Una piba se acuesta sobre el barranco a espaldas de Avenida Córdoba a escuchar música en el celular. No hay nadie cerca, al menos no en el radio "esencial": la distancia social está a salvo. Igualmente, un policía se asoma desde la entrada de la estación de subte lindera y le exige que, si quiere seguir ahí, se siente. La tarde está linda, el sol pega rico y la primavera invita a una siestita sobre el verde; el tema es que al lado hay un cartel que dice "Prohibido avanzar, pasto recién sembrado". Aunque el césped no tiene pinta de tal, la chica acepta. Igual, pasan unos minutos y vuelve a echarse.
Entonces ocurre lo esperable: el policía reaparece con menos amabilidad. Se genera un entredicho, los dos mueven mucho las manos y algunos se voltean a mirar. El efectivo se sabe observado, y para no levantar más bandera muta a un discurso condescendiente: "El problema es que si te dejo a vos, voy a tener que dejar también a todos los demás", tira. Aunque es la única en la zona del pasto no-sembrado.
A unos metros, fuera de la barranca, un tipo en cueros y sin barbijo se acomoda sobre la cornisa de barandas como si estuviese en una reposera. Dos policías cercanos a él no lo ven porque están entretenidos conversando con otro muchacho. La charla parece amable, intercambian historias como si se conocieran. El flaco empuña una lata de cerveza y tampoco tiene barbijo, ni en la cara, ni en el cuello, ni en la mano. De fondo, un banner de LED del gobierno porteño va sucediendo frases como "El esfuerzo que hicimos valió la pena" o "#CuidarteEsCuidarnos", mezclando lenguaje hashtag con narrativas de autosuperación.
Todo ocurre a las cinco de la tarde en pleno día de semana sobre Plaza Houssay, donde la flamante re-habilitación de mesas en patios y terrazas convirtió ese "Patio Gastronómico" en un hormiguero de pibes: por momentos conviven más de cien personas que comen, beben, dicen, ríen y fuman en un playón de unos cincuenta metros de largo, dotado de las refacciones inauguradas a mediados de 2019, tras meses de obras que mantuvieron cerrada la histórica plaza de estudiantes universitarios.
Alrededor del patio en ciernes, la Houssay sigue como en la época de la vieja (¿y querida?) normalidad: bicicletas por acá, monopatines por allá, mucha ronda de mates, unos runners por acá, algunos cirujas más allá, nenes jugando al fútbol sobre el playón (¿hay algo más triste que un deporte de pasto en el cemento?) y unas parejitas improvisando un cabeza-a-cabeza con una pelota mientras tres perros se atacan a diente limpio en una pelea digna de un video de @thedarksideofnature.
De fondo se yergue el Hospital de Clínicas, con sus tres murales gigantes sobre el atentado a la AMIA: la salud y la muerte mirando de reojo. Buenos Aires parece tener burbujas dentro de las cuales la pandemia no se asume como tal. Zona franca para la covid.
Será por el advenimiento del calor, la fatiga del encierro que duró lo que la temporada otoño-invierno, la angustia de vivir entre incertidumbres (la vacuna como un horizonte soñado pero aún inacabado), o por todo eso junto, pero da la sensación de que conceptos como "distancia social" o "cuarentena responsable" comienzan a cargarse de subjetividades.
Todo parece quedar librado a re-interpretaciones individuales, a la autogestión de "permitidos", a estirarse un poquito que siempre es un poco más que el poquito anterior. La escala va de abajo hacia arriba, o quizás al revés (las cúpulas también juegan sus lobbys y pulsean por las prioridades). La noción del doble filo es devastadora: la mirada acusatoria al otro por encima de un barbijo mal puesto propio. El prójimo como un enemigo en potencia, aunque uno también es el prójimo de otros.
Pero flota algo más que trasciende la postal momentánea de las plazas, los parques y los bares, y que quizás aún no se observa: todos estos espacios de convivencia social medio desordenada, de límites difusos y controles sui generis fungen como anticipo de lo que podrá sobrevenir en verano si es que se abren las rutas, se permiten los viajes y, entonces, se producen acumulamientos como estos pero en otros lugares.
Poco a poco van apareciendo propuestas de protocolos de todo tipo, desde visitas a la playa por turno hasta controles vía drones, pasando por exigencias de distanciamiento social en el mar o la obligatoriedad de socorrer a un ahogado colocándole el barbijo durante el rescate. Dos interrogantes al pasar: ¿quiénes cumplirán y quiénes controlarán?
La próxima temporada alta asoma como una era de transición, a medio camino entre dos normalidades, la vieja y la nueva, viniendo de un verano simbolizado –al menos para el ideario juvenil– por el asesinato de Fernando Báez Sosa, y yendo hacia uno que aún tiene un signo de pregunta escrito en la arena.