Desde hace una década y media, el escritor y docente Marcelo Britos (Rosario, 1970) viene recorriendo con éxito géneros difíciles. Abordó la narrativa histórica en uno de los cuentos de El último azul de la noche (2013) y su secuela, A dónde van los caballos cuando mueren (Aurelia Rivera, 2015). Aquella novela sobre la guerra del Paraguay le valió el primer premio del Certamen Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado en México en 2013. La novela de espionaje se cruza con la memoir en La Rote Kapelle (Aurelia Rivera, 2019) y con la ucronía distópica (es decir, una representación de otro mundo posible, pero aún más horrendo que el existente) en Al oeste de Jericó  (Homo Sapiens, 2016).

Ahora es el turno del cuento de horror. Alción Editora le publicó en Córdoba, este año, Nuestro miedo a las tormentas. Es una compilación de ocho cuentos breves y otras tantas minificciones, que inoculan esa singular mezcla de ansiedad y fascinación tan codiciada por lxs amantes del género terror, y que hacen gala del estilo Britos: una prosa de majestuosa morosidad y moderado barroquismo, surcada a ritmo prudencial por ramalazos de prosa poética que resplandecen como relámpagos en las tinieblas.

El crisol donde Britos forjó su estilo ya bullía en Los dogos (cuentos, Ciudad Gótica, 2004), Alexandria (cuentos, Universidad Nacional del Litoral, 2007) y Empalme (novela, Editorial Municipal de Rosario, 2010), que obtuvo ese mismo año el primer premio en el concurso municipal Manuel Musto. Y rinde buenos frutos la aguda aleación de crónica y ensayo, a lo John Berger, que practicó en un libro de viajes, Mickey en Brandenburgo (Aurelia Rivera, 2018). Hay un par de poemarios que tienden a deslizarse de las solapas de sus libros, pero su poesía claramente se ha instalado a vivir en su narrativa en prosa. 

Lovecraft decía que, en terror, la construcción de una atmósfera lo es casi todo, y Britos en este sentido hace más que buena letra: fiel al barrio Echesortu natal, pone a jugar la memoria y exprime la oscuridad que acecha en las nubes de tormenta que pesan sobre la Plaza Buratovich y la Parroquia San Miguel de sus primeras pesadillas. El maestro estadounidense del terror, Edgar Allan Poe, fue además un poeta reconocido y teorizó sobre su práctica, donde buscaba la unidad del efecto estético a través de una cuidada sonoridad y el control de las connotaciones. Lovecraft era enemigo de los diálogos, que en Britos están reducidos al mínimo. O se cortan, o son imposibles dado que el otro ser irrumpe como enemigo absoluto, en medio de una naturaleza también hostil. El horror, más que el terror, es la emoción estética que va minando los ritos de la familiaridad. 

Y las costumbres más inocentes, como salir a tomar un helado por el barrio o probarse ropa, se convierten en disparadores o preludios de lo ominoso. Tanto en "La idiota" como en "La fiesta" (dos cuentos ambientados en el barrio de la niñez), el punto de vista es el de un niño curioso y burlón que descubre el sexo o la muerte. En "La idiota" (título con reminiscencias de Dostoievski), la narración va y viene entre un presente de horrible decadencia y un pasado que no fue mejor, pero que al menos se vivía como predecible. Militante estudiantil en los años '80, Marcelo Britos se presenta desde su primera novela como el escritor de la caída socioeconómica de una clase media provinciana durante la última dictadura y a partir del derrocamiento civil del primer gobierno de la democracia recuperada. Su prosa de buril fino echa luz sobre los pliegues subjetivos de esa tragedia popular no contada, que estos cuentos hacen resplandecer con ribetes casi metafísicos. 

A la ferocidad incalculable y atemporal de "Vienen", le siguen tres estampas de turismo fallido y espanto cotidiano: "El resplandor en los ojos", "Frío" y "Pájaros italianos". Los dos mejores cuentos del libro son "Jamais vu" y "Un reloj parado a las once". En "Jamais vu", el horror y el realismo social se cruzan con la ciencia ficción y lo fantástico, creando un universo multidimensional donde un tiempo agujereado por saltos cuánticos hace converger líneas temporales correspondientes a diversos destinos: el pequeñoburgués protegido, versus el despojo social humano. El último cuento (al igual que el primero, "Vienen") explora en clave fantástica el abandono producto de la hipocresía y las falsas promesas de las religiones. "El pastor dio un paso atrás. (...) Si ahí había otra cosa, esa cosa no era de Jesús. Y todo lo que no fuera de Jesús, tampoco era de él", concluye. 

A cada cuento le sigue una minificción escalofriante de síntesis extrema, separada del texto mayor por la viñeta de un árbol pelado. El dibujo de tapa es de Fernanda Ochoa.