De celebrar al kimono en todo su esplendor va la despampanante muestra que, por estos días y hasta fin de mes, engalana las salas del Victoria & Albert Museum, en Londres, donde cientos de piezas proponen trazar la rica historia de una “prenda dinámica y en constante evolución”, en palabras de la curaduría. “Que perdure su forma aparentemente sencilla, en T, confeccionada a partir de grandes piezas rectangulares, no significa que el kimono sea inmutable: hemos puesto la lupa en su fluidez como ícono fashion”, arremete la experta Anna Jackson, que junto a Josephine Rout está a cargo de esta exposición consagrada al objeto estelar. Revelar su impacto cultural y social desde 1660 hasta la actualidad, tanto en su Japón de origen como en el resto del mundo, es la expresa misión que persigue Kimono: de Kioto a la pasarela, la mayor exhibición dedicada a este ropaje en UK, que aunque debutó meses atrás, tuvo extensa pausa por Covid y sólo recientemente puede visitarse in situ. Para auténtico deleite de quienes entienden que no son sólo obras maestras de las artes aplicadas: se trata en verdad de maravillas del arte en general, con su arquitectura, su ornamentación, sus primorosos motivos… Ya lo dijo el venerado maestro Kunihiko Moriguchi, declarado tesoro nipón viviente por sus exquisitos modelos ceremoniales que aúnan tradición y modernidad (técnica de estampado yuzen, del siglo XVII, para diseños geométricos abstractos): “El kimono debe lucir en tres y en dos dimensiones: tanto cuando se viste como cuando cuelga de su percha recta”.

Diseño de Moriguchi, 2005

Tanto se ha lucido que inexorable ha sido el flechazo en otras latitudes, como se encarga de subrayar la expo, donde conviven delicadas versiones de antaño con interpretaciones libres, contemporáneas… Como aquella color cereza que usara Freddie Mercury, la adoptada por David Bowie con estilismo andrógino o el traje jedi de Obi-Wan Kenobi para el primer film de la saga Star Wars. “Precisamente por la simplicidad del patrón, donde la forma del cuerpo es irrelevante y el armazón de tela se ajusta a partir del drapeado ceñido por un amplio cinturón, el kimono puede ser desmontado y reconstruido de muchas maneras”, insiste Jackson sobre este símbolo de refinamiento chic japonés que ha germinado a lo largo y ancho. Para prueba, vale observar cómo inspiró libremente a modistos de la talla de Paul Poiret, Mariano Fortuny, Madeleine Vionnet. A Cristobal Balenciaga, a Yves Saint Laurent. O aún más cerca en la cronología de la alta costura, con más y menos licencias, a John Galliano, a Alexander McQueen (suyo el inolvidable modelito que Björk lleva en la portada de su álbum Homogenic), a Jean Paul Gaultier (Nothing Really Matters, ¿verdad Madonna?), a Duro Olowu…

Björk en su Alexander McQueen

Nótese que, durante el 2019, Giorgio Armani se pegó una vueltita por el taller de Genbei Yamaguchi, en Kioto, que corre hace diez generaciones, y salió… cinco horas después. Al ser preguntado el artesano GY si le preocupaba que marcas como Chanel o Nike, que también lo habían visitado, copien su obra, pegó flor de risotada: el nivel de destreza es tan raro y complejo, dijo, que no podrían hacerlo ni aunque trataran. ¡Kanpai! (¡Salud!). Nótese además que la nueva colección de Christian Dior, presentada días atrás, tuvo a un “kimono de entretiempo” como pieza estelar entre siluetas fluidas, como opción de abrigo…

La fascinación dista de ser algo contemporáneo: la sociedad europea ya había sucumbido a los encantos del kimono más de tres siglos atrás. “Retratos de aristócratas de ambos sexos luciendo vestimentas que beben de sus hechuras son el reflejo del inicio de la exportación de kimonos al Viejo Continente por los mercaderes holandeses a mediados del siglo XVII. Los crecientes intercambios con un mercado japonés más abierto -y que también empezó a importar tecnología extranjera para su industria textil- acabaron sellando en Europa la tendencia de una moda potenciada más tarde por los pintores impresionistas y sus batas-kimono para escenificar un espíritu bohemio y vanguardista”, recuerda la periodista española Patricia Tubella. También hay que decir que el kimono fue adaptado en el siglo pasado, en Occidente, como bata de entrecasa o robe de chambre por mujeres y varones.

Furisode, 1905–20

Aunque, ojo, tampoco es un viva la pepa: notorio el enfado que, el pasado año, despertó el intento marketinero de Kim Kardashian por bautizar su marca de ropa interior modeladora con el término “kimono” -un juego de palabras con su nombre, diría la entrepreneuse-. Terminó desistiendo al viralizarse la tirria oriental bajo el hashtag #KimOhNo, a la que se subió inclusive el alcalde de Kioto, Daisaku Kadokawa, expresando su preocupación porque “se difunda una mala interpretación de nuestro traje emblemático”. Más que justificadas las alertas niponas, con miras a la larga, larguísima tradición occidental de exotizar y sexualizar tanto a las mujeres asiáticas como a la prenda en sí misma, a menudo atada con alambre reduccionista a la figura de la geisha (limitada ella misma a un injusto estereotipo, cuando son mujeres formadas en artes, danzas, ceremonia del té, ikebana, caligrafía, literatura para sus conversaciones de alto nivel. “Están al servicio de los clientes pero no crudamente sino a través de toda esa puesta en escena muy refinada que, por cierto, es carísima”, decía al respecto la experta Amalia Sato consultada por Las12 años atrás).

