Hace 125 años, se encontraba en una aldea del condado de Tipperary el cuerpo calcinado de “la última bruja que ardió en Irlanda”, como pasó a la posteridad Bridget Cleary: mujer de 26 que pronto devino parte del folclore popular, inmortalizada incluso por una rima infantil que aún se escucha en ciertas zonas rurales: “Are you a witch or are you a fairy, / Or are you the wife of Michael Cleary?”. Pocos casos del siglo 19 causaron más revuelo a nivel local: con ecos de hechicería, indicios de infidelidad, conspiración familiar y personajes sobrenaturales, no faltaba ingrediente para que la prensa anglo orquestase un cóctel sensacionalista, truculento. A punto tal que historia sigue inspirando poesías, telefilms, libros como The Burning Of Bridget Cleary: A True Story, de Angela Bourke… Meses atrás, por ejemplo, hacía olitas el track que lanzaba la cantautora folk Maija Sofia sobre Bridget, incluido en su celebrado disco Bath Time.
Bridget Cleary era modista, sombrerera y vendía huevos, no tenía hijos, sabía leer y escribir. Su marido, Michael Cleary, era tonelero; laburaba en una ciudad aleñada y pasaba muchas noches afuera. Aunque confortable, la casita que tenían en Tipperary contaba con una petite desventaja: había sido construida sobre los restos de un ringfort, léase un fuerte circular. Se sabe que estos asentamientos fueron levantados entre la Edad de Bronce y la Edad Media, pero en la Irlanda rural de 1895 estaban convencidos de que eran fortalezas de hadas, un portal hacia otro mundo que había que evitar a toda costa. Un día, caminó Bridget hasta un pueblo cercano, Kylenagranagh Hill, donde -al parecer- mantenía un affaire con un criador de gallinas. Allí se habría detenido en un fuerte de hadas que, para la superstición de antaño, fue su perdición…
La joven volvió a casa con un resfrío fuertísimo, que empeoró y empeoró. Su esposo llamó a un doc, que dijo que se trataba de una bronquitis y le recetó unos medicamentos. Pero Michael se negó a darle los remedios: en cambio, pidió consejo a un amigo seanchaí -un cuentacuentos, digamos, versado en la tradición feérica-, que aseguró que esa mujer no era Bridget, ¡era una polimorfa!, un hada cambiante que había tomado el lugar de doña Cleary en Kylenagranagh Hill. Llamaron entonces a un herbolario que confirmó la hipótesis, y así comenzaron los ritos para expulsar a la entidad. Con familiares y vecinos presentes, la obligaron a tragar curas a base de hierbas, y tres veces le preguntaron: “¿Eres Bridget Boland, la esposa de Michael Cleary, en el nombre de Dios?”. Ella solo respondió dos veces, y el tres, mal que pese, era número clave. La sentaron sobre brasas ardientes, por el terror de los polimorfos a las llamas. Intentaron que tragase tres trozos de pan, pero la pobre muchacha apenas pudo embucharse dos. En pleno suplicio, ella grita, resiste, hace notar lo absurdo de la situación: pide leche para beber (conocida es la afición de las hadas por la leche), y finge robar un chelín, como lo hubiera hecho un hada. Acusa a su esposo de tener una madre que escapó con estas criaturas, y un Michael frenético toma la lámpara de aceite… y la prende fuego. “¡Esa no es mi esposa!”, grita iracundo, y asegura que pronto aparecería la verdadera Bridget Cleary montada a caballo blanco.
Obvio es decirlo: no sucede. Días después, alguien notifica a las autoridades, que buscan el cuerpo. Lo encuentran enterrado, calcinado. Y Michael y compañía son encarcelados, llevados a tribunales. El juez ve el caso como un asesinato premeditado y sentencia al esposo a 15 años tras las rejas. Que cumple, antes de mudarse a Canadá para siempre. Cabecitas modernas arriman hoy distintas teorías: que Michael podría haber padecido el síndrome de Capgras, por el que la persona cree que un familiar ha sido reemplazado por un impostor idéntico. Que podría haber atravesado una psicosis transitoria. Que era, lisa y llanamente, un femicida.
Por aquellas fechas, mientras tanto, la prensa se hace un festín, e incurre en el error que persistiría por más de un siglo: habla de quema de bruja, acaso porque era más sencillo así atraer el mórbido interés de lectores. Difícilmente tuviera el mismo efecto referirse a seres polimorfos para los muchos rotativos que cubrieron el asesinato: periódicos británicos (que se hicieron un picnic escribiendo sobre el “oscurantismo medieval” de una Irlanda retrógrada que de ningún modo podía gobernarse por sí misma), estadounidenses, también mexicanos. Si había fuego, había bruja, y de tanto remachar, se instaló la idea.
Aunque la historia de Bridget en nada se
pareciera a la de Alice Kyteler, primera mujer acusada y condenada por brujería
en Irlanda, en el siglo XIV, tras amasar gran fortuna con la muerte de cuatro
maridos. Familiares de los esposos RIP aseguraron que los había asesinado vía
magia negra, sacrificando animales para obtener el favor de demonios. Aunque el
jurado la condenó a la pira, logró huir Kyteler a Inglaterra. Menos suerte tuvo
Petronilla de Midia, una de sus sirvientas, que confesó bajo tortura haber
ayudado a Alice en las artes oscuras y pereció en la hoguera en 1324. Tampoco
tiene nada que ver con el conocido caso de las brujas de Islandmagee, de
1710-11, último juicio de este tipo en Irlanda: ocho mujeres fueron encontradas
culpables de atacar “en forma espectral” a una joven que presentaba signos de
posesión demoníaca; lo típico, vamos, “gritar, jurar, blasfemar, arrojar
Biblias, convulsionar cada vez que un clérigo se le acercaba, vomitar alfileres,
botones, clavos, vidrio…”. En fin.