La Constitución mexicana dispone que sean 11 miembros los de su máximo tribunal federal. Los Estados Unidos establecen en su Carta Magna una Corte Suprema de 9 integrantes. La del Reino de España está compuesta por nueve; también la de Canadá. La del Reino Unido de Gran Bretaña está integrada por 12 jueces. En la Federación Rusa reúne 19 jueces, organizados en 2 cámaras, que duran 12 años en sus mandatos, los que no se pueden prorrogar. En la República de la India, ese máximo tribunal lo forman 25 magistrados que deben jubilarse a los 65 años de edad.
La famosa Constitución criolla de 1853, la original nacida del Acuerdo de San Nicolás y redactada y votada en Santa Fe a impulso de las “Bases y Puntos de Partida” de Juan Bautista Alberdi, estableció un número fijo de jueces, que eran nueve, determinado por su artículo 91. La reforma de 1860, convocada para volver a reunir en una sola entidad a la Confederación Argentina y al separatista Estado de Buenos Aires, determinó que fuera el Congreso de la Nación quien normara por ley la cantidad de magistrados. Hubo en la historia nacional cambios que llevaron su integración hasta nueve ministros.
El número de cinco vigente en la actualidad es una preferencia, una arbitrariedad y un error cometido por el gobierno kirchnerista al desvalorizar el peligro que representaba aquél elenco como tutelador de los intereses de una minoría social poderosa. Luego vino el intento de incorporación por el macrismo de dos miembros en comisión por decreto, lo que frente al rechazo popular y político, llevó su pedido de nombramiento adonde fija la Constitución, es decir, al Senado. Allí, de manera incomprensible, por decirlo piadosamente, el bloque peronista mayoritario cedió al confirmar a quienes habían aceptado una designación ética y jurídicamente indebida. Luego hubo más. Una jueza, designada luego de la reforma constitucional de 1994 se presentó ante un tribunal de primera instancia para que se le permitiera continuar más allá de cumplir 75 años, el límite etario fijado por el Congreso Reformista de 1994. Eludió así el procedimiento que fija la Constitución vigente para su eventual continuidad: una nueva propuesta del Ejecutivo, que es voluntaria y un nuevo acuerdo del Senado que le otorgaría, en caso afirmativo, un nuevo nombramiento por cinco años, el que podría ser repetido consecutivamente por el mismo trámite. En cambio, el juez actuante le dijo que sí a la magistrada en su pretensión por permanecer sin más, y el fiscal que debería haber apelado no lo hizo, confirmando en esa primera instancia una cuestión, esa sí, de “gravedad institucional”, porque le otorgó su confirmación de por vida.
El caso tenía antecedentes, porque otro juez del tribunal supremo, éste nombrado antes de la reforma del ´94, se había presentado ante la propia Corte, y le fue concedido por conjueces lábiles, ésa su voluntad de levantarse contra la normatividad suprema de la Constitución establecida por la Convención específica que la reformara por mandato popular.
El sistema constitucional argentino forjado a partir de la doctrina norteamericana que sedujera a J.B. Alberdi, aplicó desde mediados del XIX, la teoría de la “labilidad” para la declaratoria de inconstitucionalidad. Es decir, que cualquier juez, de cualquier instancia, puede acoger un recurso de inconstitucionalidad contra una ley, habilitar el pedido de amparo suspensivo presentado y congelar la norma dictada por el Congreso de la Nación, sin límite de tiempo.
Ésta constituye una de las aplicaciones del sistema de “pesas y balances”, tan caro a la democracia norteamericana que se ejerce en contra de aquél donde la supremacía la posee la soberanía popular. Ese modelo favorece a la minoría de los que están, al “establishment”, en contra de las demandas y resoluciones populares.
¿Por qué una minoría muy reducida de personas que duran toda su voluntad o su vida en los cargos de jueces supremos debe dominar la vida política de la Argentina?
Modificar el número de integrantes de la Corte implica dictar una ley con mayoría simple. Es relativamente fácil. Lo difícil es designar a un miembro de la Corte con los dos tercios de los integrantes del Senado; lo que hace trepar el número necesario para la aprobación de la propuesta del Ejecutivo a 48 votos, si todos los integrantes el cuerpo estuvieran presentes.
