Desde el Laboratorio de Biomateriales, Biomecánica y Bioinstrumentación de la Universidad Nacional de San Martín, Élida Hermida lidera un equipo que desarrolló un kit quirúrgico para heridas profundas. El objetivo es mejorar el tratamiento de pacientes con quemaduras graves y acelerar la recuperación de los tejidos dañados, con el propósito de reducir las chances de contraer infecciones, hoy en día, el principal factor de riesgo. La piel es el mayor órgano del cuerpo humano y está conformada –entre otras cosas– por dos capas: la dermis (que es la más profunda) y la epidermis. Ambas estructuras no se recuperan a la vez, y la regeneración de una impide el restablecimiento de la otra. Mientras tanto, la región afectada queda expuesta a la intromisión de agentes externos que tienen una vía de entrada directa para colonizar la región. Por ello, en casos de gravedad, la recuperación de los tejidos debe ser asistida y requiere de intervenciones quirúrgicas.

La tecnología diseñada por el laboratorio que lidera Hermida está compuesta de tres elementos: un “dermatomo” para extraer células de la piel sana; luego, un dispositivo que divide las células de la dermis y de la epidermis; y una membrana plástica de bacterias que son degradadas por las enzimas que produce el propio organismo. Sobre este último punto se concentra la atención. “Las membranas son estructuras 3D sin demasiado espesor sobre las que se puede sembrar células. Es muy interesante observar cómo se achican o expanden según cuán confortables se sienten en relación al sustrato”, indica la investigadora y docente de la Unsam. Las membranas están diseñadas con biomateriales y sustratos biodegradables, que no generan inconvenientes de compatibilidad, y además permiten tratar dermis y epidermis por separado. Su principal ventaja: del mismo modo que sucede con el hilo de sutura, son reabsorbidas por el cuerpo sin ocasionar efectos colaterales.

En un principio, cuando el producto solo estaba en la cabeza de Hermida y compañía, fue vital el diálogo con médicos especialistas que pudieran especificar en qué consistía la demanda de un dispositivo que fuera capaz de responder a las necesidades de los quirófanos. Así fue como nació el vínculo con Alberto Bolgiani, director del Centro de Excelencia para Atención de Quemados del Hospital Alemán, quien precisó la inexistencia de un producto que apunte a mejorar el tratamiento de quemaduras profundas y la asistencia quirúrgica.

¿Cómo se tratan las quemaduras habitualmente? “En la actualidad, en una situación de gravedad, el paciente ingresa al quirófano con su tejido muerto y el cirujano trabaja quitándolo hasta dejar la herida bien limpia. Sobre esa región, se dispone de membranas y se siembra con fibroblastos (células del tejido conectivo) del propio paciente. En paralelo, se extraen los queratinocitos (células que contienen las famosas queratinas, unas proteínas de estructura fibrosa) de la epidermis y se traslada al laboratorio de cultivos para su examen y expansión. La piel se vasculariza (es decir, se forman vasos sanguíneos y capilares) y al cabo de 25 o 30 días, la producción del laboratorio se lleva al hospital y se genera una neodermis en el paciente”, explica Hermida. 

En el proceso convencional, los pacientes con quemaduras se exponen a infecciones y, al menos, a dos procedimientos quirúrgicos: cuando se limpia la herida y cuando se coloca la piel “nueva”. De aquí la novedad de la tecnología: “Nosotros propiciamos la regeneración en una sola cirugía. En este caso, cuando un individuo con quemaduras y lesiones graves llega al hospital, se limpia su herida e inmediatamente se coloca una membrana que será colonizada por los fibroblastos y sobre la cual se sembrarán los queratinocitos”. 

En esta línea, subraya de qué manera el acotamiento de los tiempos supone la noticia central: “se trata de un dispositivo automático en que el médico coloca la biopsia sin la necesidad de ser trasladada a un laboratorio. En media hora, las dos membranas están colocadas para comenzar con la regeneración de las capas de la piel”. Eso impide el contacto entre las células de la dermis y de la epidermis, al tiempo que facilita su crecimiento simultáneo. Además, aunque no haya contacto entre las células, se trata de un medio permeable a líquidos, lo que en el última instancia, favorece el traspaso de nutrientes y la eliminación de desechos.

No obstante, como podrá aventurarse, toda nueva tecnología implica la aprehensión de nuevos conocimientos por parte de quienes serán los encargados de su manipulación. Por eso, “será clave la formación de médicos cirujanos encargados de su aplicación. La capacitación y la actualización de los especialistas se constituye como un escalón ineludible”, apunta. El funcionamiento de la tecnología ha sido comprobado en heridas de ratas y se demostró cómo, en un 90 por ciento de los casos, aumenta la velocidad de cicatrización cuando se coloca la membrana. En el futuro, una prueba similar será efectuada en cerdos con heridas de mayor gravedad y, por último, una vez realizados todos los análisis del caso, se presentarán los ensayos preclínicos ante las autoridades competentes, para comenzar con los ensayos clínicos que involucran a los seres humanos.

