La epifanía surgió mientras me lavaba las manos. Caí en la cuenta de que hace meses, desde que empezó la cuarentena, no me pinto las uñas para poder ver con claridad que estén limpias. Yo, que me sentía desnuda sin esmalte y jamás hubiese imaginado elegir esa opción sin sentirme mal al respecto. Pero la pandemia nos obligó, a los que tratamos de cuidarnos para no contagiarnos ni contagiar a terceros, a buscarle la vuelta a esta nueva etapa. Y si bien huelga aclarar que estamos viviendo un momento trágico en la Argentina y en el mundo, mentiría si no reconociera que la sobreadaptación a la imposibilidad de vivir como antes me llevó a implementar cambios positivos que espero perduren cuando todo esto quede atrás.
A veces, me desconozco para bien. Yo, que podría encabezar el récord nacional de pago y abandono de gimnasios, me compré un mat y empecé a hacer yoga con toneladas de escepticismo y el indispensable apoyo de una "gurú" rusa que vive en Chile a la que sigo por youtube. Ya la siento mi amiga: practico a diario y puedo agacharme y apoyar la palma entera de las manos en el piso, manos de uñas sin esmalte. Desde hace años, mi mejor amiga me hablaba del beneficio del yoga, pero yo creía que no era para mí. Y confieso que siempre me burlé con cariño de todo aquello que sonara "hippie". La cuarentena me ayudó de derribar esa creencia: el yoga pasó a ser una adicción adaptativa.
Hay más: hacía dos años que necesitaba empezar una dieta y no podía. Un día me pregunté si el encierro no sería una buena ocasión para encarar el asunto, despejada la variable de las tentaciones que provocan las salidas a comer afuera. Como trabajo mucho, se me ocurrió también que pedir viandas podía servir para controlar las porciones y no perder tiempo en cocinar. La cosa funcionó y en seis meses bajé diez kilos. Formo parte del grupo de dos de cada diez personas que no engordaron en pandemia.
También me di cuenta, en el momento más estricto del encierro, de que casi todas las cuestiones vinculadas al cuidado personal las iba a tener que hacer sola. Y las hice. No voy a decir que me divierte, pero sí que tiene sus ventajas no pasar horas en la peluquería. Reconozco que el hágalo usted misma fue posible mediante la adquisición online de todo lo que fui necesitando. Y acá no puedo decidir si resolví un conflicto y a un tiempo me generé un problema: aprender a comprar online tiene sus riesgos. Tengan cuidado si son impulsivos.
La última ventaja es que a los 41 años descubrí los beneficios de ser ordenada. Yo, que me he llegado a olvidar carteras en taxis de distraída y siempre fui un desastre para la organización hogareña. Tal vez me haya pasado levemente de la raya: ahora no puedo dejar pasar un segundo sin lavar un plato o una taza después de comer.
Por no hablar del lavarropas, que se convirtió en mi electrodoméstico favorito. La explicación psicológica barata es que la pandemia es pura incertidumbre y el orden es algo que puedo controlar.
Claro que no todas son rosas. También me descubrí miserias. A algunos de los que viven solos les habrá pesado más la soledad. Los que convivimos, nos dimos cuenta de lo difícil que es tener que pasar las 24 horas de los 7 días de la semana con otro ser humano sin que se generen roces absolutamente normales. Muchas veces pensé demasiado en mis propias necesidades. Siempre es difícil ponerse en el lugar del otro, pero en pandemia lo es mucho más porque tengo la sospecha de que se activa algo así como un instinto de supervivencia que puede colisionar fácilmente con la sana y necesaria costumbre de ceder. Lo bueno es reconocerlo para pensar soluciones.
En el fondo, se trata de eso: la cuarentena me puso creativa porque no me quedó otra. En definitiva, es bueno desconfiar un poco de lo que creemos de nosotros. Si las circunstancias lo requieren o si lo decidimos realmente, podemos traspasar algunos límites que creemos infranqueables porque los convertimos en parte de nuestra identidad. Y la identidad es tranquilizadora. Parte de lo bueno de estar vivos es que lo que somos no está tallado en piedra y se puede intentar cambiar hasta el último suspiro.
Nobleza obliga, la pandemia no me hizo modificar la opinión respecto de dos cosas: creo que no está entre mis capacidades aprender a manejar ni dejar de fumar. Pero quién sabe, como dice una amiga española cuando algo parece imposible, "Torres más altas han caído".