Hace poco más de dos años, desde este espacio y todavía en pleno imperio de Cambiemos, reflexionamos acerca de la utilidad de las novelas de espionaje en tiempos de fakenews y posverdad. La idea era que la realidad tomaba todo el tiempo forma de complot (más que de “enigma”, algo propio de la novela policial) y que, por lo tanto, la atenta lectura de novelas de espías nos podía guiar en la selva de los códigos cifrados, ayudarnos a distinguir un complot verdadero de uno falso y --en definitiva-- hacernos entender algo acerca de las nuevas formas de hacer política de la derecha. Y en parte también para consolarnos, en el sentido de que hasta lo más abominable puede llegar a tener alguna justificación literaria. Cerrábamos esas reflexiones con una cita del periodista e historiador Max Hastings del libro La guerra secreta, en la que señalaba que “en ninguna parte del mundo se manejó y se valoró la inteligencia con sabiduría. Aunque los secretos tecnológicos siempre resultaban útiles para las naciones rivales, es poco probable que buena parte de las febriles vigilancias secretas revelasen a los gobiernos más de lo que estos podrían haber extraído de una cuidadosa y atenta lectura de la prensa”.
Hoy hay varios puntos que resultan sorprendentes respecto de aquel panorama de 2018. En primer lugar: en una fabulosa inversión de los dichos de Hastings, son los periódicos y los canales de televisión los que se dedican a difundir esa data recogida por los servicios secretos, a punto tal que hay un periodista procesado por participar de una red de espionaje político ilegal, y varios otros que andan por la cornisa. En segundo lugar: hace dos años, la reflexión acerca de los complots refería directamente a las maniobras de lawfare; hoy tenemos prácticamente todas las pruebas sobre la mesa de la existencia concreta de esas redes de espías que trabajaban por dentro y por fuera del Estado para proveer de materia prima a los nodos y terminales del lawfare. Pero como suele suceder cuando se dejan tareas tan creativas en manos de entusiastas emprendedores, la diversificación y la tentación de hacerse de una extra llevó la oscuridad de los topos hasta zonas límite como la extorsión, la tortura psicológica y quizás física. Y una más: día a día surgen evidencias de que lo que pudo haber surgido como un intento de sofisticar los métodos de obtención de big data, terminó en el burdo espionaje del “enemigo” propio de los milicos de antes, fanatizados con la doctrina de la seguridad nacional.
Cada vez más lejos de James Bond, cada vez más cerca de Alfredo Astiz infiltrándose entre familiares de desaparecidos, el episodio de la vigilancia sobre los familiares de víctimas del hundimiento del submarino ARA San Juan agrega notas tenebrosas a esta nueva novela de espionaje que parece estar escribiéndose en algunos despachos y juzgados, pero que no concitan la atención de los mismos medios que, cuando el ARA estaba desaparecido, se permitieron darles voz a los familiares mientras se buscaba el submarino.
Otra vez resuenan las palabras de Hastings. Se supone que espiaban a los familiares para estar al tanto de cuáles iban a ser sus reclamos y de cómo los llevarían adelante, de qué forma peticionarían a las autoridades. ¿No podían saberlo, presentirlo, averiguarlo de otra forma? ¿Tan perseguidos estaban que presuponían que de parte de los familiares de los tripulantes sólo podía venir una especie de conspiración para atacar al gobierno a punto tal de acorralarlo, ponerlo contra la pared? Recuerdo el testimonio del hermano de un submarinista que habló desde Tucumán. Se quejaba de que los medios --no el gobierno, precisamente-- le habían dado más cobertura a la desaparición de Santiago Maldonado que a la de los tripulantes del ARA San Juan. Y lo dijo un sábado a la tarde por C5N, no en una reunión donde un espía infiltrado pudiera haber registrado tonos, ideas, acciones, que no se podían obtener de otra manera. No se puede más que agregar lo obvio: si vigilar a presos políticos, a abogados defensores o a estudiantes secundarios como acaba de revelarse, es una práctica aberrante en términos de vida democrática, espiar a personas que buscan desesperadamente a sus familiares o en última instancia, los cuerpos de sus familiares, implica un plus de depravación mental difícil de digerir.
Quizás esto se deba a una confusión de imaginarios que nos proveyó, una vez más, la literatura de espionaje o una película como La conversación de Francis Ford Coppola: en el mundo de John le Carré, el espía es un burócrata, un hombre gris y rutinario que sueña con un buen retiro. Quizás haya que pensar en otra clase de prototipo. Por ejemplo, un hombre que construye su poder de manera un poco mafiosa y empieza a escuchar a todo el mundo para juntar data que pueda servir en algún momento. Pero morbosamente se hace adicto a esos informes de inteligencia que no le dicen nada nuevo, pero lo que le interesa es el espionaje en sí, no la data revelada. Saber que puede tener el control. Como quien periódicamente va a mirar sus dólares a la caja de seguridad.
Es cierto, hay una paradoja en la aplicación de las palabras de Hastings a estos acontecimientos deplorables: una cuidadosa y atenta lectura de los diarios, para los espías, resultaría redundante y aburrida, ya que ahí verían reflejado ¡en nombre del periodismo de investigación! el fruto de sus sacrificios más secretos. Pero esto no es culpa de la ingenuidad de Hastings sino de la promiscuidad que siempre existió entre cierto periodismo y los servicios. El tango se baila de a dos, pero la carne podrida también se hace de a dos. Uno está dispuesto a vender, el otro a comprar.
Todos sabemos que la estructura de espías, medios, jueces y fiscales de estos años es más compleja y supera tanto a las novelas de espionaje como a los delicados dilemas éticos de servirse de los garganta profunda del sistema. Pero dan ganas de resucitar a James Wormold, el honesto vendedor de aspiradoras de Nuestro hombre en La Habana para que vuelva a hacer la burla y el escarnio eterno de esta manga de impresentables.