“Soltá, soltá el dolor”, cantaba Gabo Ferro con las vísceras, de la única forma que sabía y podía cantar. “Me quiero sacar la guitarra de encima”, repetía también cuando se daba cuenta que hasta le sobraba ese instrumento de seis cuerdas. Porque sabía que podía cantar y decir y conmover con muchísimo menos: solo con el poder de su voz y su palabra. Una voz ambigua, aguda, no binaria. Este jueves la voz de Gabo Ferro se apagó, al menos en este plano. Porque seguirá cantando y diciendo. Es que el músico, historiador, poeta y performer falleció a los 54 años este jueves a la tarde, víctima de un cáncer. “En este triste día despedimos al adorado artista Gabo Ferro. Nos abrazarán siempre sus canciones, su poesía y su generosa sonrisa”, anunciaba el comunicado oficial de su manager y amiga, Celia Coido.
“Sabemos que es una persona y artista muy querido. Agradecmos el respeto en este momento para con sus familiares y amigxs”, decía también el comunicado y que a muchos tomó por sorpresa en el campo artístico. Durante los primeros meses de la cuarentena, el artista brindó charlas y recitales de música poesía por su cuenta de Instagram, pero en mayo dejó de compartir en sus redes sociales. “Me operaron hace unas semanas para extraer un tercer molar no expuesto y la cosa se complicó un tanto”, había explicado a sus seguidores. “Así que, mis amores, apenas vaya pasando esta circunstancia volveré a cantarles todos los días o en nuestros encuentros especiales y, como les dije tantas veces: hasta que me dejen”, decía por entonces.
Hijo de un trabajador del frigorífico Lisandro de La Torre (“el peronismo nos atravesó”, decìa) y una madre ama de casa, Gabo Ferro vivió toda su vida en Mataderos y también en sus últimos años de vida. En la década del ’90 condensó su grito en Porco, una recordada banda de hardcore en la que aprendió el oficio de músico. La historia dice que el 31 de marzo de 1997, en el tercer tema de un concierto en el Hotel Bauen, el músico dejó el micrófono en el suelo y se despidió de la música y la distorsión. Al otro día, empezó a cursar el profesorado de Historia, convencido de que la música era parte del pasado. En el aula de la facultad le decían “el mudo”, porque casi no hablaba.
Siete años después, su amigo Ariel Minimal fue quien lo empujó a grabar unas canciones que venía componiendo en soledad. En 2005, grabó su primer disco como solista, Canciones que un hombre no debería cantar, un trabajo rupturista en el que empezó a abordar los tres tópicos que lo acompañarían en todos sus trabajos: clase, raza y género. Desde entonces, no paró de grabar discos solo y en compañía. Grabó casi un disco por año. “Estoy atento, busco cosas que me aporten un nuevo color para meter. Y siempre con todo encima, todo lo vivido, todo lo hecho, todo lo amado. Por eso duele. Es una cosa gratísima y amorosa, pero también es dolorosa. Porque la presencia también está constituida por su ausencia; por la gente que no está, por lo que ya no tenés. Es inquietante cuando a uno lo gastan por su melancolía. ¿Qué buena vida habrás tenido hermano, vos, que podés saltear la melancolía y la tristeza?”, le decía el año pasado a este diario.
Además de nueve trabajos en solitario, registró junto al escritor Pablo Ramos, El hambre y las ganas de comer (2010); junto a la cantora Luciana Jury, El veneno de los milagros (2014); con su compañero de andanzas en la década del noventa, Sergio Ch, sacó Historias de pescadores y ladrones de la pampa argentina (2018); y El agua del espejo (2017) con el pianista Juan Carlos Tolosa. “Cada disco es una instantánea histórica”, sostenía. “Cuando yo decía que los asuntos de clase, raza y género eran políticas a atenderse, me miraban como si fueran una especie de gestos militantes pero no políticos. En 2004 era increíble pensar en una política de género. Ahora digo que habría que buscar el modo de meter el amor en la agenda política y me miran con cara de sorpresa también. Porque al amor hay que entenderlo como violencia vital y una de las fuerzas más poderosas. Hay cosas que la gente hace por amor que ni siquiera hace por odio. El amor moviliza y saca del cuerpo fuerzas inéditas”.
Su último disco hasta la fecha había sido Su reflejo es el lobo del hombre, publicado el año pasado, en el que reflexiona sobre los vínculos mediados por la pantalla y la virtualidad. Un disco que llegó a presentar por partida doble en el ND/Teatro, a sala llena. “Cuanto más volátil supuestamente se hace la identidad, hay un mayor reclamo de la visibilidad de ciertos cuerpos. Y me interesaba remarcar que, a pesar de que todo está en un contexto ‘invisible’, es uno de los momentos históricos más poderosos donde hay un montón de cuerpos y cuerpas que se están manifestando y diciendo ‘acá estoy, elijo ser así’”, le decía el año pasado Ferro a Página/12. “¿Qué pasa con los sujetos que llevan su cuerpo a un lugar problemático para el ojo de la normatividad? El cuerpo puede ir por donde quiera todo el tiempo, ejercer la libertad que no nos contaron que podemos ejercer. Y no solo desde lo afectivo, sino también desde lo físico”.
Ferro escribió también libros de poesía, ensayos históricos y las óperas Ese grito es todavía un grito de amor (2014), El astrólogo (2017) y Artaud (2015), junto a Emilio García Wehbi, entre otras, “Hace poco tiempo estoy asumiendo que la literatura es lo que me interesa de la canción. Por eso, cuando produzco un disco me la paso desagregando, sacando arreglos, coros, me quedo con una síntesis mínima, donde la punta sigue siendo lo que digo y cómo lo digo”, sostenía Ferro, sobre uno de los temas que más lo inquietaban en los últimos años: usar la palabra como una flecha.
“Si no digo nada y si no lo digo como siento tiene que sonar, no tengo nada. Y eso me hace pensar en el peso de la literatura. Como lo entendían aquellos viejos juglares o trovadores, que iban y decían lo que había pasado en la batalla. Una especie de cronista del más allá. Mis discos son urgentes y son discos, nada más. La belleza canónica espanta lo que quiero decir. Entonces necesito detritus, mugre, silencios, ruido”, decía Ferro, quien en 2019 fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y celebró los 15 de años de su regreso a la música.