Habían pasado apenas dos semanas de la muerte de Jimi Hendrix y el rock sumaba otra pérdida. También a los 27 años. También por severos desajustes con el alcohol y las drogas duras. También en la plenitud de sus músicas, moría Janis Lyn Joplin. La desgarrada, sufrida, visceral y adorada Janis. Estaba grabado entonces el mejor disco de su vida (Pearl, claro). Su banda era nueva y la bruja cósmica venía de tomarse el verano de 1970 para hacer un viaje sanador por Río de Janeiro. O al menos que la alejara de la maldita heroína. Las vacaciones habían empezado con una amiga, pero una vez entregada al sol de Río, la Joplin se enamoró de un profesor estadounidense llamado David Niehouse y ambos se internaron en la selva amazónica en busca de nuevas aventuras. En busca de ese sabor que ella intentaba encontrarle a la vida, cada día, cada noche, para contrarrestar el peso de un pasado tortuoso.
El retorno, tras unas locas semanas, quebró ese amor intenso, pero generó otro -con un estudiante de la Berkeley llamado Seth Morgan- que parecía contrastar a fuerza de caricias la heroína de las venas de la cantante. Eso, sumado al impulso vital de una muy buena banda (la Full Tilt Boogie Band) generaba una luz de esperanza y plenitud. Pero no. El 4 de octubre, satisfecha por haber grabado varias de esas canciones que eternizaría su voz en el imaginario rocker de occidente, decidió poner primera en su Porsche descapotable e irse de copas al bar Barney's Beanery. Nada se supo del interin, hasta que horas después la encontraron muerta al lado de su cama, en el Landmark Motor Hotel de Los Ángeles. No la mató el alcohol. Pero la traicionó. La tentó para colarse otra vez heroína y, faltando veinte minutos para las dos de la mañana de ese domingo otoñal, un pico la dejó sin respirar para siempre. El cuerpo lo encontraron bastante después, cerca de las ocho de la noche, con dosis altísimas de la droga.
Igual que Hendrix -además de las coincidencias etarias y contraculturales-, Janis fue icono y figura de los dos festivales más importantes del segundo lustro de los '60: Monterrey Pop (1967) y Woodstock (1969). Ambos fueron revelación en el primero y figuras consagradas en el segundo. A Janis, específicamente, el mundo la amó a partir de su brillo en Monterrey. Era una artista de verdad. Y fue la veta que también vio Albert Grossman, entonces piloto financiero de Bob Dylan, para abalanzarse sobre ella y llevarla al Anderson Theatre del Este para dar “el” show que la posicionaría ante la prensa. Esa voz, esa impronta, ese poder femenino y abismal estaba destinado a romper todo. Primero, secundada por la Big Brother and The Holding Company, banda impregnada de blues lisérgico y sensualismo hippón, cuya sinergia con ella se potenciaba con la mixtura de lenguas, gentes y hábitos propios de San Francisco.
Banda ríspida, enérgica y algo caótica, sumada a la voz aguardentosa y vital de mezzosoprano, parecía ser la fórmula ideal en medio de ese hervidero humano que mezclaba coloridos vagabundos con artistas, universitarios, beatniks, renegados folk y rufianes clandestinos. El marco, claro, se prestaba perfecto para pegarse flor de viajes entre ácidos (aún) legales, amores libres y shows lumínicos. Obvio que fue lo que hizo la Janis con su Big Holding. Lo que impregnó de onda dos discos, tres años y algunas piezas imborrables para el futuro: “Down On Me” y “All Is Loneliness”, del primero y epónimo -cuyo contrato festejaron poniéndose en bolas en el estudio de CBS-, y “Summertime” y “Ball and Chain”, del sucesor Cheap Thrills.
