Roger Penrose aceptó la sugerencia de los organizadores del Congreso Internacional de Matemática y fue esa tarde a ver la obra de un artista holandés inclasificable que, según se decía, combinaba de un modo único el arte y la matemática. Su interés por la pintura le venía de familia: su tío Roland, surrealista, fue amigo de Picasso y quien exhibió el Guernica en Inglaterra para recaudar fondos para la República. Lo que Roger vio en la exposición de Escher lo impactó profundamente. Paradojas visuales y sortilegios construidos con perspectivas engañosas que creaban un universo único que Penrose disfrutó, primero, y luego quiso entender.
Al regresar a Inglaterra empezó a trabajar con su padre, un antiguo discípulo de Freud, sobre estas figuras imposibles y concibió el hoy célebre triángulo de Penrose, al que se llegó a denominar la imposibilidad en su forma más pura. A partir de éste construyó una escalera cerrada en sí misma que siempre subía. El padre envió el trabajo a Escher, quien acabó utilizando las bases geométricas y topológicas del joven Roger para crear algunas de sus obras más famosas, como La cascada.
Penrose tenía 23 años y era estudiante de doctorado en Cambridge. Einstein estaba transitando su último año de vida y la Relatividad General, su monumental teoría de la gravitación, había caído en un impasse por su complejidad y la rareza de algunas de sus predicciones. Parecía concluirse de ella que una estrella, al agotar su combustible, caería bajo su propio peso hasta generar una región oscura de la que nada, ni siquiera la luz, podría escapar. Si fuera diez veces mayor que el Sol, por ejemplo, caería adentro de una esfera de casi treinta kilómetros de radio que marcaría un punto de no retorno. Más sorprendente aún, el tiempo dejaría de transcurrir para un astronauta que se acercara a esta superficie desde el punto de vista de un observador lejano. Tan absurdas eran estas predicciones que nadie se las tomaba muy en serio.
El 18 de diciembre de 1964, Penrose envió a publicar un breve trabajo en el que introdujo un nuevo concepto, el de las superficies atrapadas, que le permitió demostrar matemáticamente que los agujeros negros son inexorables. Si la Relatividad General es correcta acabarán por formarse sí o sí. Fue tan revolucionario que, de hecho, todavía ni siquiera se los llamaba agujeros negros; el bautismo oficial fue obra de John Wheeler en 1967. Penrose encontró dos años más tarde, junto a un veinteañero llamado Stephen Hawking, una demostración más general que también se aplicaba al origen del Universo: los dos muchachos acababan de demostrar, ni más ni menos, que en el pasado hubo un Big Bang.
Medio siglo más tarde, las pruebas de la existencia de los agujeros negros son apabullantes. Se observó la radiación emitida por decenas de ellos tragándose a estrellas imprudentemente cercanas, la vibración del tejido espacio-temporal provocada por pares de agujeros negros fusionándose, la órbita de decenas de estrellas en torno a un punto oscuro del centro de la Vía Láctea que parece tener una masa de más de cuatro millones de soles (Reinhard Genzel y Andrea Ghez recibieron la otra mitad del premio Nobel este año por ese descubrimiento) y, finalmente, el año pasado, pudimos hacer el primer retrato de un agujero negro de seis mil quinientas millones de masas solares que está a casi cincuenta y cinco millones de años luz (cuando salió de allí la luz fotografiada, ¡todavía no se había formado el Himalaya!).
Penrose es un pensador singular y arriesgado cuyas contribuciones son fundamentales y muchas veces polémicas, también en campos como la neurociencia y la cosmología. La Relatividad General está plagada de ideas suyas. Junto a Hawking han sido los más grandes continuadores de la obra de Einstein. Un genio sin atenuantes que habla siempre en tono apacible, mesurado y con una modestia inverosímil, al tiempo que luce un aire despreocupado y el cabello hecho un torbellino sobre sus cejas arqueadas y su mirada profunda.
A finales de los ochenta abordó el problema de la conciencia y concluyó que las leyes de la física no podían explicarla. Dedujo que sus secretos debían esconderse precisamente allí donde la física tenía un punto ciego: en la gravitación cuántica. Esbozó un conjunto de ideas que más tarde concretó con el anestesista Stuart Hameroff, atribuyendo la clave de la conciencia a unos componentes estructurales de las células llamado microtúbulos. Las críticas no tardaron en llegar pero Penrose tiene un atributo necesario de la genialidad, aunque tenga mala prensa: la obstinación.
En 1992 vino a Argentina para participar en el congreso más importante de Relatividad General, en Huerta Grande. A pesar de que pasó una buena parte de la conferencia en su habitación por un inoportuno dolor de espalda que sigue recordando, es difícil olvidar su charla sobre twistores, objetos matemáticos de su invención que permiten reformular la Relatividad de un modo sorprendente. Penrose entendió como nadie las sutilezas de esta teoría a la hora de comprender si vale o no la causalidad en todos los rincones del Cosmos.
Sus contribuciones relevantes y originales son demasiadas para hacerles justicia en un texto tan breve. Fue él quien inventó, por ejemplo, el estudio de teselados (formas de cubrir una superficie con piezas periódicas, como los mosaicos de una cocina) que nadie había imaginado jamás y que están en la base de los cuasi-cristales, cuyo descubrimiento le valió el Nobel de química a Daniel Shechtman en 2011. ¿Debió haberlo compartido? Muchos creemos que sí. Él dice que no.
A pesar de estar al filo de los noventa no hay señales de que Penrose esté pensando en tirar la toalla y dejar de avanzar tercamente hacia las fronteras del conocimiento, como si estuviera dispuesto a llevárselas por delante. En 2010 publicó un libro en el que cuestionó dos de los conceptos más consolidados de la cosmología contemporánea, el Big Bang y la inflación. Como casi siempre, la comunidad científica está en contra. Pero muchas otras veces se ha visto a este quijotesco caballero volver victorioso cuando se le auguraba una sonora derrota.
En contadas ocasiones podemos decir que es el Nobel el beneficiado por contar entre sus galardonados con figuras legendarias, mucho más de lo que éstas obtienen de él. Y cuando la Academia Sueca les da la espalda su palmarés cae en el descrédito. Esa lista incluye a Borges, Kafka, Joyce o Pessoa, y hasta ayer estaba en ella un personaje de esos cuya biografía se parece a una embriagadora ficción: sir Roger Penrose.
* Profesor de física teórica de la Universidad de Santiago de Compostela