"La ballena solo puede vivir inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta"

Melville

Guardó los lentes para sol de mandíbula de ballena y se probó los prismáticos; en el sector transformado apenas se hizo cargo del barco. El capitán Maric se irritaba, la gigantesca ballena de la ensenada interfería su vista de las islas doradas. Descubrió polvo en su compartimento, en los objetos comprados en subastas del Sotheby's, era un pirata de gustos caros. Ahora se había hecho también arponero; la gran ballena se movía indomable, lo distraía y lo apartaba de la ruta del tesoro escondido en las islas de sus aventuras.

Subió a cubierta, lo primero que vio fue la masa imponente e interminable de la gran ballena, el oleaje que provocaban sus coletazos recorría distancias sin perder su potencia, la cubierta era jabón. El capitán Maric se resbaló, le costaba transitar la capa dura y mojada del piso; su asistente le quitó los zapatos húmedos y buscó en su colección hecha a medida un par seco del mismo color; le secó los prismáticos y se los devolvió.

Maric reunió a la tripulación y le ordenó preparar las redes y arrojarlas al agua. Preguntó por el número de arpones y con cuántos otros instrumentos contaban, recordó las oportunidades en que habían perseguido a la gran ballena, las veces que la habían atacado tratando de minar su resistencia, de inmovilizarla para arrastrarla detrás de la popa.

El agua se encabritaba, revolviéndose en olas cada vez más altas. En otra embarcación, trabada por el desajuste de sus controles que se diseminaban en distintos compartimentos, tres tristes tripulantes a cargo parecían haber olvidado la función del barco: defensor de la vida y desarrollo de la gran ballena. Los tres tristes tripulantes desaceleraban, mermaban la potencia de las máquinas, se alejaban de la gran ballena para buscar un punto confortable y cercano a la costa. La historia del barco central, ladero de la gran ballena, que intervenía en cada situación de peligro, parecía olvidada. Con el nuevo rumbo y sus piruetas, el barco ponía en peligro la ballena expectante. Su dirección confusa más que controlar parecía seguir, fascinado por la espuma de su estela, al barco del capitán pirata.

Mostrando sus cicatrices, la gran ballena, en el centro de la ensenada, avanzaba reconociendo las turbulencias del oleaje, la voracidad de algunos remolinos que intentaban tragarla, tenía heridas tan recientes que sangraba, se sumergía y reaparecía, y su poderoso chorro multicolor la oxigenaba. Con dos o tres coletazos su cuerpo volvió a romper el agua como una quilla de acero.

A la hora señalada, el capitán Maric ordenó a su cocinero un menú con carne de ballena, unos montaditos apenas rociados, acompañados con rúcula y pepinillos, también ordenó jugos y, como siempre, una servilleta blanca. Pidió que no lo molestaran más por favor, se untó con protector solar antialérgico y se tendió al sol en su reposera predilecta. El resto de la tripulación acumulaba redes y arpones, disparaba a piacere, a veces elegía los arpones con mucho cuidado y otras al tun tun, los disparaba a diestra y siniestra.

La gran ballena inhalaba el vapor de la tormenta, la pesadez del viento que revolvía el agua y el aire, se arqueaba y coleteaba para probar su resistencia a las tensiones del oleaje.

Para llamar a la tripulación, tal como le había encomendado el capitán, el asistente le arrancó la campana al burro que había en el barco para las cargas  pesadas, y la agitó enérgicamente. Después se la alcanzó al capitán, y aunque Maric no sabía muy bien qué hacer con la campana, cuando la vio  dorada se la colgó del cuello. La gran ballena esperaba sumergida, planeaba una nueva irrupción, justo en las barbas de Maric, que ya se había sentado  para seguir dorándose al sol en medio de la tormenta.