Es cierto que juntos eran dinamita. Que la química entre Janis y la Big Holding representaba, junto a Jefferson Airplane y Grateful Dead, la flor y nata del "San Francisco sound". Pero también lo era que, paradójicamente, la banda empezaba a quedarle chica a esa leona tan frágil como imponente. Fue ahí, por esa hendija, que Grossman vio otra vez la veta y le armó una banda superadora, pero menos sanguínea: la Kozmic Blues Band. Con ella Janis registró su tercer y último disco en vida: I Got Dem Ol´Kozmic Blues Again Mama! El de “Maybe” y “To Love Somebody”, publicado en 1969. Fue la época de la famosa frase que describía perfecto sus multitudinarios e imprevisibles shows: “Hago el amor con 25 mil personas en escena y después duermo sola”. Aquella banda llegó a su fin con el año, con dos shows en el Madison Square Garden. Después pasó lo que pasó: lo de la Full Tit, lo de esas bellas tomas que irían a parar a Pearl, lo del viaje a Brasil, lo de los dos amores, y lo del alcohol y la heroína que terminaron con las cenizas de la Janis diseminadas en el Pacífico. Difícil imaginar otro final, claro. Tanta adrenalina, tanto sufrimiento podían sustraerse al reviente. El whisky y la heroína ganaron primero en su alma y después en su cuerpo.
Se aprovecharon de aquellas soledades aromatizadas con petróleo que Joplin traía desde la difícil Port Arthur. Allí, en Texas, había nacido a diecinueve días de empezar 1943. Su ídola adolescente había sido Odetta. Pero las que la perforaron en carne y alma fueron Bessie Smith y Big Mama Thornton, tremenda blusera negra a la que intentaría emular “Ball and Chain” mediante. Esas voces fueron el bagaje que la Janis llevó a San Francisco. Eso y un tremendo resentimiento derivado del bullyng de compañeros de universidad que, entre otras crueldades, la nombraron como el “hombre más feo”. Así se puede ver en la biopic The Rose, donde la encarnó Bette Midler.
Para más, hay mucho. “Chelsea Hotel No. 2”, la canción de Leonard Cohen que la evoca en pleno trance de amor; el documental Janis, The Way She Was, de Howard Alk; los discos posmortem, que son casi tantos como los de Hendrix (otra vez la coincidencia). Por lo demás, su legado pervive en mujeres alejadas cincuenta años y diez mil kilómetros de aquel San Francisco. Mujeres argentinas. “Enloquecí cuando supe que sus influencias habían sido Bessie Smith y Big Mama Thornton… grandes amadas de mi vida”, refiere Bárbara Aguirre, cantante de Gualicho Turbio. “Janis llegó, corrió el eje, subió la vara, abrió cabezas, y se fue”, sentencia Mariana Baraj.
"Con mi adolescencia apareció la rebeldía y una fue la de comenzar a elegir mis discos", recuerda Isabel de Sebastián. "Me encerraba horas a escuchar rock nacional, particularmente a Almendra, Pink Floyd, y tantas otras bandas de hombres. Veníamos de ver a las chicas sólo como público, gritando en los conciertos de los Beatles, y, salvo un par de excepciones, comenzábamos a verlas cantar folk con voces melodiosas y collares de flores. La excepción más grande fue Janis. Ante la severidad de Joan Baez, ella venía a contrastar con su sonrisa plena y sus colores intensos, con su voz de fuego y su inmensa libertad. Yo me acostaba en el piso de mi cuarto pegada al Winco y la escuchaba horas. Por supuesto, no podía ni comenzar a emularla, pero me animaba a cantar 'Mercedes Benz'. Janis demostró que la fuerza desatada era posible, y que encima, podía estar atravesada de goce y alegría. Su rugido no era de bronca, era primal, animal. Muy pocos blancos podían sacar esa voz rota, rocosa, típica de las voces negras. Muchos de ellos parecían enojados en el intento. Ella no. Fue como un viento huracanado, caliente y seco, poderoso y pleno, que llenó las tardes de mis tortuosos 15 años, susurrándome al oído un canto de libertad y potencia".