La pandemia de coronavirus, el cambio climático, los desastres ecológicos, han dejado al descubierto y puesto en superficie aquello que hasta ahora era de algún modo sabido pero que se mantenía velado a través de construcciones proféticas y vaticinios apocalípticos: la posibilidad de un término de la presencia humana en el planeta.
Ya no se trataría de vaticinios ni profecías de fin del mundo sino de verdaderas mutaciones antropológicas y civilizatorias ocasionadas por el absolutismo capitalista, donde no estaríamos frente al deseo del sujeto sino al imperio de la pulsión de muerte y el goce irrestricto, pero mutado, impredecible, desamarrado de cualquier instancia de regulación y encauzamiento, en definitiva, el trasvasamiento de los límites. Lo que hoy se produce en el mundo no son las clásicas transformaciones de lo simbólico, sino alteraciones que tocarían el hueso mismo de lo real.
El cuento “Utopía de un hombre que está cansado”, perteneciente a El libro de arena (1975), de Jorge Luis Borges, puede resultar ilustrativo y pareciera haberse adelantado a algo que comienza a acontecer en estos tiempos pandémicos de progresivo deterioro de los lazos sociales. Se trata, en el relato borgiano, de un personaje-narrador quien en medio de la llanura, que puede ser cualquier llanura del planeta, llega a una casa donde lo recibe un hombre muy alto y extraño, que se supone pertenece al futuro. Desde hace décadas no recibe a nadie, no mantiene interrelación social. Dice el narrador: “ensayé varios idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo (…). Me dijo: veo que llegas de otro siglo”. Lo cierto es que había desaparecido la diversidad de las lenguas. Pero el habitante de la casa le dice al personaje narrador: “Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan”. Afirma el narrador: “juzgué prudente presentarme; soy Eudoro Acevedo, nací en 1897 en la ciudad de Buenos Aires y he cumplido ya 70 años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.” (Salvo el dato de nacimiento, que no coincide por la mínima diferencia de dos años con el verdadero, son evidentes los rasgos autobiográficos de Borges que enumera el narrador personaje). El otro le contesta: “No hablemos de hechos, ya a nadie le importan los hechos (…), en las escuelas nos enseñan el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Del pasado nos quedan algunos nombres que el lenguaje tiende a olvidar (…). No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien (…), mi padre tampoco se llamaba”.
En esa casa no había libros salvo un ejemplar de la Utopía de More impreso en Basilea en 1518. El habitante de la casa dice: “En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de leer una media docena. Además no importa leer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”. Y agregó: “tampoco hay ciudades (…) ya que no hay posesiones ni herencias, cuando el hombre madura a los cien años está listo para enfrentarse con su soledad, hay quienes piensan en un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo”. El narrador entonces le pregunta: “¿Todavía hay museos y bibliotecas?” El hombre extraño le contesta: “No. Queremos olvidar el ayer. No hay conmemoraciones ni aniversarios. (…) Cada cual debe producir por su cuenta las creencias y las artes que necesita”. Cuenta el narrador: En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos color amarillo. “Ésta es mi obra –declaró el hombre alto-, si te gusta puedes llevártela”. El narrador dice: “pero las telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco. Después se oyeron golpes, era gente que venía a buscar al habitante de la casa para llevarlo a su muerte voluntaria”.
Más allá de que el cuento se sitúa ficcionalmente en el futuro, pareciera adelantar algo de las condiciones de una época en que la dehistorización, el borramiento de las referencia universales, la desconexión del lazo social y sobre todo las profundas mutaciones en el orden simbólico comienzan a presentarse hoy en vastos sectores poblacionales. Sujetos sin historia, sin amarras, sin una idea de porvenir ni futuro, integrantes de un masa amorfa donde el desfallecimiento del deseo (y el confinamiento en el goce mortífero) es el resultado de un capitalismo que en su fase actual financiera, neoliberal, pretende tornarse en un absoluto. El personaje del cuento, una especie de mutante del género humano, sin identidad, sin nombre, en estado de desconexión social, se jacta de la práctica del olvido y de no haber leído durante sus cuatrocientos años de vida más de una media docena de libros y de la desaparición de los museos y bibliotecas. Señala también que en ese mundo no hay arte universal, colectivizado, sino que cada cual produce para sí mismo las artes que necesita: telas o páginas casi en blanco, desprovistas, podríamos decir, del sentido. Y deja abierta la posibilidad de un suicidio colectivo gradual o simultáneo de todos los hombres. Más que un ser cansado de la historia, es un hombre causado por una maquinaria impersonal que lo ha vaciado de deseo y memoria y lo ha confinado al goce de un eterno presente.
Las analogías del cuento con la realidad de nuestros días pueden sin dudas ser muchas, bastaría pensar, por ejemplo, en la gran vorágine e indistinción de la época, donde, casi sin posibilidades de un juicio o una selección, las obras actuales, efímeras en el tiempo, tienden a desaparecer en la inmensa hojarasca, casi ya sin posibilidades de una permanencia, reproduciendo así las lógicas de la actual fase capitalista. Quizá no esté lejos el día en que cada cual produzca no sólo la obra de arte para sí mismo, sino también la lengua que necesita. El consenso, el acuerdo de la lengua se habrán entonces derrumbado. No es descabellado pensar que algo de esto ha comenzado a ocurrir. Pero en ese mundo del cuento se conservaba aún un libro: la Utopía de More. Quizá en el futuro de la civilización, se conserven por un tiempo más, como objetos arrumbados, los Poemas Homéricos o las obras de Shakespeare; vaya uno a saber.
Por lo pronto advertimos que hoy la ignorancia y la incultura otorgan prestigio, se ostentan públicamente como orgullosas adquisiciones (“se practica el arte del olvido”), se muestran como virtudes, se hace alarde de ellas sin pudores ni reparos, son elevadas al lugar del “ideal”. “No hablemos de hechos (…), ya a nadie le importan los hechos”, dirán algunos como en el cuento de Borges, aunque por ahora, no todos, felizmente.
*Escritor y psicoanalista