Todo platense que va de vacaciones a la Costa Atlántica conoce las cárceles de Olmos: para tomar la Ruta 2, que conduce a las localidades balnearias más conocidas, hay que atravesar Calle 44, desde la cual se observan las torres de las cuatro unidades penitenciarias. El diseñador, fotógrafo y realizador Axel Hochegger es hincha de Gimnasia, se crió en el barrio El Mondongo, estudió en la facu de Bellas Artes y conserva esos recuerdos como enigmas de su infancia: "Siempre que pasaba, me preguntaba lo mismo: ¿Qué onda ahí dentro? ¿Qué sucede en las cárceles?".
Algunas de las respuestas las pudo descifrar en Tintas de libertad, una serie de micro-documentales en la que los tatuajes de distintos presos le sirvieron como pasaporte para acceder a esas intimidades que siempre lo desvelaban. "Estuve gestionando dos años para poder entrar a un penal, quería estar en contacto con la gente privada de libertad y ver cómo era la atmósfera de la cárcel", asegura. "La cabeza funciona en base a la info que uno va recopilando de la televisión, todo el mundo sabe que es el lugar más oscuro del mundo. Pero una cosa es imaginarte o que te los cuenten… y otra es entrar a verlo."
Su primera experiencia intra-tumba fue en 2015, en el marco de un toque que Gustavo Cordera dio en la Unidad 26 (la de régimen semi-abierto donde está Robledo Puch, al lado de la 1, la más poblada del país, donde se hizo el célebre "festival" Radio Olmos). "En un momento me aparté de la previa del recital y me quedé en una esquina, a ver qué pasaba", recuerda Axel. "Entonces se acercó un chico y me contó su historia, el mambo que estaba pasando. Luego otro. Y así, varios. Se fue dando naturalmente. Me quedé con la sensación de que todos tenían la necesidad de hablar."
En ese entrevero hubo un link muy poderoso con su propio reservorio emocional. "Tuve una adolescencia complicada, parábamos en la calle con un grupo de pibes y todos teníamos familias disfuncionales. Había quilombos, estaba la merca dando vueltas y uno hace cosas que no piensa. Es una línea muy delgada. Algunos chicos murieron, otros terminaron en cana. Ahí me di cuenta de la ausencia total de amor. En esos contextos, el Estado solo está presente en forma de patrullero, no había nada que te lleve a pasar tiempo de manera productiva y sana. Hoy, en mayor o menor medida, se replica algo similar."
La ficha de todo eso le cayó recién de vuelta a su casa, con el corazón ardiendo pero la cabeza más fresca. "Por un lado me di cuenta de que son pibes a los que generalmente nadie escuchó: ni la familia, ni la escuela, ni el Estado. Por el otro, todos tenían tatuajes de distintos tipos. Desde una 9 milímetros hasta el nombre de un hijo. Algunos me dejaron sacarles fotos."
Las tintas fueron entonces la "excusa" para poder gestionar un nuevo permiso: un documental sobre tatuajes carcelarios. Presentó el proyecto, respondió numerosas preguntas, y tras un largo ida y vuelta de llamados y papeleo, logró la aprobación del Servicio Penitenciario Bonaerense. Pero para entonces Axel ya no vivía en La Plata, sino en Olivos. Así es como cambió la locación a la Unidad 26 de San Martín, cerca del ex basural de José León Suárez donde en 1956 se produjeron los doce fusilamientos que dieron origen al libro Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.
Sabiendo que lo suyo fue algo casi excepcional ("A la cárcel van a filmar canales y alguna que otra productora, yo pude entrar por la mía, sin ningún tongo"), Axel Hochegger procuró aprovechar la posibilidad para buscar una narrativa distinta: "De chico miraba Policías en acción, Punto Doc y toda esa mierda que siempre va a la miseria: '¿cuánta falopa tomas? ¿cuántos tiros en la cabeza le pegaste al que mataste?' Giladas para el rating. Busqué evitar el lenguaje de la tele e ir hacia un lado más humano. Se mandaron cagadas más fuertes o menos fuertes, pero tienen los mismos sueños que nosotros: caminar por la playa de la mano con su novia, ir a la plaza con los hijos".
Axel armó un plan de rodaje, fue con un asistente y llegó a las 9 de la mañana. "Pero de todo lo que tenía planificado… no se dio nada", dice. Aunque no se queja: "La idea era usar una locación distinta por cada interno, pero terminamos haciendo todas las entrevistas en la misma habitación de dos por dos. Lo cual tampoco estuvo mal: esa asfixia y monotonía es la que se vive en los penales".
Así fue como sacó adelante la serie documental, a partir de seis presos que el propio SPB escogió previamente. La variedad es amplia, intensa y profunda: desde uno que cayó por tenencia de estupefacientes hasta un homicidio agravado por emoción violenta. Naturalmente, el eje son los tatuajes. "Cada uno tiene sus significados, y en la cárcel cada cuál adquiere el suyo", describe Axel.
En el catálogo abundan formas y estilos: desde diseños barrocos hasta líneas indescifrables, colores numerosos o blanco-y-negro, diseños tradi, old school, nombres de familiares, frases, talismanes, tattoos que vinieron de afuera y otros que se hicieron dentro, a la tumbera. En todos los casos, las tintas parecen reforzar algo que la cárcel vuelve difusa: esa identidad que se pierde cuando el documento pasa a ser el número del legajo judicial. La vieja duda que habita en todo ser humano y que se potencia en la soledad y el encierro. O el miedo, sentimiento que atraviesa a todos los entrevistados en el documental.
"Acá no podes demostrar miedo. Es signo de debilidad. Se vive por dentro", dice Sebastián, quien tiene tatuada la tapa de Último bondi a Finisterre, de Los Redondos, y dice que algunos tatuajes le recuerdan a seres queridos, aunque otros "tapan los malos recuerdos". Para Mauricio, en cambio, el principal miedo es a la soledad: "La desesperación de salir, del encierro, el no entender nada, qué va a pasar con vos. Todo se vuelve un estado de caos". En ese contexto, los tatuajes no sólo aportan un elemento estético al cuerpo, sino que también sirven para reafirman seguridades sobre la imagen propia.
El Chengue tenía en el pecho espadas y rosas, vieja metaforización carcelaria sobre la muerte a la policía. "Es porque mataron a mi hermano cuando tenía catorce años", dice. Sin embargo, con el tiempo se lo tapó con el emblema de Los Espartanos, el proyecto rugbístico-penitenciario creado justamente en San Martín. Una forma de cambiar pasado por futuro. O como dice el antebrazo de Brian: "Todo tiene su principio y su final. Pero lo nuestro vuelve a renacer".