“Vos no me vas a creer, hermano, ¡pero empezaron a llover sapos!” Facundo García lo cuenta y aunque cuesta creerlo, el oyente entra en su relato. Sucedió, explica, cuando era muy chico y acompañaba a sus abuelos transportistas llevando mercadería por el país. “Mis abuelos me contaban cosas todo el tiempo: en la Patagonia de la aurora austral, qué era el tatú carreta que encontrábamos en la ruta, ¡un día bajé del camión a hacer pis y apareció un puma!, con ellos aprendí que en cada paisaje había una narrativa, en cada río una leyenda”.
Cuando lo de los sapos, fue también su abuelo quien se lo anticipó. “Yo lo miré como diciendo ‘abuelo, soy chico pero tampoco tan ingenuo’, ¡y a la media hora se largó”, insiste. La anécdota le valió risas de sus compañeros de escuela de entonces y más tarde burlas de sus compañeros de redacción. Así que al final García hizo lo que sabe: periodismo. Averiguó de las lluvias de sapos, peces y hasta otras especies (la teoría más aceptada para el fenómeno, por si al lector le intriga, es el fruto de las trombas marinas). “La realidad a veces supera cualquier cuento”, señala y lo sabe bien porque uno de sus fuertes es la crónica, con la que se lució en medios como Página/12 o el Los Andes de su Mendoza natal. Con 15 años de oficio, tiene algunas páginas que sus compañeros consideran brillantes. Y las que más lo movilizaron aparecen en Era esto o poner bombas, el flamante libro recopilatorio que publicó Ediciones del Retortuño y que ya llegó a Buenos Aires (en las librerías Witolda de San Telmo, y en Suerte Maldita de Palermo).
En Era esto o poner bombas hay recorridos por las bailantas mendocinas, la construcción de un asesino, entrevistas a tipos como Pete Best y hasta un día en la vida de Shrek (un texto brillante e hilarante: su foto disfrazado del personaje verde estuvo colgada mucho tiempo en la redacción de este diario). También hay muchas miradas que (le) dicen cosas y voces. Cantidad de voces de entrevistados, testimonios casuales y buscados. Facundo habla con la gente. Habla mucho con sus fuentes, aunque él diga que no es una persona sociable y se describa como “chúcaro” y “huraño”.
García cuenta orgulloso que hay algo “arltiano” en el diseño del libro y hasta en el título. “Algo que remite a Juguete rabioso, a las Aguafuertes, es la intención de ponerse en el equipo de Arlt, jugar con él, como si fuera un amigo que está siempre en cada nota y nos putea, nos hace observaciones sobre lo que estamos haciendo. Me pone contento que aparezca como un fantasma, sin nombrarlo”.
Por eso también destaca que uno de los ejes del libro es “la desalienación”, ver cómo se producen las cosas. “Por ejemplo, el fenómeno de un asesino, porque detrás de una decisión aparentemente individual hay un sistema, más allá de las responsabilidades penales”, comenta. “¿Cómo se producen las bananas? ¿De dónde vienen los bichitos de los libros? Ese ejercicio de ver detrás de los detalles que parecen insignificantes para mí tiene el valor de desalienar”.
La palabra como poesía y como generadora de realidad también es importante para Facundo. “A mí me gusta encontrar nuevas formas de nombrar la realidad, que abran puertas a lo desconocido; cuando hablo con alguien trato de encontrar cuál es la puerta que me puede abrir esa persona”, explica. “Descubrí que prácticamente todo el mundo tiene una historia que contar, aunque a veces ni ellos mismos sean conscientes de eso”, agrega. “Un poco mi trabajo es tratar de hacer brillar esa historia, nadie escribe solo y si hay algún mérito en lo que escribo está en la gente que voy conociendo en mis exploraciones”.
-¿Cómo te acercás a la gente?
-Eso para mí es muy difícil de resolver. Lo que yo hacía era quedarme en el medio de las situaciones tratando de captar todo lo que pudiera. Si ibas a un lugar donde estaba pasando algo y veías un tipo parado ahí, era yo. Esta cosa del notero que mete el micrófono me cuesta. Soy más el tipo que se pone al costado, a ver. Después conversar. Es un trabajo más de esperar a dejar de ser un extraño. Una influencia innegable en esto es Fabián Polosecki. El laburo que nos dejó en los ‘90 es una enseñanza de la belleza de escuchar, la belleza que puede tener la esquina de tu propia casa, un matadero, una plaza una noche cualquiera.
