Luego del extenso making-off del culebrón de productoras pugnando por derechos, de un ir y devenir de directores y elencos, casi dos décadas después, traducida a lenguaje celuloide, llegó Tengo Miedo Torero (2001), la única novela de Lemebel.

Su exhibición online ha contado, solo en Chile, con más de 200 mil espectadores en una semana, surcando una grieta entre panegíricos y detractores, entre incondicionales del internacionalmente reconocido protagonista, Alfredo Castro, y los fans del escritor. Tengo miedo torero evidencia debilidades e incongruencias en su guión. El hilo narrativo se desbobina a cada rato y pierde continuidad argumentativa. No menos escozor ha causado en ciertos sectores críticos de la comunidad LGTBIQ. Y además, reacciones entre la sociedad comercial de los productores que amenaza con querellas a las locas bucaneras que han pirateado la película antes del estreno formal. Película/Detractores, Productores /Viudas de Lemebel, no impide articularnos y relacionarnos más allá del sí o el no, del nosotros o el vosotros, pero, como dice la frase de la novela:Si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame. Ahí voy a estar yo en primera fila” Y como la repiten por ahí, parafraseada: “Si algún día haces una película que incluya a las locas, avísanos. Ahí vamos a estar las viudas odiosas de Lemebel, en primera fila”.

¿DONDE ESTA EL MATRIMONIO PINOCHET?

Ricardo Sepúlveda, guionista y director, asegura que su película es una adaptación, lo cual debiera librarlo de toda imputación al haber tijereteado la trama original. Pero en esta nota no se salvará. Sobre todo porque ha suprimido, sin miramientos, a la otra pareja protagónica –Pinochet y su mujer- que en sus diálogos (más bien los monólogos hilarantes de Lucía Hiriart) portan la ácida ironía de la lengua lemebeliana contra la dictadura. Vayamos a un ejemplo: la escena de la novela en la que Lucía Hiriart divisa por la ventanilla del auto aquella figura ambigua junto al joven en un picnic, no es una mera excusa, ni se debe reducir a un diálogo satíricamente sazonado, es más que un símbolo, es acción y hondura. Tal como en la película lo es, el gato negro que se cruza en la noche que Carlos deja a la Loca a la puerta de su casa al conocerse. En estos intersticios del relato, por esos insights, se cuela, el destino que baraja en un mismo mazo el cruce de ambas parejas, las que viviendo en el mismo tiempo y espacio, viven en dimensiones distintas. Ese destino que Lemebel supo dejar en evidencia y que funde atentado contra Pinochet y amor entre Carlos y La Loca en un solo acto fallido.

“Todas las citas de cuando Pinochet y Lucía iban en el auto, las borré (…) siento que no merecen ser parte de una película tan linda” –declara Sepúlveda a un medio. La amputación efectuada, borra la polifonía de conciencias y borra el sentido especular de ambas parejas que cumplen roles iguales: Carlos, arquetípicamente masculino como detentor del poder, es homologable a Pinochet, como la Loca icónicamente parlanchina lo es a la Lucía.

Resumiendo: estamos asistiendo a otro descafeinamiento más de la obra y figura de Lemebel, elaborado por formatos audiovisuales posteriores a su deceso (a excepción del capítulo que le dedicara la culturalmente exitosa serie televisiva “Réquiem de Chile”).

MUSICA DE OTRO TIEMPO… Y OTRO AUTOR

La película porta varios referencias a tiempos pasados, aunque no todos coinciden con el “tiempo lemebel”. El in media res del show inicial retrotrae al comienzo de Cabaret (Bob Fose). La coreografía colegial de las cuatro amigas se acerca mucho al coro de fans de Letal, de “Un Año de Amor” de Tacones Lejanos. El playback de Paloma San Basilio, de los momentos más bajos e innecesarios del film, evidencia una investigación deficiente. Lemebel no escuchaba ni loco a esa cantante, monárquica por convicción propia y por su relación sentimental con el rey. Para colmo, a pocos días de exhibir el tráiler musicalizado con la canción, una marca de gas licuado usaba la misma para una propaganda. Faltó la Nueva Ola, la banda sonora de Lemebel en sus crónicas radiales, excepto “Invítame a Pecar” de Paquita del Barrio y “La Llorona” por Chavela, ninguna de las cuales sonaba en Chile en la época del relato. No se conocieron hasta muchos años después cuando él mismo popularizaba en su programa Cancionero a Paquita, y en España Almodóvar reactualizaba a Chavela. “Si no hablamos”, composición del gran músico y cantante Perdro Aznar, a dúo con el chileno García, logra un alto fiato armónico, es una muy buena canción, que poco tiene que ver con la película.

Una buena: en el aire, airoso suena el pasodoble “Tengo miedo, torero” (las tres palabras de contraseña para algún caso de clandestinidad) en la voz de Lola Flores, y ella lo torea, sin capote pero con el mantel que borda; en ese mismo momento, antecedido por el paso y el atronador ruido de la sombra del helicóptero dibujado en el pasto, pasa la caravana escoltada de Pinochet. ¡Qué mezquina la película que nos regala tan pocos momentos como este!

