Cada día que pasa nos alejamos más del día anterior a la aparición de la pandemia. Parecía una peste más, de esas que cíclicamente han arrasado con millones de vidas en todas las épocas. Y cada una de ellas tuvo su pico y su bajada; hace unos meses pensábamos que así sucedería también con ésta, quizá alentados por el desarrollo de la ciencia y quizá todavía pueriles, como cuando vimos las tapas de todos los diarios argentinos saliendo con una portada de lucha en común. Pero el covid-19 no llegó en un momento cualquiera, sino en el de la encrucijada de la especie: hay dos mundos posibles por delante, e incluso puede que no haya ninguno.
Esta peste cayó en el clímax de una aceleración integral, y en su transcurso el mundo y las poblaciones también han mutado: la iniciativa política de la ultraderecha, de usar la catástrofe como un escenario en el que afloren subjetividades descentradas y esquizoides, no permitirá regresar al día anterior a la pandemia. Porque incluso cuando se encuentre la vacuna, habrá que ver qué formas bizarras adopta ese fuera de sí de los negacionistas.
La vida o la economía fue el primer falso dilema que nos plantearon. Quienes lo difundieron no pensaban en los dueños de gimnasios ni de peluquerías. Pensaban en los negocios grandes que hacen ellos. Ya Bérgamo había sido la prueba del delito: para miles de italianos, mantener el trabajo les costó la vida o la de sus seres queridos. Y sin embargo es como si eso no hubiese sucedido. Ya existe la evidencia histórica de ese fracaso, pero el ocultamiento de la realidad no permite que se vuelva experiencia histórica reciente. Encontraron su caldo de cultivo en los sectores bajos y medios que necesitan volver a tener ingresos, y que por supuesto tienen derecho al pataleo. El problema es a quién le reclaman. En otros contextos de crisis tan abismales, se dio por entendido que eran los Estados, con la contribución de los más poderosos, los que debían encargarse de la reconstrucción. Fue así en Estados Unidos después de cada guerra. Hoy lo que los poderosos quieren es quedarse con todo sin socorrer a nadie: los mandan a contagiarse y de paso se elimina un sobrante de población.
“Tendremos montañas de muertos en todas partes, el Gobierno intentará esconderlos, habrá censura para evitar difundir las muertes, pero la opinión pública internacional lo sabrá. ¿Y qué pasará? Con todos los países saliendo del encierro después de una experiencia dramática, lo primero que van a hacer es poner un cordón sanitario a Brasil. ¿Quién va a querer comprar carne brasileña, de un país totalmente contaminado?”, se preguntaba en abril Vladimir Safatle, filósofo de Sao Pablo de paso por Madrid. En una entrevista esbozaba ya entonces que el único modo de evitar no sólo centenares de miles de muertos sino la crisis económica inédita en la que caerá Brasil en la pospandemia, era el juicio político a Jair Bolsonaro. Su política al respecto, como la del recuperadísimo-en-tiempo-record Donald Trump, causó más pérdidas de vidas que varias guerras. Y por eso esta peste es distinta a las anteriores: en su transcurso y de modo no convencional, se declaró una guerra que no necesita soldados. Están dispuestos a enervar y acelerar el enorme malestar que generan las restricciones en personas susceptibles a ese relato. Ese relato a su vez enfoca al enemigo en los Estados que quieren proteger vidas, y hace a sus fieles y seguidores aliados de aquellos que los han explotado siempre y que no están dispuestos a dejar de ganar dinero ahora tampoco.
En la encíclica Fratelli Tutti, que el Papa firmó en Asís hace una semana, en el párrafo en el que se refiere al mercado, usó esta expresión: “fe neoliberal”. En efecto, el neoliberalismo ha introyectado en millones de personas otro relato sin pruebas ni evidencias, sino todo lo contrario, por lo que es metabolizado más que como una ideología, como una fe.
Al analizar la gestión sanitaria del presidente de su país, la antigestión negacionista, Safatle no recurría a la figura del “contagio de rebaño” como sonaba por aquel entonces esa estrategia por cuya aplicación muy poco después el gobierno sueco pidió disculpas públicas ya que se hubieran podido salvar muchas vidas de haberse decidido restricciones tempranas. El filósofo brasileño recurría, en cambio, a una figura local, casi fundante de las grandes fortunas coronadas por apellidos ilustres en América Latina. “Sólo se justifica por un pensamiento esclavista que nunca se ha superado. Piensan como los dueños de los ingenios, que a su vez pensaban sobre sus esclavos en las plantaciones de caña de azúcar: ¿Van a morir algunos? El molino no se va a detener por eso. Por lo general, esta lógica se usaba para someter a la clase trabajadora afrodescendiente. Ahora la diferencia es que están sometiendo a esa lógica de la esclavitud a toda la población”.
Safatle señalaba puntos alienados de esa lógica: el virus es “democrático, no entiende de clases, por eso exige alienación y no le alcanza la supremacista. “Si he entendido correctamente, el sector que posee los medios de producción apoya a Bolsonaro debido al ADN esclavista que nunca abandonarán y pasa de generación en generación”.
En todos nuestros países se replica esa lógica, que recae en poblaciones emocionalmente fragilizadas por la alteración de los parámetros de normalidad. Si ha pasado de generación a generación la autopercepción de superioridad de las elites, eso sólo fue posible porque encontraron las herramientas simbólicas para hundir a las respectivas poblaciones en la autopercepción de inferioridad: violar los protocolos, presionar para acelerar las aperturas en momentos de picos de contagios, se ha convertido en un acto de “libertad”, cuando no es más que el acto reflejo de identificación con el discurso del amo.
¿Y cómo se le va a pedir al amo que pague más impuestos para contribuir con los Estados que sostienen a los sistemas sanitarios y que claro que deberían sostener económicamente a los sectores paralizados? Les han bloqueado la posibilidad de esa perspectiva, y no por arte de magia: han construido el mito de que las grandes fortunas justifican un poder que no se cuestiona, que es “legítimo”: desde esa ilegitimidad absoluta y hasta abyecta --como lo es aspirar a que se gobierne sólo en su beneficio-- es que surge la reacción.