Tan inglés como es posible, Declan McKenna hizo despegar su carrera con una canción de inspiración futbolera. Lo peculiar del caso es que, tal como la presentó –con solo 15 años–, era una crítica a la FIFA por montar el mundial “en un país pobre, sin hacer nada por las comunidades”. Llamado “Brazil”, todavía es su tema más escuchado en las plataformas, y el que parece haber definido la competencia de talentos emergentes del festival Glastonbury en 2015, un premio de cinco mil libras y lugar en uno de los escenarios principales. También un contrato listo con Columbia, que firmó ahí mismo en el backstage. Y no era el primero que le ofrecían: la canción, dreampop con estribillo, letra larga sin foco claro, la voz quebradiza y americana a lo Alex Turner, en pocos meses se hizo un pequeño hit, y varios representantes discográficos lo invitaron a reuniones, después del colegio, “para hablar de la industria, como si yo tuviera idea”.
No pasó mucho tiempo, tres o cuatro canciones más, hasta multiplicarse el comentario “la voz de la generación Z”. “Paracetamol”, escrita después del suicidio de la adolescente trans de Ohio, Leelah Accorn –porque la iban a obligar a hacer una terapia de reconversión cristiana–, con letra más explícita, una melodía lúgubre tocada con piano de juguete. “Bethlehem”, sobre la hipocresía de las instituciones religiosas; “The Kids Don't Wanna Come Home”, los chicos no quieren volver a casa, la frase del estribillo, un modo de decir que los de su generación no quieren seguir por el camino de destrucción por el que vamos. Una queja contra las clases políticas que funcionan por objetivos, sin emociones, haciendo promesas ridículas e imposibles. La compuso después de los atentados en París. Lo inspiran los temas importantes; cree que la música es un medio para fomentar lo bueno y denunciar lo malo, pero de ahí a ser la voz de una generación hay una distancia que, con 18 años que había llegado a cumplir trabajando en el álbum debut, What Do You Think About The Car? (2017), no se puede hacer. La frase, que se empezó a repetir en artículos periodísticos, lo condicionó de ahí en adelante. Pero Declan es hábil con las palabras, un lector que quiso ser autor, y escribe de un modo principalmente metafórico que sobrevive a las definiciones.
Se crió en Cheshunt, a pocos kilómetros de Londres pero un pueblo en sí mismo, con su centro de vecinos, iglesia, eventos, fútbol. Es el último de seis hermanos, el primer músico de la familia: “Quería aprender más y más guitarra; si no se hubiera anotado en las clases él no estaríamos acá”, dice el padre para un corto de la BBC, desde la huerta comunitaria que gestiona. El video cierra con la presentación de Declan y su banda en la sede vecinal; tocan sentados en los estuches pero el sonido tiene fuerza; él sube al escenario con un té. En otro de la primera etapa, detrás de escena en un festival, tiene las uñas metalizadas, marcas de acné, piernas peludas: 19 años; cuenta sobre la inspiración en Ziggy Stardust para la foto de portada –“sin ropa, con un brillo que destaque”–, que para el siguiente disco quiere hacer algo más conceptual, y perfeccionar la técnica, trabajar en los solos que le gusta tocar: “¿Hacer algo que sea muy yo?”, dice. El periodista apunta que lo suyo ya es bastante personal. “Sí, pero siempre te estás conociendo, aprendiendo sobre vos, sería otro escalón en esa dirección”, responde.
Ahora tiene 21, y después de meses postergado por la pandemia –un año después del single “British Bombs” a raíz del nuevo bombardeo en Yemen–, por fin salió Zeros, el segundo disco. Él sigue siendo tan joven que todo parece un flash, pero pasaron años, y en contraste con el ritmo de la industria –“no podés sacar algo cada tres o cuatro años y pensar que va a ser suficiente”, dijo el CEO de Spotify–, sus modos son lentos. Declan piensa mucho las canciones, a dónde quiere ir, prueba distintas ideas, demea todo, presenta a la banda (cuatro amigas y amigos muy buenos músicos), deja vestir los temas sin que pierdan la marca original, graban en vivo en habitaciones separadas. Esta vez viajaron a Nashville al estudio de Jay Joyce, elegido por su trabajo en un favorito suyo, Melophobia de Cage The Elephant. A él más que el apremio por producir sin parar, le molesta esa bajada de que el mercado musical moderno se trata de crear diálogo con los fans: “Para mí es un estupidez. Como si fuera lo mismo hacer arte que decir 'me gusta', como si llevara la misma energía”, dijo en el portal estudiantil The Courier.
Zeros es un disco exhibicionista y profundo, una carta de amor al glam rock, con comienzos grandiosos y estribillos épicos, guitarras incansables, donde el entusiasmo y la potencia por hacer son más grandes que los estados de ansiedad, miedo, confusión que lo inspiraron. Pensó en hacer una canción por cada modo en que podría acabarse el mundo; “You Better Beleive!!!”, la apertura, habla de un asteroide y una puerta en el cielo sin Dios; “Twice Your Size”, que recuerda las armonías y estallidos de MGMT, dice: “No importa en lo que creas, la Tierra va a cambiar, hay que agarrar las camas y salir del rango”. En “Rapture”, brillante y desquiciada, nombra a Thatcher: “Tu corazón cruel navega por nuestro mundo, yendo a ninguna parte, yendo a buscarte”. Hasta los lentos tienen una fuerza imparable: “Be An Astronaut”, con piano, un poco Beatle, un poco noventosa, parece decirle a un Daniel que sea quien es o muera intentando ser otra cosa. El chico vuelve a aparecer en “Daniel, You're Still A Child”, como un joven perdido a un paso de lastimarse. El hit principal, “Beautiful Faces”, es un comentario sobre las vidas posteadas 24/7; el otro, más emocionante, con un epílogo genial, es “The Key to Life on Earth”: el secreto para vivir en la tierra, que no llega a contarse. En el video lo acompaña el actor de The End of the Fucking World, Alex Lawther, como su yo interior –son llamativamente parecidos–, y como podrá suponerse, van juntos para todos lados pero no se ponen de acuerdo en nada.