-¿Cómo se vincula esto a textos trabajos como la crónica de Shrek en la Costa Atlántica o la cobertura del caso del asesino Gil Pereg?
-En ambos casos es tratar de salir de ese yo, esa casa prefabricada en la que vivimos todos los días. En Era esto o poner bombas hay varios de esos intentos. En el caso de salir disfrazado a la calle y contar un día como Shrek era tomarse un descanso del propio yo y ser un ogro por un rato, ¿cómo sería? Ponerse también en la piel de los que laburan de eso. ¡Cagarse de calor con 40 grados en la Costa en el Trencito de la alegría! ¿Cómo mierda hacen para sobrevivir en pleno Enero, con 40 grados, rodeados de un traje de goma? En el caso del hombre-gato de Mendoza, cuando lo agarré estaba cerrado para la mayoría de la prensa. Yo intenté buscar algo que no era la verdad jurídica. Había un montón que contar todavía. Era esto o poner bombas ya desde el título trata de movilizarte.
-Eso lo señalás en el prólogo por tu experiencia en el estallido social de diciembre de 2001. ¿Cómo te impactó?
-El del prólogo soy yo y es exactamente lo que me pasó esa noche del 19 de diciembre de 2001. Me marcó muchísimo porque en un sentido parecido al que pasa ahora, uno tenía la certeza de que el presente era Historia. Entonces cuando uno tiene esa sensación aparece la necesidad de contar, para poder dar también una versión que tenga que ver con las luchas populares. Sabemos que contar historias es una forma de militancia. Ese día percibo la salpicada de la historia. A partir de ahí no puedo no tener el deseo de contarla. El libro me interesaba porque me parece que hace falta una forma de hacer periodismo que no tenga que ver con la urgencia enfermiza que tenemos hoy por los tiempos y por los clicks. Los paisajes bonitos no están sólo hechos de cheetas que corren a 112 km/h. También hay otras cosas, otras especies. En función de esa inquietud que a uno le agarra por el estado del periodismo, saber que hay otras cosas. Saber que hay una búsqueda de más de una década que para mí produjo algunas historias copadas que no quiero que se mueran enterradas entre los resultados de Google, que tenés gente súper valiosa con historias que merecen ser contadas.
-¿Con qué criterio elegiste estas notas y no otras?
-Cada nota de estas para mí fue un estallido. Se volaron partes de quién era y se construyó una parte nueva que también se volará alguna vez, en algún momento. Es buscar nuevos paisajes, nuevas identidades, conmoverse, y no quedarse solidificado en un solo sitio, ideológico, geográfico o psicológico.
-En este libro también hay una suerte de coda del anterior, de Preguntas de los elefantes. ¿Por qué?
-Porque en su momento tenía que contarlas pero de algún modo rompían algunos climas que buscaba en ese libro. Por ejemplo, cuento cómo en un momento de mi viaje a África me vuelvo facho. Me vuelvo racista. Y me pregunto con toda la honestidad, ¿por qué? Después lo procesé, pero a esa altura no lo tenía madurado. Además después de ese libro pasaron un montón de situaciones muy copadas. Por ejemplo, Lilian, una persona que yo había conocido seis horas campo adentro en Kenia, vino a mi ciudad. Ahora cuento a partir de esa experiencia. Después murió Lankisa, un guerrero que había conocido. Era el hombre con la mirada más brillante del mundo. Se nos estaba yendo y nadie lo estaba contando.
-Volviendo a la pregunta anterior: ¿encontrás resistencias en la gente?
