Fantasmodio
Esther Díaz
Eneas, sin que lo sospeche la noble Dido, lucubra medios para huir. Ordena a sus hombres que con sigilo aparejen la escuadra y se reúnan en la playa, que guarden las armas y disimulen la causa de aquellos movimientos, mientras busca la manera más propicia para salir lo mejor posible de aquel trance. Así presenta Virgilio uno de los primeros ghosting de nuestra cultura. El héroe troyano, que estaba viviendo una pasión arrasadora con Dido, la reina de Cartago, decide abandonarla e irse con su ejército. Pero no quiere darle explicaciones ni despedirse.
Ghostear remite al corte abrupto de una relación sexoafectiva sin dar explicaciones deviniendo fantasma. Existió siempre, pero a veces resulta costoso. Dido descubrió los preparativos de la huida y le hizo una escena. Se retorcía por dentro pero no cedió el héroe. Cuando se alejaba en su barco volvió la mirada y vio una negra columna de humo. La reina se había suicidado, desde la costa las llamas de su pira mortuoria parpadeaban.
Hoy -digitalidad mediante- el trámite es más ágil. Hacerse fantasma y a otra cosa. Se han creado corrientes de opinión sobre una ética de las relaciones remotas. Pues la virtualidad y sus riesgos aumentaron de modo exponencial con la pandemia. Hay sectores que reclaman responsabilidad afectiva, hay otros que justifican la práctica. Dolorosa para quien recibe el desplante. Aunque la controversia es estéril mientras no se equilibren las relaciones de fuerza entre los géneros. Ghosting, Grooming y Fishing constituyen recursos ciberespaciales patriarcales que intensifican la condición de objeto descartable que los profetas del odio otorgan a las minorías sexuales.
¿Y el grooming? Acoso sexual virtual ejecutado por hombres contra menores de ambos sexos y contra mujeres preferiblemente jóvenes. Durante la primera fase de la cuarentena hubo atletas mujeres que debieron suspender sus entrenamientos ante cámaras por el grooming del que fueron víctimas. Ni hablar de la niñez acechada por el ciberacoso. El abuso virtual suele concretarse de modo presencial mediante engaños y señuelos. Y por una torsión perversa de los agresores, lo que se pescó en internet regresa a su fuente. En una clase universitaria se filtró un video en el que se tortura y viola a una niña.
He ahí el Fishing o utilización de las redes sociales para hacerse pasar por otra persona y conseguir información sexual o empresarial con fines extorsivos sobre víctimas concretas financieras o sexuales. Los parafílicos digitales despliegan recursos de pescadores y encuentran quienes muerden el anzuelo. ¿Cómo se incentivan y en qué se sostienen el ghosting, el grooming y el fishing? En el anonimato, la violencia y el odio. El anonimato al ocultar identidad otorga inmunidad. La violencia utiliza la fuerza para dominar e imponer. El odio provoca daño y sufrimiento. Esa tríada forma parte de pandemias virtuales. En la era tecnológica “vomitar odio” cobró estatus universal: hating. Atacar con comentarios ofensivos por medios remotos. Estos fenómenos virtuales dejaron al descubierto una involución en la evolución de la especie: odiadores seriales.
Agresiones enmascaradas carentes de pensamiento crítico. Pirotecnia de insultos, argumentos ad hominem, descalificación y basureo. El imposible debate, la negación hiperbólica. Ahora bien, si el grooming y el fishing son sin duda patriarcales, el hating (al igual que el machismo) no tiene género.
La escena de color acaramelado muestra a la familia Catsouras. Madre, padre, tres hijas adolescentes. Eran cuatro, pero Nikki, la de dieciocho, un día se subió al auto ofuscada, chocó contra un puente, murió. Entregaron el cajón cerrado. La familia preguntó por las condiciones del cuerpo. Sólo se había deterioro un dedo de la mano, dijeron para alivianar el agobio. Pero entró un mail cuyo asunto decía “¡Mirá papá estoy viva!”. Al abrirlo aparecía la imagen del cuerpo de Nikki destrozado. A cualquier espacio virtual que acudieran se encontraban con fotos de la cabeza de su hija sangrante casi desprendida del cuerpo. Se viralizaron desde celulares de la policía. Ante el aluvión de mensajes y fotos macabras, la familia se desconectó de internet, entablaron juicios, apelaron a mil recursos, pero esas imágenes siguen apareciendo en los lugares más inesperados. El odio y el morbo. “Internet es el anticristo”, dice la madre de Nikki en el documental de Herzog sobre la conectividad. Ocurrió en 2006, pero los intentos de borrar el horror, además de inútiles, produjeron el “efecto Streisand”: al repudiar un hecho digital se lo difunde al infinito.
Existen micromilitancias contra esas costumbres tóxicas, hay leyes que las limitan, grupos que las combaten. ¿Y en lo personal? Cuidarse y cuidar. Desarrollar prácticas de sí. Instrumentar tecnologías preservándose. Una ética del cuidado de sí implica una ética del cuidado de otras personas, implica política.
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El discurso tiene materialidad. En 1938, Orson Welles transmitió por radio una supuesta invasión marciana. Multitudes en pánico, tránsito congestionado, teléfonos colapsados, caos. Pero eran solamente palabras que, en ese caso, dejaron en claro la capacidad del discurso para producir efectos reales, su poder. El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio del cual, se lucha, aquel poder del que nos queremos adueñar. Foucault analizó la potencia salvadora o aniquiladora de las palabras en relación con el poder. Y, por otra parte, exhumó una ética de la existencia. Epimeleia heautou significa cuidado de sí en función del cuidado de la comunidad. A ello habría que tender para orientar estrategias solidarias cuando de lo que se habla pierde importancia y lo importante se reduce a insultar, burlar y humillar. Imaginar modos de pensar las agresiones comunicacionales para proteger y mitigar los daños. Poner en agenda estos nuevos fenómenos virtuales abarcando la otredad, es decir, siguiendo la metáfora platónica ¿cómo puede el ojo verse a sí mismo?, no simplemente mirándose en el espejo sino reflejándose en las pupilas, otras.