“Parecía una caja de manzanas”, comentó una compañera. “¡Un ataúd de cartón!”, dijo otra. “¿Por qué debería pagarse un ataúd con mis impuestos?”, escupió en las redes un digno nieto de un cómplice local –estamos en Dolores, provincia de Buenos Aires– de la Dictadura. “Ahora está en el cielo con los angelitos”, se consolaron las almas pías que, hoy en facebook como antaño en las necrológicas de papel, buscan todas las tardes a los nuevos difuntos. 

Suspirar es fácil en una ciudad bajo la advocación de una Virgen siempre sufridora y que hasta su plano tiene forma de cruz. Por la mañana, el director municipal de Niñez y Género, Francisco Stea, había sido requerido a los gritos por Cecilia Coronel, del colectivo Mujeres y Diversidades Dolorenses. Ya que el Municipio se había comportado tan para la mierda con Agustina, que al menos el féretro fuera digno de la joven diosa muerta. Por supuesto, cómo no, dijo Estea. La cínica respuesta fue una caja de cartón; Capra, la clásica empresa fúnebre de Dolores, la arrojó por ahí desde una camionetita. "Por ahí" es el osario de los sin nombre y sin nicho; el hoyo estaba mal cavado, hubo que terminarlo por poco con las uñas. A la negra, a la trava, a la sidosa, a la puta, a la tarada, había que humillarla hasta lo último.

Agustina Isabel González tenía solo 27 años al morir; arrastraba un leve retraso madurativo, y padecía de HIV, al que se sumó un cáncer que comenzó como un dolor de muelas y terminó en metástasis fulminante. Conoció a su madre, ya fallecida; su padre jamás se hizo cargo. Sufrió abusos de toda clase: golpizas, violaciones en masa, maltratos de sus parejas ocasionales. Vivió en la calle o en distintas casas sin los elementos básicos que la dignidad y las crecientes patologías exigían. Naturalizó la violencia; fue prostituida y mendigó. Buscaba otras formas de vida; pedía que la llamaran para barrer veredas, hacer mandados, cortar el pasto, cualquier cosa. Incluso cuando ya no tenía fuerzas para ello. Pero con la ayuda de distintos colectivos –primero Altenativxs, después Mujeres y Diversidades Dolorense, y por último el recién creado ministerio provincial de Mujeres y Diversidades– pudo asumir que lo “natural” no era tal, que la violencia y la indignidad no eran partes “normales” de la vida. Aprendió a luchar por su dignidad, aunque esto conllevara un alto precio. Por el 2014 obtuvo su documento que probaba su identidad asumida; casi olvidó su nombre “de hombre”. Pero los sufrimientos recrudecieron. Su facebook es buen testigo de sus ilusiones, de sus anhelos por la vida y, también, por la muerte que la liberara del calvario. El caso del cáncer es paradigmático: cuando solo parecía una hinchazón de muelas, se negó a concurrir al Hospital local, porque ya estaba harta de la discriminación y las humillaciones que allí sufría.

Agustina acumuló fallos a su favor, y a favor de “un alojamiento digno y seguro en condiciones de habitabilidad”, amén de “atención a su salud de manera interdisciplinaria” que incluirían psicólogx, trabajador/a social, y seguimiento de sus tratamientos de HIV y cáncer, la incorporación a un Programa de Formación de Oficios y a la inserción laboral. A su favor falló el Tribunal de Primera Instancia de Dolores, y la Cámara de Apelaciones de Mar del Plata. El caso llegó a la Corte Suprema provincial, pero Agustina hoy está muerta, y en su cajita de cartón. Porque el Municipio apeló todos los fallos, aduciendo argumentos trogloditas de este estilo: una persona con VIH es un peligro al sistema de salud; no tenemos pruebas ni de su marginalidad ni de violencia de género; si se prostituye teniendo VIH es porque quiere dañar a otros. Bastaba ver cualquiera de sus hábitats ocasionales, o fotos con su cara hecha un único machucón informe, para saber quien mentía. La autora de tan exquisitos argumentos es la Doctora Marina Etchevarren, hermana del inefable intendente de Dolores, Camilo Etchevarren. El nepotismo abunda en estas pampas de Dios.

Más allá del derecho de apelación, el Municipio estaba obligado a cumplir con las prescripciones; es decir, alquilar una vivienda por un año, e incluirla en un plan barrial a perpetuidad; brindar la ayuda médica, psicológica y social. Por supuesto, no cumplió. Se conformó con entregar una garrafa y un par de zapatillas. En la etapa terminal, la recluyó en el Hospital, pese a ser persona de riesgo ante el covid. Es que el Señor Intendente usa los fondos municipales para adefesios y bizarras inversiones más acordes con su perfil de capataz de estancia con facón nuevo: construye termas sobre basurales y aguadas podridas, gasta un tercio del PBI en el bicentenario del pueblo para que Luis Fonzi cante “Despacito” y Cacho Castaña exponga su machirulez senil, decreta que la ciudad tenga dos carnavales para diferenciarse del resto del cosmos, hace una peatonal de media cuadra que embrolla el tránsito, desmantela el hospital, y prohíbe la entrada al mismo de una mujer con un feto muerto. Lo que no puede amansar a faconazos es su propia miseria innata, su violencia que cada vez lo deja más expuesto a ser un rey Ubú dado al berrinche y a la exhibición obscena de su poder destemplado.

Esperamos que la Corte provincial no solo dé un fallo ejemplar, sino que haya también un resarcimiento económico y moral que se vuelque en ayuda a otras muchas víctimas que andan en los pagos de la Virgen sufridora. Muchos putos y tortas pudimos huir de la asfixia y de los silencios ensordecedores de ese pueblo. Pero lxs más pobres no pueden hacerlo. Quedan allí, al desamparo de ese plano con forma de crucifijo, y cuando mueren –y cuán tempranamente–, sólo les resta una caja de cartón para pudrirse bajo otra cruz, la Cruz del Sur, que brilla en ese cielo nunca suyo.