LAS TRAVESTIS DISFRAZADAS

Las travestis, interpretadas por hombres disfrazados como patéticos caricatos de carnaval brasileiro, no lograrían ocupación a su penoso acto ni en circo pobre de arrabal, apócrifamente imaginadas por tan obvia insensibilidad actoral. Se cee interpretar o imitar la identidad disidente pero no. De cara a la derogación de la esclavitud colonialista, el mercado neoliberal no deja nicho cultural sin apropiar, menos en Chile, laboratorio de gestación subrogada, vientre de préstamo donde no solo se usurpan los íconos de pueblos originarios para mercadeo, sino también se mediatizan las disidencias minoritarias. Esta película trata homosexualidades desde un estereotipado punto de vista cis y heterosexual. Por más que el tema lo encubra, por más que imbrique homosexuales en su realización, el inconsciente patriarcal siempre está permeando todo, la sociedad y la cultura, siempre heteronormando. Si Pedro viviera, habría vetado a Luis Gnecco, no solo por su fatal estética con que encarna equívoca y caricaturescamente a Myrna, sino por su zigzagueante coqueteo entre centroizquierda y derecha piraña. No en vano Lemebel -por ética y consecuencia- rechazó los recados seductores a la puerta de su casa, vía Benjamín Vicuña como posible Carlos, para solicitar los derechos, mandatado por el destacado cineasta Pablo Larraín, director, productor y guionista, con nominaciones al Oscar. Se los denegó por el solo hecho de ser hijo de Hernán Larraín, político de la derecha más pinochetista (UDI), ministro de Justicia y DD. HH. en el actual gobierno de Piñera. (Algo así como cuando Doña Lucy pregunta: “¿No crees tú que este traje chanel color carne es muy violento para aparecer hablando sobre el hambre?”)

ALFREDO DE CASTRO Y EL MINIMALISMO

Alfredo declaró que en la investigación de su personaje, su informante secreto -un íntimo amigo ¿o amiga? de Lemebel- le aconsejó que por ningún motivo lanzara plumas en su personificación. Lo que para muchos redunda en una actuación a ratos muy contenida o intermediada por una dinámica de actuación teatral. A la Loca que él intepeta, a veces cuesta relacionarla con la de la novela: esta es empoderada, parece sospechar y entender lo medular de la situación en la que se interna desde un principio mientras que el personaje de la novela es mucho más complejo: la original opta por ignorarlo

La loca es el Tereso, el Marcha-atrás, un Puto viejo de barrio. La folclórica manifestación en retirada del homosexual afeminado latinoamericano, en contraposición a la construcción narcisa y primermundista de lo gay, funcional al sistema de consumo. Tampoco es la trans-yegua, la quimera cyborg devorando mortales hipnotizados por enigmas identitarios entre las sombras de la ciudad del Apocalipsis. Si el nodo del drama de Cobra, la travesti casi perfecta de la novela de Sarduy, es el tamaño de sus pies, en Tengo miedo torero, lo que a ratos desbarata la simulación que imprime en la Loca es la tonalidad de la voz eludiendo los giros del ritual fónico, que cual soplo de vida, otorga sentido completando performativamente la obra de reparación de género deseada/simulada. La inflexión vocal es lo primero que devela el constructo travesti. No se opera, es difícil de maquillar. Contrasta el matiz fónico de Lemebel, previo a su laringectomía, con el del personaje de Castro, que hace uso de un homovocalismo de matiz oscuro, monocromáticamente abaritonado, con pasajes permeados de la técnica propia del teatro, declamatoria. Economía, o mejor dicho avaricia en registros posibles y diversidad o amplitud de rangos fonológicos.

Hay momentos de excepción: cuando el actor desenreda sus trenzas de los consejos de desinformación de quienes nunca fueron testigos de la gestación del personaje de la loca, se transfigura, trasciende esa femineidad a veces ilegitima. Son los momentos cúlmines más potentes y genuinos del film; su Loca embarga de ternura al espectador. Logra carnavalizarse en la fiesta del disfrute cuando se seduce a sí misma jugando a seducir a Carlos, nominándose a la vez que deconstruyéndose con diferentes motes al responder “Yo no tengo nombre”.

EL ELENCO: MEXICANOS Y ARGENTINOS

Sin duda, un personaje muy destacado en su factura es la vecina, interpretado por Amparo Noguera. Por su parte, Leonardo Ortizgris, el actor mexicano que hace de Carlos, ha sido blanco de críticas, no solo porque muchos rechazan la decisión comercial del director de poner a un mexicano en un rol que no podía no ser chileno, sino por parecer más bien un estudiante eterno, de esos que con más de 40 aún no egresan ni de una carrera corta. Carlos, en la novela es bastante joven. Las edades se han extendido en el film. La desvirilizacion o asexualidad de los años no bastan para calzar los tacones de la ambigüedad, como tampoco el mero hecho de cortarse la barba torna imberbe a un adulto.

Digamos una buena: en algunas escenas, Carlos resulta más verosímil -le ayudan los tequilitas-, le abandona el ceño preocupado del que trasunta vivir bajo estado de continua tensión.

Para otros, Ortizgris no logra crear vínculo con su enamorada borgeana, a la que aún le cuelga La Intrusa. Junto a la actriz Julieta Zylberberg como Laura (¿la comandante Tamara?), a la que su breve intervención no le permite rehuir a la maqueteada guerrillera izquierdista, dura e impenetrable, que fuma mucho; tienen la difícil misión (más aún que la de los históricos, matar a Pinochet) de convencer al público chileno de que los altos mandos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, brazo armado del PC, eran mexicanos y argentinos. ¡Andá!