y la educación, bajaría los impuestos y acabaría con la hidra de siete cabezas del supuesto “populismo económico”. La política social sería recortada porque sin decir cómo, Lasso aseguraba que crearía un millón de nuevos empleos en cuatro años, pero se cuidó muy bien de notarizar esta promesa en el programa de gobierno que, tal como lo prescribe la legislación electoral, inscribió ante un escribano público. En el terreno internacional, Lasso declaró que cerraría la sede de la Unasur, entregaría a Julian Assange a las autoridades británicas y se alejaría de todos los acuerdos y organismos regionales como la Unasur, la Celac y el ALBA.
Dos, el intenso trabajo de campaña hecho por el binomio Moreno-Glas, que le permitió establecer un profundo vínculo con la base social del correísmo y de llevar a cabo, de nueva cuenta, una extenuante recorrida por las 24 provincias del país, afianzando una presencia territorial y organizacional cuyos réditos fueron evidentes a la hora de abrir las urnas. Otro factor explicativo, el tercero, fue el apoyo de Correa y su denodado esfuerzo por apuntalar con una vertiginosa dinámica gubernamental, la campaña de la fórmula oficialista. Si algo hacía falta para ratificar el carácter excepcional de su liderazgo era esto: una victoria inédita en la historia ecuatoriana porque nunca antes un gobierno había sido reelegido al cambiar la candidatura presidencial. En línea con esto hay que recordar que en la primera vuelta Alianza País había obtenido la mayoría absoluta de los diputados a la Asamblea Nacional y que un 55 por ciento de la ciudadanía votó a favor de la propuesta del gobierno de prohibir que los altos funcionarios y gobernantes pudieran tener sus dineros invertidos en paraísos fiscales. En otras palabras, apoyo interno en lo institucional y en el plano de la sociedad civil no le faltará al nuevo presidente.
En los días previos predominaba en los ambientes de la Alianza País una profunda preocupación. Las encuestas no estaban arrojando los resultados que se esperaba y ponían en cuestión el entusiasmo militante con que Moreno y Glas eran recibidos en todo el país. La campaña de terrorismo mediático fue de tal magnitud y bajeza moral, y este es el cuarto factor que hay que tomar en cuenta, que hizo que el votante aliancista temiese manifestarse ante las preguntas de los encuestadores. Las acusaciones lanzadas en contra de Correa y Glas eran tan tremendas como carentes por completo de sustancia. Lo significativo del caso es que la derecha acusaba en los medios pero se abstenía de hacer una denuncia en los tribunales. Como dijo uno de los observadores en la reunión con la gente de Creo-Suma: “no queremos chismes, aporten datos concretos”. Nunca lo hicieron. Pero, abrumada e intimada por esta artillería mediática (que contó con la activa colaboración de algunos “dizque periodistas” argentinos, en realidad agentes de propaganda al servicio de las peores causas) y por las veladas amenazas de los profetas de la restauración, una parte significativa de los encuestados se definían como “indecisos” cuando en realidad no lo estaban. La verdad salió a la luz a partir del escrutinio.
En una nota anterior decíamos que esta elección sería la “batalla de Stalingrado”, porque de su desenlace dependería el futuro del Ecuador y de América Latina. Una derrota daría pábulos a la derecha regional y aceleraría la modificación regresiva del mapa sociopolítico sudamericano, fortaleciendo a los tambaleantes gobiernos de Argentina y Brasil, protagonistas fundamentales del actual retroceso político, y refutando la tesis de algunos analistas agoreros que se apresuraron a decretar el “fin del ciclo progresista” mientras el finado seguía respirando. La victoria de Alianza País confirma que la lucha continúa, que los traspiés experimentados en fechas recientes son sólo eso, que el viejo topo de la historia continúa su labor y que aquí, en la mitad del mundo, un pueblo consciente tomó el futuro en sus manos y dijo “ni un paso atrás”. Como lo afirmara Correa, hicimos mucho pero queda mucho más por hacer. Haber ganado esta batalla crucial es una gran noticia no sólo para los latinoamericanos sino para todos quienes, en el resto del mundo, pugnan por poner fin a la barbarie neoliberal. ¡Salud Ecuador!