Si el sur se plantea en la cosmovisión borgeana con cualidades negativas, explicadas por un antiguo imaginario criollo, por un movimiento inverso, ese sur representa también el encanto y la reliquia del pasado. Las quintas y casonas, las pulperías gauchas que se pierden en la llanura conmueven al poeta Borges de la juventud y atraen de un modo fascinante al narrador de la madurez que no cesa de nombrarlas, aunque también a menudo evoca el norte, ese Palermo de la infancia, lugar de fantasmas y sombras como la sombra de Muraña.
Palermo, norte de la ciudad, será con el paso del tiempo y desde otros lugares de la producción borgeana, también símbolo del sur, pues visto desde la cultura europea que reverencia el autor de Fervor de Buenos Aires, ese ámbito de guapos, tango y guitarra, pertenece indiscutiblemente al sur, con su rostro abigarrado, mestizo y enigmático, lo que corrobora la relatividad de los puntos cardinales, como señala el estudioso cubano Luis Toledo Sande en su libro Más que lenguaje (2008).
Las sombras pueblan el espacio suburbano y la pampa de los criollos, dice César Fernández Moreno en La realidad y los papeles (1967), en cambio para los inmigrantes, la llanura y el sur no connotan la tierra inhóspita del indio y la barbarie, el ámbito de lo mortal y oscuro, sino que ven con optimismo esos espacios, pues son los lugares que intentarán conquistar con su trabajo. Por eso la dimensión del sur en Sábato se amplía y va más allá de La Boca y Barracas, va hacia lo que era “tierra adentro” en el lenguaje de los argentinos viejos cuando su personaje Martín, en Sobre héroes y tumbas (1961) va hacia un sur inusitado, impensado para las generaciones del siglo XIX y principios del XX, va hacia la Patagonia.
La marca negativa y tanática del sur, lleva a Borges a concebir las muertes violentas, “sudamericanas”, como la de Laprida, en el “Poema conjetural”, unidas al destino en un país como la Argentina, un país del sur, casi bárbaro aún, perturbador e imprevisible. Así fantasea con su muerte que ocurrirá en Buenos Aires y con su tumba que, asegura en más de una ocasión, estará en el cementerio porteño de la Recoleta, (“La Recoleta”, Fervor de Buenos Aires, 1923 , “La Recoleta”, Atlas, 1984 y “Las uñas”, El hacedor, 1960). Esos fantasmas -o fantasías- lo llevarán, en 1986, a dirigirse al norte, a la Suiza que conoció en la niñez y adolescencia, a esa Suiza serena y de plácido orden, para morir y cumplir e incumplir paradójicamente el vaticinio de su escritura.
En cambio, Juan Domingo Perón amaba el sur del país, la Patagonia, pues hacia allí había partido en su niñez, ya que su padre, Mario Tomás Perón, se había trasladado con toda la familia a Río Gallegos. Juan Domingo evoca la caravana de carretas que los llevó a la Patagonia, junto a su hermano Avelino y a su madre Juana Sosa. Recuerda las araucarias, las violetas amarillas, la ceremonia del mate, el viento, los amaneceres gélidos, a los mapuches, la nieve, los perros y los baqueanos, gauchos amigos y callados que los guiaron por esos desiertos. Por otra parte, doña Juana Sosa descendía de criollos e indios, pues su padre Juan Sosa, pertenecía a atávicas y provincianas familias de Santiago del Estero y su madre, Mercedes Toledo, era de origen mapuche.
En alguna oportunidad, Perón confiesa que su amor hacia los perros provenía de esa etapa de su vida, cuando salía, junto a su padre, hermano y peones, a cazar guanacos en las heladas planicies patagónicas. De este modo, la edad de oro de Perón se sitúa en ese sur indómito que Borges temía. Sabemos que los Borges viajarán a Europa y vivirán en Suiza y en España varios años. Entonces, el sur se alejará mucho más de la vida del niño y del adolescente Jorge Luis.
Sin embargo, cuando regresa a la Argentina, en la década del veinte, su juventud le muestra lo que había de fascinante en los arrabales, en especial los del sur, y se enamorará otra vez de los almacenes, las parras y los aljibes, los geranios y los zaguanes, los enrejados y las milongas orilleras, del lunfardo, el truco, el tango y los compadritos.
De ese sur huirá, de ese fantasma que lo atrae y repele, ese fantasma dual que sostiene toda su obra, y que encierra la cifra de lo real en el sentido de Lacan, esto es, aquello que precede y sucede al lenguaje, el goce definitivo, aquello que no puede ponerse en palabras. Ese lugar es temido y añorado por Borges, de ese lugar surgen sus sueños y sus textos, y de ese lugar escapa como Edipo para abrazar al Amo absoluto, en un lugar claro y cartesiano, un lugar que desdice su destino de hombre sudamericano.
Perón, en cambio, el 21 de junio de 1973, atraviesa el Ecuador, en una travesía del Norte al Sur, que lo devuelve a Buenos Aires, a la pampa, al suelo querido, el de la madre india y hace realidad los versos de Santos Vega: Yo, que en la tierra he nacido/Donde ese genio ha cantado,/Y el pampero he respirado/Que al payador ha nutrido,/Beso este suelo querido/Que a mis caricias se entrega,/Mientras de orgullo me anega/La convicción de que es mía/¡La patria de Echeverría, /La tierra de Santos Vega!
Perón morirá en Buenos Aires, el 1 de julio de 1974, evocando los pehuenes de la Patagonia y los ojos de su madre Juana Sosa. Borges lo hará en Ginebra, el 14 de junio de 1986, evocando a las abuelas Suárez y Haslam, una católica, la otra protestante, unidas en el lugar último o primero del escalón del único paraíso de las vidas.
( *) Parte de este ensayo fue publicado en el artículo “Borges y el espejo monstruoso del peronismo”, Revista Casa de las Américas de Cuba. Número 266. Diciembre, 2011.