El término kimono, por cierto, deriva de ki (vestir) y mono (cosa), léase “lo que se viste”, y recién fue adoptado tal como lo conocemos actualmente a mediados del siglo XIX. Dicho lo dicho, y a modo de sucinto racconto, se considera que el kimono habría sido importado de China alrededor del VII, que tiene su antecedente inmediato en el kosode (ligeramente diferente en cuanto a proporciones), que se utilizaba originalmente entre clases humildes o como prenda interior de aristócratas. Es a partir del período Edo (1630-1868) cuando gana terreno -y estatus- como traje ornamentado para hombres y mujeres de todos los estratos: telas, motivos, colores refieren a la condición política y social, al estado civil, a la edad… En esos tiempos de estabilidad económica y política, la floreciente clase comerciante se expresa a través de la moda, traccionando nuevos estilos y nuevas técnicas. La élite gobernante no ve con tan buenos ojos que las sedas les compitan; entonces, restringen livianamente ciertos materiales y tintes. Pero ya es tarde, proliferan suntuosos modelitos entre cortesanas, intérpretes kabuki, etcétera.

Kimono, Kioto, 1800 – 30

En los talleres, virtuosas las manos dan curso a hilos de seda, fibras de cáñamo, ortiga, morera. Tafetán, sarga, satén, crepé, gasa, entran en juego. A la par que van desarrollándose pigmentos, a veces de abono vegetal espolvoreado con sake, a veces oscurecidas las telas con pasta de arroz… Entre las técnicas que se exploran, y aún persisten, el kyo-kanokoshibori (de desteñido de Kioto), el kyo-komon (de teñido “komon”), el kyo-kuromontsukisome (de teñido en negro)… La pureza de la forma en T convive con una decoración minuciosa, decididamente simbólica sobre seda, lino, algodón. Motivos específicos indican virtudes o atributos; también se vinculan a la ocasión o la temporada, sea una boda, el ritual del té, distintas festividades. Los colores tampoco son arbitrarios: los tintes, según la tradición, encarnan el espíritu de las plantas de las que se extraen, además de transferir a la tela sus propiedades medicinales. “El índigo, por caso, deriva del género de las Indigoferas, muy recurridas para tratar mordeduras y picaduras; de allí que se considere que una tela en este tono repele tanto serpientes como insectos”, ejemplifica el V&A Museum en su enjundioso catálogo. Emparentados, además, con la dimensión cosmológica del fuego, el agua, la tierra, la madera, el metal: “El negro, de hecho, corresponde al agua, al norte, al invierno y a la sabiduría”.

La naturaleza es fuente inagotable para elevar estos rectángulos de tela con costuras rectas: el pino, el bambú y el ciruelo, por caso, se conocen colectivamente como los “tres amigos del invierno”, shōchikubai, y son símbolos de longevidad, perseverancia y renovación. No es casual: el pino, siempre verde, vive mucho rato; el bambú se dobla con el viento, pero no se rompe; el ciruelo es el primer árbol en florecer cada año… Entre las aves más representadas, la grulla: se cree que vive mil años y habita la tierra de los inmortales, símbolo de longevidad y buena fortuna. Tampoco falta poesía en los diseños que, si presentan intrincados paisajes, suelen referir a historias de la literatura clásica o a leyendas de corte popular. Que invariablemente involucran a personajes, sobra decir, aunque sea inusual que haya figuras humanas representadas en el kimono. “En cambio hay objetos que sugieren su presencia; unos abanicos caídos, por ejemplo, aluden a amantes en pena”, según la institución brit.

Kimono de exportación, 1905-15

En la muestra, un kimono confeccionado en Kioto durante el siglo XVIII -cuando vía complejidad técnica y mucha, mucha paciencia, esta expresión artística alcanza su pico decorativo- está adornado con una elegante caligrafía que deletrea las primeras palabras de un poema ¿Tempranísimo precursor del eslogan de camiseta?, se preguntan voces en tema… Una capa más de las muchas que revisten a este traje inoxidable que, como bien postulase Sophie Makariou, directora del Museo Nacional de Arte Asiático en París, es prenda escénica, narrativa, semántica….

Traje de Obi-Wan Kenobi, Star Wars

Una de las expresiones más decantadas de la rica historia textil de Japón, el kimono es auténticamente unisex desde sus orígenes en Kioto (epicentro aún de esta forma artística). El hábito hace tanto al monje como a la monja, sentador para hombres y mujeres por igual, en tanto no intenta coincidir con la morfología humana. Sólo por los colores, los bordados, la ornamentación es posible discernir entre la versión masculina y la femenina. Al no ceñirse a la forma del cuerpo, su construcción recae en el modo en que se lleva: suelto y flexible, se vuelve restrictivo una vez que se cierra con la banda obi, tela que oficia de cinturón o corsé, y que mantiene la espalda recta. Sus mangas largas (tanto que a veces acarician el suelo) también dictan la forma de moverse, de sentarse, de levantarse. Todo induce al gesto mesurado, de más está aclarar.

“A medida que su uso real disminuye, su estatus simbólico se expande”, subraya Jackson, advirtiendo que hoy día habitantes del imperio del Sol Naciente reservan el kimono para ocasiones especiales. Sea el moderno furisode para jóvenes solteras, el tomesode para casadas, entre otras alternativas. Atienden con especial esmero a elecciones adyacentes: como el obi -de unos 4 metros-, los peines, los abanicos, las horquillas…