La innovación en tiempos de crisis

Elida Hermida inició la carrera de Física en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) en un contexto “deprimente” –como ella misma caracteriza– allá por 1981. La dictadura había hecho estragos en las instituciones universitarias y el sistema científico exhibía su peor cara, en un escenario que difícilmente propiciaba un clima apto para la investigación. “Recuerdo muy bien que algunos de mis compañeros cortaban los enchufes de los equipos atascados en los pasillos. Los utilizábamos como insumos y reciclábamos aparatos porque no funcionaba nada”, señala Hermida. Tiempo más tarde, ingresó en el Laboratorio de Materiales y comenzó a interesarse por el examen de las propiedades mecánicas. Su primera conquista fue un péndulo de torsión: “era un aparato que trabajaba con probetas de goma y me encantó, porque me permitía pensar en la posibilidad de aplicar todos los conocimientos en algo útil”.

Así, realizó su trabajo final de la licenciatura e inmediatamente siguió con un doctorado (también en Ciencias Físicas) en que examinaba las propiedades mecánicas de los plásticos. Sin embargo, a pesar de la recuperación democrática, la situación no se había modificado lo suficiente. “Como perduraba una época de vacas flacas en cuanto a equipamiento e insumos, mi trabajo debió tener un componente experimental abreviado y un análisis de datos que provenía de otros estudios. No contábamos con las tecnologías apropiadas y se condicionaban mucho las investigaciones”, indica. Eso ilustra de manera sintética cómo los impedimentos económicos que afrontaba (y aún afronta) Argentina, clausuraron la posibilidad de investigaciones más novedosas en el campo tecnológico y limitaron las capacidades creativas de los recursos humanos nativos.

Como las posibilidades en el país eran nulas, tuvo que buscar una oportunidad en el extranjero. A principios de 1990, y con el ingreso a Conicet cerrado, Hermida migró hacia Alemania gracias a una beca de la Fundación Von Humboldt e ingresó en el Instituto Max Planck. Esta vez, el desafío sería investigar las propiedades mecánicas de los metales para ser utilizados a bajas temperaturas en el campo del desarrollo espacial. Afortunadamente, con toda su experiencia a cuesta, en 1995 ingresó a Conicet, y fue convocada para trabajar con envases biodegradables. 

En aquel entonces, Argentina era el segundo exportador de frutas y verduras orgánicas, y se requería de un envoltorio biodegradable que no dañara al medioambiente. No obstante, como se trataba de un compuesto bastante más costoso que los ejemplares petroquímicos, el proyecto se nubló con velocidad. “En el 2003, cuando finalmente conseguimos un prototipo que podía adaptarse al mercado, advertimos que la demanda se había desvanecido. Aprendimos que un proyecto de ciencia aplicada que no piensa en las proyecciones del mercado, indefectiblemente, no marcha hacia un buen puerto”, explica. 

En el siglo XXI, los científicos no solo deben lidiar con el trabajo cotidiano en sus laboratorios y oficinas, sino que deben desarrollar (de manera más o menos penosa) una visión de mercado. De este modo, los conceptos provenientes del campo económico –como “innovación” y “productividad”– comienzan a formar parte de charlas cada vez con mayor frecuencia y a permear tanto sus discursos como sus acciones.

Sin embargo, la mala jugada no la sacó del partido. La historia de Elida Hermida es en parte la historia de la ciencia: ningún resultado se conquista tan rápido de manera indeclinable. Ante los inconvenientes con las frutas y las verduras, la respuesta fue hallada en el campo biomédico. Un subgrupo de plástico biodegradable tenía la capacidad de desintegrarse con las enzimas del organismo sin presentar toxicidad alguna. En esta ocasión, el cuello se estiró más alto y la vista conquistó nuevos horizontes: “debíamos pensar en qué barreras debía traspasar nuestro hipotético producto para poder ayudar a las personas”, narra. Y completa, “por eso fuimos al Anmat (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica) y nos contaron cómo las restricciones normativas aumentaban en forma proporcional a la profundidad con la que se pretendía ubicar un dispositivo al interior del organismo”. 

Fue así cómo, tras innumerables mesas de diálogos y conversaciones, el área de la medicina regenerativa se tornó en un campo inmejorable para las aspiraciones de Hermida, quien advirtió cómo la ciencia de los materiales podía ser utilizada para asistir a la formación o bien a la reparación de tejidos corporales. De esta manera conformó “Biomatter” –un consorcio en el que participan la Unsam, el Conicet, el Laboratorio Medipharma y el especialista Alberto Bolgiani– que en 2012 obtuvo un subsidio por dos millones de pesos del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, y que en 2017 todavía concentra de lleno todas sus expectativas. 

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