¿Esto regía así en la vieja Constitución de 1853? No lo era. No se indicaba una cifra especial, por lo que era la mayoría simple la que decidía la aprobación del candidato. Fue uno de los cambios malhadados de la reforma del ´94 –hubo otros muy buenos, como la constitucionalización de los tratados de DDHH y varios más– que permite hoy que 25 senadores se impongan a 47 y puedan vetar sistemáticamente la designación de un candidato a juez supremo o a Procurador General de la Nación, como ocurriría hoy en este último caso, si la proclamada preferencia del Ejecutivo por el juez federal Daniel Rafecas para esa posición fuera enviada al recinto.
Claro que en la democracia magna del Norte, el presidente Trump o antes Kennedy, Nixon o cualquiera de sus primeros mandatarios, puede o pudo hacer ratificar a su candidato para integrar su Corte por una mayoría simple del Senado de Washington. Aquí se cayó en la trampa y fuimos más liberales que los liberales hegemónicos.
Por más cambios que se quieran implementar, y puedan ser efectivamente concretados, no habrá garantías para la justamente planteada Reforma Judicial si no hay una modificación drástica de la Corte Suprema de Justicia. Drástica quiere decir, ampliar el número de sus miembros a 11, 15 ó 25, previa victoria electoral que obtenga los 2/3 reformistas en la Cámara alta. Ello validaría esa posibilidad como también la de una Reforma Constitucional que del mismo modo debería ser también aprobada por los 2/3 de la Cámara de Diputados. Este propósito no constituye una novedad jurídica del populismo, sino que estuvo presente en el artículo 30 de la misma Carta Magna (“la Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes”) desde su redacción en la versión original de 1853 y en absolutamente todas las reformas que, con posteridad, se aplicaron a la misma.
No es lo único que debe cambiarse en la Constitución. Claro que este proceso de mejoramiento jurídico tendría que estar precedido por un debate como el que se generó de manera ejemplar para el dictado de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, expurgada de sus contenidos más significativos por un decreto de necesidad y urgencia, la primera medida del gobierno conservador de Macri.
Es bueno también recordar que fueron las dictaduras militares liberal-conservadoras que pretendieron construir “una democracia para democráticos”, las que derogaron por bando castrense fementido como decreto en 1957, la reformada Constitución de 1949 durante la dictadura de la libertadora y dictaron otros bandos en 1972 para reformar la, para ellos supuestamente intocable Constitución alberdiana, y diseñaron entonces métodos electorales para tratar de impedir – inútilmente- el regreso del peronismo al gobierno en 1973. Fue también una corte del Poder Judicial tradicional, la que estableció la doctrina del gobierno de facto para intentar legitimar la pura violencia de la minoría sobre la legalidad y la legitimidad democráticas de las mayorías en el golpe de 1930.
La Corte Suprema debería ser el único tribunal para proceder en temas constitucionales, salvo que se creara como en España un Tribunal Constitucional separado de la Corte Suprema. Ello evitaría que tribunales inferiores intervinieran antes como en el caso citado de la jueza suprema. Debería sostenerse la vigencia de la norma impugnada mientras no se produjera un fallo que tendría que ser dictado en un establecido y breve lapso temporal, para impedir que un amparo ad hoc paralizara indefinidamente la votada por el Congreso representativo del pueblo.
Es probable que todo lo aquí enunciado sea conocido y apoyado por muchos sectores de nuestra sociedad, pero reiterarlo constituye una necesidad imprescindible. Es, además, un derecho democrático, incentivar un amplio debate sobre el tema.
La sociedad y el pueblo pueden y deben discutir varias y diversas cuestiones públicas a la vez. Para las minorías poderosas de la Argentina, nunca es el tiempo para modificar algo en sentido progresista, pero si las mayorías no se atreven a batallar por estos derechos jurídicos, nada cambiará de fondo en la Argentina, porque en los tribunales se borrará o detendrá lo resuelto por la voluntad democrática para profundizar la justicia social, la independencia nacional y la libertad. Pero hay que recordar, al mismo tiempo, que si las leyes son importantes, son irremplazables las mujeres y los hombres que las dictan, las aplican y las interpretan.
Ojalá que el remate de este deseado rumbo culmine con la inclusión en la nueva Carta Magna de un principio como el siguiente: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Se está citando el artículo 39 de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos.