Estamos como cuando vinimos de Suecia. En el Mundial del ‘58, como se sabe, la Selección Nacional perdió 6 a 1 con Checoslovaquia y fue recibida en Ezeiza con un diluvio de monedas. Aquella estrepitosa caída provocó años de confusión, en los que se creía que la potencia física era más importante que la técnica.
O quizás estamos cuando no fuimos a México en 1970, en una época en la que los jugadores evitaban ser convocados a una Selección que siempre navegaba a la deriva. Cuatro años más tarde, en el Mundial de Alemania, se encadenaron nuevos desatinos con la conducción de Vladislao Cap, José Varacka y Víctor Rodríguez hasta que llegó César Luis Menotti, con un proyecto serio que provocó un cambio esencial e hizo que se volviera a creer en nuestro potencial futbolístico.
Pero también podria ser que estemos como antes del Mundial 86, cuando algunos funcionarios del gobierno de Raúl Alfonsin proponían una especie de golpe de Estado en la selección de Bilardo, creyendo interpretar el sentimiento popular generalizado de bronca contra un equipo que no jugaba a nada y resultó ser que terminó consagrándose campeón del mundo.
O tal vez podríamos trazar un paralelo con las vísperas del Mundial del 94, cuando el equipo que dirigía Alfio Basile se clasificó angustiosamente en un repechaje contra Australia y después pudo haber salido campeón si no le hubieran cortado las piernas a Maradona.
Podría ser también que estamos como en el 2002, cuando volvimos rapidito del Mundial después de haber arrasado en las eliminatorias.
Todo es posible, todo es comparable, porque el futbol argentino ha atravesado múltiples momentos cruciales en su historia, en una permanente oscilación entre la euforia y el drama, la agonía y el éxtasis, la idea de que somos los mejores y los peores, casi sin escalas de ida y vuelta. La derrota ante Brasil y el dato de que hoy estamos afuera de la Copa el Mundo ha creado un clima de histeria y dramatismo que incluye el pedido de medidas extremas del tipo “que se vayan todos”. Es cierto que este grupo de jugadores tiene el ánimo por el piso, que algunos futbolistas verían con alivio su reemplazo, pero con el partido ante Colombia encima ninguna cirugía mayor agranda las posibilidades de éxito. Bauza va a hacer algunos retoques y parece sensato que a esta altura no cambie medio equipo. Pero lo que sí resulta imprescindible es que se aproveche el tiempo que falta para los próximos compromisos por las eliminatorias para una revisión general que dé respuestas a ciertas preguntas básicas: ¿a qué queremos jugar?, ¿hay una idea madre o se improvisará en función del rival, los resultados y los caprichos?, ¿se cree que es necesario armar un equipo en torno de Messi o no?, ¿cómo se hace para evitar que cuatro jugadores corran detrás de un rival (como en el segundo gol de Brasil), es decir, cómo se hace para trabajar el achique?, ¿vamos a seguir cambiando de puesto a los jugadores o se respetará lo que hacen en sus clubes?, ¿vamos a trabajar la psicología del pantel o no?
De cualquier manera, todas estas son, en el fondo, cuestiones coyunturales. El primer cambio que hay que promover es el dirigencial. La AFA no puede estar guiada por gente que ha demostrado su incapacidad con el simple hecho de pedir ideas, recoger cuarenta proyectos de selecciones juveniles y elegir uno por afuera de esos cuarenta. Semejante desatino invariablemente repercute en el rendimiento en los equipos.
Sería bueno ganarle a Colombia. Y será mucho mejor que eso que se produzcan cambios en la conducción del fútbol. Porque si no, en vez de ir al Mundial nos vamos al diablo.
Los desatinos dirigenciales alimentan la crisis futbolística
Igual que cuando vinimos de Suecia
Este artículo fue publicado originalmente el día 14 de noviembre de 2016