Quien haya leído a Pedro Lemebel lo sabe: en sus libros, sobre las cicatrices, se incrustan perlas. Con el lenguaje tiende manteles para encandilarte. Se mueve ahí en zig zag mientras deja sangrar por debajo el corazón de sus crónicas, que son trazos de carne trémula y de ciudad oculta. Ahí en el dorado detrito sitúa su compromiso político de izquierda intransigente, enojado con una democracia originada en pacto de élites, contra la que viene estallando Chile. Y sale al rescate de las maricas populares que se devanecen en el modelo gaycito neoliberal chileno. En toda su literatura, en su verba pública, el fondo herido de su país suena como música en la superficie. Y esa música sangrante nunca deja de sonar. Por eso atacaron hace poco un mosaico en su homenaje; le borraron los ojos y la boca, como a la primera línea de manifestantes.
UNA NOVELA ROSA
Roberto Bolaño, un poco para provocar, dijo que Lemebel, a pesar de no escribir poesía, fue el mejor poeta de su generación. Las próstatas literarias de Chile enmudecieron. Pero Bolaño sostenía, también, que, comparada con sus crónicas, Tengo miedo torero le parecía un producto cursi, menor. Por supuesto, el otro, que no se callaba jamás, le respondió: claro que se trata de una novelita rosa, un folletín engarzado en un evento histórico. Un homosexual viejo, una loca de antes, que se enamora de un chongo guerrillero que la involucra en el atentado a Pinochet de 1986, a su pesar, y no tenía que ofrecerle a cambio más que agradecimiento y cierta ternura masculina. Lemebel no tenía problemas en admitir en el texto un intenso parentesco con El beso de la mujer araña.
Pero si hubo cierta transa argumental con Puig, Tengo miedo torero acredita, en cambio, elementos autobiográficos: la novela, la única que escribió Pedro -él se desinteresaba de la ficción, y más de las largas- se inspiró, en parte, en un episodio que lo tuvo como heroína menor, porque, del mismo modo que el protagonista -La Loca del Frente- él también parece haber escondido en su casa “un algo” para el atentado fallido que urdió el Frente Patrótico Manuel Rodriguez. La Hiriart, la esposa del dictador, afirmaba que Pinochet salió ileso “gracias a la interseción de la Vírgen del Carmen”, devenida protectora del automóvil, aunque los custodios murieron.
¿TRINCHERA O LAGRIMON?
En el intercambio incómodo sobre la novela entre los dos escritores de estos tiempos más famosos fuera de Chile (Bolaño fue el mentor de Pedro en Europa) pareciera emerger una disputa entre las elecciones culturales de trinchera y el gusto popular por el lagrimón que, creo, se renovó con el reciente estreno por streaming de la película de Rodrigo Sepúlveda, basada en el libro, sobre un primer guión del propio Lemebel, luego reversionado. Un éxito en Chile, donde no hay mucha afición al cine local, y también fuera de las fronteras, contrabandeada a través de distintas plataformas.
Resulta que la versión cinematográfica de Tengo miedo torero dejó abierta una grieta (uso el vocablo con acento argentino, como tropo donde las facciones militan criterios absolutos). Los enfadados sostienen que Sepúlveda no consiguió fraguar el deseo -la cámara no se enamora de la loca, se dijo, ni ella de la cámara- ni estalla la molotov que Lemebel supo imprimir sobre el orden de la muerte pinochetera. Lo que más irrita es que no aparecen, como en el libro, Pinochet ni su esposa; sienten que se ha mezquinado la sal.
Todo eso puede ser cierto. Pinochet y Lucía Hiriart eran tan importantes como La loca y el guerrillero; los cuatro eran el contrapunto fundante en la novela, pero percibo que ese juego de espejos está narrado por Pedro en dos registros. Los diálogos del dictador con la mujer, o de esta con su célebre modisto Gonzalito (Pedro creyó, mal, que esta loca acomodaticia se asemejaba en parte a Paco Jamandreu) son delirantes, más de Copi que de Puig. Siento que no cabían en la misma película, tal como la concibió Sepúlveda.
