Mañana se cumplen cinco años de tu viaje hacia el otro lado y quería recordarte en tu partida y agradecer tu infinitud. Eduardo “Tato” Pavlovsky, dramaturgo excepcional, con más de 50 libros de teatro y psicología, muchísimos ensayos y artículos publicados en este mismo diario, contratapas y opiniones: se leían desenmascarando realidades paralelas, diagnósticos de situación. Hoy en este terrenal 2020 seguro seguirías escribiendo a favor de los más necesitados, de los excluidos, desamparados.
Querido Tato, la peste azota en las comarcas y aunque los presidentes pasen sin castigo, los pobres siguen recibiendo como recompensa la muerte. Con esta pandemia nuestro juego sagrado se volvió más real que nunca, más verdadero, antes representábamos la espera de Godot y hoy esa incertidumbre se ha vuelto cotidiana. El teatro pasa un momento muy difícil de definir y las pasiones, esperemos que así sea, están desesperadas por devenir en nuevas formas imaginativas.
Mañana en tu honor, junto a tu compañera en los últimos 33 años, Susy Evans, leeremos tu obra En fin, un texto inconcluso en el que trabajábamos en el último tiempo. Toda tu obra tiene una enorme intensidad, pero esta tiene la intensidad que tenías vos en la vida, ahí están los textos que ponen intranquilo al espectador, no solo por su contenido sino por su forma de decirlo, que configura un gran abanico de imágenes espeluznantes. Estos textos nos acercan a lo más íntimo de nuestro ser, tal vez lo más siniestro, lo innombrable hecho realidad, hecho lenguaje depredador, avasallante.
Este domingo a las 20 por la plataforma de zoom de Cafe Vinilo vibrarás entre nosotros, con tus palabras, tus anécdotas, tus escritos. Siempre te adelantaste al tiempo, qué mejor que leerte en este domingo para recordarte, entre los intersticios de los desperdicios, en tu singular mirada de una realidad que nos golpea, nos conmueve, nos hace preguntas con tan pocas respuestas: este es un domingo para estar con vos o vos entre nosotros, grandote. Con este escrito con el que comenzaba tu obra Asuntos Pendientes allá por el 2015, antes de tu partida, hablemos, digamos palabras mientras las haya.
“Extraña jornada”
Le hablé a Maruja enunciando alguna de mis nuevas ideas matutinas y noté la ausencia de su cuerpo en la cama, entré en pánico. Me vestí y salí corriendo a desayunar. Me extrañaba haberme dormido y que ella no me despertara. Cuando enfilé por Sucre hacia Astilleros escuché un raro sonido que parecía provenir de la calle Pampa. Vi mucha gente, algo así como una gran manifestación de adolescentes caminando hacia un espectáculo de rock. A medida que me acercaba la imagen se hacía más Kafkiana. Eran filas de niños que caminaban en silencio. En realidad tuve la impresión de que el silencio era total, no había casi adultos, o por lo menos no había gente de estatura normal. Imposible evaluar la edad, y cuando creí divisar algún adulto no sobrepasaba nunca el metro de altura. El caminar de los chicos producía un extraño sonido musical, digo, el arrastrar unísono de los pies de los niños sobre la calle producía una melodía, una extraña melodía. Lo que más me llamaba la atención era la extraordinaria disciplina de los niños. Marchaban en fila de tres, un metro de distancia entre las filas. La larga caravana era extensísima. De dóde vendrán me preguntaba. Cuando comencé a mirar a los niños creí que estaba alucinando, todos tenían un color cetrino y una remera con un número y una letra que los identificaba.
