Era la dueña de su cuerpo desnudo, no había límite al bies ni tafeta plisada que lo tapara. En los primeros años del siglo veinte Anne desnuda posaba para sí misma. De mármol, tamaño natural –si Edith Nesbit describiera el gesto–, su cuerpo se exhibía a veces recostado, a veces de pie, a veces en sombras, a veces diáfano, sobre las piedras altas que alineaban al agua de algún lago californiano en rol de tierra y cielo. Desnuda en la naturaleza respirable, el cuerpo de Anne, como si tardara el tiempo en pasar, acomodaba etérea la densidad de la escena atrapada.
El poder de la naturaleza unido al poder de su cuerpo libre rompía las cadenas de miedo que según Anne unía a las mujeres y evitaba su desarrollo, “el miedo es la gran cadena”. Cuando la era Victoriana balanceaba su adiós en una hamaca moderna Anne Brigman inauguró un nuevo modo de fotografiar un desnudo femenino: el autorretrato. El autorretrato de su desnudez instituye un acto revolucionario registrado un siglo después por curadoras que aseguran que fue una de las primeras mujeres en sacarse fotos desnuda.
No estaba sola, cuando la cámara no la enfocaba a ella, enfocaba a sus hermanas y a sus amigas. En la luz filtrada entre los árboles y en el brillo del agua se repiten como símbolos y despliegan su independencia y su capacidad para enfrentar y modificar cánones e imposturas. En esas vueltas y rodeos de buen alarde ella es parte del tronco del árbol y las raíces del árbol son parte de ella. Pero la fotógrafa poeta, fotógrafa pintora, no solo creaba ese clima en el enfoque iluminado, también dibujaba y rayaba sus negativos para conseguir la escena ideal, barrido primordial en busca del halo deseado.
Anne Wardrope Nott nació en Hawaii, vivió en California, se casó con un marino (Martin Brigman) que tenía veinte años más que ella y con quien navegó por el Pacífico (dicen que en uno de esos viajes sufrió un accidente que provocó la pérdida casi completa de su pecho izquierdo y que de ser cierto aquella pérdida no se interpuso en su deseo de fotografiarse), se divorció, tomó su primera fotografía a los treinta y dos años, salió a la intemperie salvaje con su Kodak, vivía con muchos pájaros y un perro, no hizo fotografía comercial, expuso en galerías de arte e inspiró a que otras mujeres también lo hicieran y fue parte de Photo-Secession con Alfred Stieglitz.
Dejó la fotografía a los sesenta años, cuando sus ojos enfermaron y publicó un libro, Song of a Pagan, poco antes de morir, “Las brujas / Invictas / Hacia adelante/ La fuerza de la soledad / Solsticio (…)”. En una de sus fotos, un descubrimiento de lo inmóvil cuando sentencioso está a punto de convertirse en velocidad, una imagen etérea de 1908 a la que algunxs llaman “El espíritu de la fotografía”, una mujer, una cámara y una burbuja flotando marcan el borde de abismo recelado y protegen el fragmento de un presente que oscila con la última sílaba de alivio entre los otros dos tiempos que lo arrinconan. La vida entera que no cansa. Extraordinaria.