-Uno encuentra resistencias en la medida en que se pone en el lugar clásico de periodista, cuando se pone a grabar adelante de la cara del otro. Y sí, se tapa porque en realidad está viendo una institución: los medios. Pero podés hacer una nota sentado al lado de la vía del tren, charlando mientras se arrancan pastitos. Mi estrategia es que me vean como otro ser humano, porque al final la mortaja no tiene bolsillo, ¿viste? Cuando el otro te ve como un ser humano se acabó la distancia. Me pasó mucho en África que llegaba y era un marciano. Eso se empezaba a romper cuando me veían laburar o cuando me lastimaba. Se daban cuenta que somos todos iguales. Cuando uno va con el corazón en la mano, en general el otro ve el corazón y se arma un intercambio bonito.
-¿Qué te dejó conocer tanta gente?
-Una de las cosas que aprendí después de andar por medio mundo es una verdad sencilla, casi de perogrullo, pero que te guía para encontrarte con otros: en este mundo todo el mundo quiere amar y ser amado. Eso se repite en China, en la Antártida, en Latinoamerica, en la selva o la sabana. Es el puente común. Yo arranco de ahí: ¿a quién ama este hombre o esta mujer? ¿Quién lo ama? ¿Quién no? Ahí aparecen las historias. Por eso en el caso de Gil Pereg yo arranqué un párrafo diciendo: “¿Lo quiso alguien?” Quizás esa sea una de las preguntas más desgarradoras que pueden hacerse sobre un ser humano. En esa disyuntiva se juegan las verdades profundas de la mayoría de nosotros.
-El libro incluye notas sobre oficios: guardavidas, reparadores de máquinas de escribir, bibliotecarios, proyectoristas. ¿Qué buscás ahí?
-La gente ya con que la escuches te empieza a contar cosas hermosas. En los oficios hablé con los proyectoristas de los cines. ¿Qué tienen para contar? Muchísimas cosas, solamente hay que escucharlos, sentarse un rato en un día de lluvia, como también hice con los bañeros. Que mientras ellos en la playa están dentro de la casuchita, preguntarles: ¿qué cosas te emocionan de este trabajo? ¿Qué cosas te angustian? Y vas a encontrar la misma poesía que en cualquier otro lugar. En el fondo, si uno se pone a pensar, esto de encontrar historias que nos conmuevan, que salen de los oficios, del campo popular, ¿no es un poco discutir esta idea de que la historia verdadera pasa por los grandes protagonistas? ¿Los famosos que salen en la tele y esa bazofia? Bueno, pasa que en lugar de poner bombas vamos a contar la historia de estos otros.
-El libro es, en principio, un libro de crónicas, pero también incluye otros géneros, ¿por qué?
-Sobre el género hay una disputa. Incluso gente que intenta monopolizar las definiciones. Yo partí de una definición más amplia: si hay una historia fundada en hechos reales, hay crónica. Incluso hay entrevistas que están cronicadas, porque tienen pasajes donde cuento las historias primarias o secundarias alrededor de esa nota. Esa variabilidad es la inestabilidad que tiene hoy el género donde se le puede meter distintos elementos y aún así es una historia ceñida a los hechos.
-Sos partidario del “slow journalism”, del periodismo “lento”.
-Sí. Decía Chesterton que si va en un auto a toda velocidad uno puede pensar que la China es un vértigo de arrozales. Pero China no es eso. Es una cultura de 4000 años de historia escrita. Lo podés contar a esa velocidad, pero te vas a perder lo mejor. El slow journalism es una batalla que uno da en condiciones desiguales, porque para que haya lectores de periodismo así hay que cambiar muchas cosas de nuestra vida cotidiana que nos llevan a vivir al palo todo el tiempo. De modo que sí, creo en frenar, en pensar, en esa pausa que hacemos. Incluso en la vida personal. Si no somos capaces de hacer esa pausa, como un buen 10 de fútbol, se nos va a desarmar todo.
-Ese vértigo también se come las buenas historias.
-Una vuelta Alberto Laiseca me dijo “agradezco ser viejo en este momento porque dentro de muy poco la gente como yo no va a tener lugar en este universo. Porque se van a encargar de que nadie sepa que yo existo”. Yo quiero que el libro sea también un rescate de la gente así, de la gente rara, que no tiene biografías prefabricadas. Que la posibilidad de estar afuera del caminito todavía siga, no importa si la mayoría no sigue ese camino alternativo. Que exista la posibilidad de salirse, de que Buenos Aires tenga esos antros de madrugada.