La cara de uno de ellos no tenía ojos, venía tomado de la mano de otros dos niños que lo acompañaban. Los globos oculares, o lo que quedaba de los globos oculares, estaban llenos de gusanos que salían de sus órbitas. Observé con detenimiento y horror que uno de los niños que lo sostenía de la mano tomaba de sus órbitas algunos de los gusanos y los engullía. Comía los gusanos que salían de los ojos del niño ciego. Tuve una arcada y después un vómito. El ruido de mi vómito parecía desentonar dentro de ese inmenso silencio. Me repuse y seguí observando ahora de más lejos, mientras atravesábamos Figueroa Alcorta hacia la costanera. Había una fila de niños con inmensas cabezas hidrocefálicas. Sobre la piel de sus caras brotaban lombrices que los niños trataban de tragar cuando se acercaban a sus bocas. No reconocía a nadie. Quise gritar pero no podía, tenía una mezcla de asco, repugnancia y pánico, pero para hablar francamente no me producían piedad y eso me mortificaba. De algunos brazos y piernas de los niños salían pústulas que arrastraban sangre y pus. El espectáculo era dantesco. Al cruzar por Figueroa Alcorta comenzaron a sonar bocinazos porque la larga marcha de los niños alteraba el tránsito. Empecé a sentir odio hacia ellos pero no podía dejar de acompañarlos, quería saber adónde iban, cuál era el destino de la gran marcha. Uno de los niños salió de la fila y comenzó a comer excremento de perros tan abundantes en esa zona. Lo que más me asombraba era el espíritu comunitario que reinaba entre ellos. El que tenía los excrementos los repartía equitativamente dentro del grupo. Todos comían al unísono. Había hambre. Recordé haber leído que la Fundación Argentina contra la Anemia decía que el 50% de los niños en la Provincia de Buenos Aires es anémico. Pensé si los excrementos de perro tendrían tal vez hierro suficiente para balancear la dieta, la naturaleza es sabia, problema de sobrevivencia.
Pero ¿todos estos niños existían siempre? ¿Desde cuándo esto es así? ¿Lo sabíamos? Eran preguntas tontas. Esta situación es límite, horrorosamente límite. Pero ¿cómo habíamos llegado a esto? Poco a poco pensé, porque cuando el horror se construye día a día se vuelve obvio y cotidiano, los niños deformes se vuelven cotidianos. Caminé unas ocho cuadras sin mirarlos. Al llegar a la costanera observé que existía un grupo de gente que los organizaba. Eran todos de estatura normal. Me extrañó nuevamente la docilidad de los niños para reagruparse. Sobre la costanera había cuatro grandes letreros que parecían orientar el destino último de los niños. Cada letrero ordenaba de acuerdo a la patología, las remeras de los niños también los identificaba en sus respectivos grupos.
Anémicos - Chagásicos - Hidrocefálicos - Raquitismo y HIV decían los grandes carteles. Cada grupo de niños se reagrupaba en su fila correspondiente. Parecían contentos de haber llegado al destino, estaban extenuados. Unas largas mangueras de las que salían chorros de agua tibia intentaban limpiarlos de todas las secreciones, excrementos y pustulaciones. Observé que después de bañarlos, un sector de damas los alimentaba con un abundante plato de lentejas, a los anémicos les ofrecían una doble ración. Luego de la comida, los niños se volvían a agrupar y prolijamente y en silencio se arrojaban ordenadamente a las aguas del río, ningún niño se negaba a hacerlo, todos parecían comprender el destino final. Me atrevería a decir que de alguno de ellos vi asomar una beatifica sonrisa. Me quedé toda la mañana. Había visto arrojarse cinco mil niños con absoluta disciplina. Lo que me asombraba era la obviedad, algún grito destemplado: “¡Piqueteros hijos de puta! ¡Tírense todos, no jodan más!” no parecía tener eco en la multitud. Cada tanto aplaudíamos alguna pirueta que algún niño realizaba al arrojarse al agua. A eso de las once se interrumpió la ceremonia para cantar el himno, fue emocionante. Los niños también cantaban sin dejar de arrojarse al agua. Después no pude entender más. Porque me pareció que mis oídos comenzaban a zumbar y tuve miedo de desmayarme. Mientras caminaba de vuelta por Sucre comencé a sollozar. La vida continúa, todo sigue su curso decía uno de los personajes de Esperando a Godot y comencé a olvidar, había que seguir viviendo. Antes de llegar a casa pensé en dos palabras: complicidad civil, complicidad... civil…, complicidad civil, pero no entendía el sentido ni su relación con la extraña jornada. Cosas de la vida dije, y abrí la puerta de mi bella mansión. ¡Hoy tengo ganas de soñar! ¡Muchas ganas de soñar!
Eduardo Misch es actor.