Conocí a Aníbal Cedrón en el invierno de 2002, cuando nos unió la misma desesperación por las ruinas en las que estaba sumida la Argentina después del estallido de 2001. Esa conmoción común, la sensibilidad por el sufrimiento de los otros y la necesidad de modificar desde nuestro lugar de artistas e intelectuales el destino maldito que trazaba el neoliberalismo sobre nuestra patria, nos unió en una amistad profunda. Empujado por una sensibilidad exquisita, en estado de conmoción permanente, Cedrón construyó una obra que nos retrata en nuestra condición de argentinos como pocos artistas lo lograron. 

Fue en ese tiempo azaroso que me pidió nombrar uno de sus cuadros sobre el Cordobazo, la rebelión obrera y popular que fue el comienzo del fin a una de las tantas dictaduras que padecimos en el siglo XX. Lo llamó Donde arde la marea, definición que parecía referirse siempre al estado de rebeldía contra la injusticia, el estado natural de Cedrón no sólo en su vida como argentino, como miembro de la generación del setenta, sino como artista que podía retratar las travesías de su pueblo y de su tiempo. 

Ahora que ha pasado más de una década de esa obra; ahora que mi amigo ya no está porque lo llevó una enfermedad maldita el 5 de octubre de 2017; ahora que muchos miles verán por siempre sus pinturas que sobreviven en la historia de la plástica nacional, quiero hacerle este homenaje a quien, como definió también su amigo y maestro Luis Felipe Yuyo Noé, fue “el más grande dibujante de su generación”. Pero también porque Aníbal fue un intelectual, un artista, un militante --reconocido como una personalidad destacada de la Cultura de esta ciudad que amó poco antes de morir-- que no sólo dejó una obra inolvidable sino un instrumento en la defensa de los artistas al fundar la Unión Nacional de Artistas Visuales (UNAV) --que hoy lo considera su padre inspirador-- luego de mucho batallar para que los plásticos tuvieran una protección social y estatal que los liberara de la intemperie pero también mitigara su eterna soledad ante la creación. 

Puedo recordarlo también en la fotografía --eternizada en el registro periodístico de la noche del 29 de julio de 1966-- del joven militante comunista y estudiante de arquitectura que a los 18 años resistió junto a otros los golpes y la cárcel durante la Noche de los Bastones Largos, cuando la dictadura de turno violó la autonomía universitaria y reprimió a sangre y fuego a profesores y estudiantes que resistían en la entonces Facultad de Ciencias Exactas, en la Manzana de las Luces. 

Por esa condición de luchador y artista talentoso, Cedrón siempre insistió en que no hay eternidad mayor en una obra que registrar la historia de los otros, los propios, tu pueblo. Y recorriendo momentos de su vida, como siempre, me vuelvo a preguntar qué nos dice Cedrón con su arte. Y repaso su obra, tal como hice en su último catálogo: nos habla de rebelión, nos habla del carácter profundamente subversivo del arte, de dejar registrado en cada huella digital con las que compone sus autorretratos, con la que define la cabeza aindiada del Quijote argentino que la política y el arte pueden revolcarse como una pareja apasionada e interminable en cada trazo, y establecer el grito exacto de la rebelión. Cedrón nos habla en La Nación inconclusa de quienes somos, de aquello que no fuimos, de aquello que nos debemos como argentinos; del vuelo de las cacerolas, de la República en cruz o crucificada. Y desde esa evocación nos lleva a la serie Civilización y Barbarie para recordarnos una y otra vez el pecado original de Adán y Eva en América porque sobre el cuerpo americano, y esta nuestra porción del sur, se llamó Civilización y la Barbarie. Y entonces Adán y Eva derivarán en ese trazo desesperado, porque la condición de la barbarie ante la que el artista se revela es una Humanidad en tránsito, el No lugar como destino, como destierro, y por qué no como inicio de la búsqueda del artista del trazo exacto para refutar la dependencia y la esclavitud para el destino latinoamericano. 

Cedrón trata denodadamente de entender ese sino en la serie Fauna Porto Argentina donde descarga su ironía y también su tristeza sobre el ciudadano medio arrasado por Mister Mercado o en el Pájaro hombre urbano, color verdura, que come de los medios. Una cabeza transida por la ideología de bastardos y oligarcas, siempre de una canalla dispuesta a justificar la crucifixión del prójimo débil. Y la obra de Cedrón, que ahora repaso, viaja rabiosa del siglo XX al siglo XXI con enigmas dolorosos, y en ese andar entre siglos dibuja héroes y villanos: ahí están Compañera Evita; el reclamo de Libertad a Milagro Sala. Pero también está el homenaje y la ternura del artista que se reconoce en el Retrato de Van Gogh detrás de un vidrio roto por un disparo, y la identificación más profunda de pertenecer con pasaporte propio a la cultura de Los dos Julios (Cortázar y el poeta Julio Huasi). La perfección en el Retrato de Julio Cortázar en tiempos oscuros es conmovedora. Toda la obra de Cedrón se resignifica en esa constatación de pertenecer a una generación diezmada pero que sobrevive en la memoria y en el arte: así Gorila amarillo, homenaje a Jorge De La Vega; Rembrandt y el pájaro los dos Julios dibuja una genealogía de la pertenencia del artista no sólo a la cultura nacional sino a la cultura en tránsito de una humanidad amenazada por los mismos monstruos que él combatía. Así, en este derrotero de trazos apasionados de sí mismo y del otro, Cedrón se inscribe en la cadena de generaciones del país que amó, por el que peleó, por el que sufrió, y al mismo tiempo, que recuperó como nadie. 

Ahora, al recordarte querido amigo, viajamos al corazón de tu vida y de tu obra. Y allí vamos, donde tu marea siempre ardió.