Sepúlveda ni se acerca a Lucrecia Martel llevando Zama al cine. Martel creó un universo mestizo todo suyo con la trama de Di Benedetto. Un barroco espectral litoraleño y pobre. No fue para el gran público. En cambio, el chileno tomó la pura anécdota como el eje de su mundo cinematográfico; las frases poéticas que Lemebel solía decir públicamente y que fascinaban auditorios. Hizo una película de género, con un libro que, más por la trascendencia del autor que por el texto, le quemaba las manos. Pero lo cierto es que generó lágrimas y, sobre todo, un éxito de taquilla.
Hay, además, otra disputa generacional que agregar: cuánto de esa experiencia de viejo loquerío, y el disfrute de la identificación que produce, puede escapársele a las jóvenas. Digo, en el personaje de La Loca encuentro, como otras lo hacen, a las maricas del antiguo régimen que conocí y que me hipnotizaban apenas desové por primera vez en la escena homosexual.
DEL LADO DEL BOLERO
Sabrán odiarme quienes se sintieron traicionados por Sepúlveda, pero he de quedarme esta vez del lado del lagrimón y el bolero e insistir que, en la película, Pedro vive cuando pinta los cruces, la mayoría de las veces fracasados, de las locas con la izquierda. Un buen motivo para que las jóvenas visiten a través de la película modos de vida y de vínculación entre opuestos que fueron desapareciendo bajo el imperio de lo idéntico. Lemebel es el significante que, grafiteado en un muro de Santiago, reconocen los cabros como puente entre las luchas del pasado y las revueltas del presente. Entre la loca pobre de antes y el gay acomodado.
El chongo, para la loca, es un elemento fugaz de su deseo. Su falta esencial sobre la que gira la fatalidad y la ironía. Pero también, a veces, la vía vitalista hacia el coraje, si pinta, que puede trocar autoindulgencia (“no me gusta la realidad, me da miedo”, le dice a Carlos) por aprendizaje revolucionario. Porque, oprimidas por los que mandan, fuimos las maricas, en ocasiones, valientes y alzadas. Todo eso está en la película.
Como en el poema de Néstor Perlongher Porqué seremos tan hermosas,La Loca del Frente se vuelve sirena, pero se dejará hundir en el estanque por el monstruo al que le abrió la puerta. Todo chongo, como Carlos (su nombre quizá sea falso, como solían serlo también en el locario previo al Orgullo), es en potencia un monstruo. Porque, amándolo, “nos dejará debiendo, como la vida, el amor que inventamos para él”. Es el que, fingiendo dormir, se dejará abrir la bragueta creyéndose por eso complaciente, y aprovechará el gesto penumbroso para derramarse en la boca desdentada de la enamorada. Fragilidad mimética, esa, que nos permea en la angustiada canción final de Pedro Aznar.
Entre el viejo saber homosexuado y la complicidad a regañadientes con la revolución, avara con las peluqueras o costureras (“esto lo hago solo por tí”), se inscribe Tengo miedo torero y así se completa con bordados el célebre Manifiesto. Hablo por mi diferencia. Un lugarcito para las locas en el tren revolucionario, se pide.
Si la emboscada a Pinochet le había fallado a los guerrilleros, también le falló a La Loca, que se quedará sola, pero ya como paria consciente. Quizá haya fallado, también, Sepúlveda en su pingüe versión cinematográfica, pero en todo caso, testigo yo de su error, logró sin embargo que, con Alfredo Castro, se me piantara el lagrimón novelero del desamparo. Algo funcionó. Algo que jamás con William Hurt en El beso de la mujer araña. Como solía decir Adelaida Gigli, no hay que dejar que a una la enceguezca la lucidez.