“Nunca quise que este film fuera sobre 1968, siempre quise dialogara con la actualidad, pero no quería nuestra actualidad fuera tan parecida a la de 1968”, le dice Aaron Sorkin a Página/12. La frase condensa todo lo que se conoce como “sorkinismo” y, en este caso, sale de la boca del propio director y guionista de El juicio de los 7 de Chicago, la película que este viernes se estrena por Netflix. Vía Zoom, su modo de hablar es apenas menos acelerado que sus célebres parlamentos. Ese maratón enfática y perfectamente hilvanado que, obra tras obra, lo volvieron uno de los artífices más reconocibles de la industria audiovisual de su país. Tanto por su labor para el cine (ganador de un Oscar por la adaptación de Red Social y nominado un par de veces más) y en tevé (fue el creador de The West Wing y The Newsroom), el hombre tiene el mérito de haber patentado un estilo. Como si de una máquina lanzapelotas se tratase, las palabras –muchas, muchísimas- le proponen al espectador un juego frenético. Sus personajes están obsesionados con el poder --lo poseen, lo sufren o intentan desentrañarlo-- transitan espacios de alto rango y exploran situaciones donde tensión, épica y arrojo, son prácticamente sinónimos.
Esas claves resuenan en El juicio de los 7 de Chicago. Su segundo trabajo como director (el debut fue con Apuesta maestra en 2017) es un drama judicial -prototípico pero versátil- acerca de un hecho paradigmático del caldo político de los ’60 en los Estados Unidos. El foco es la batalla legal que tuvo en la mira a sujetos tan diversos como el fundador de las Panteras Negras, hippies, militantes pacifistas y líderes universitarios. Todos ellos, férreos opositores a la guerra de Vietnam, llevados juicio tras el desmadre de la convención del partido demócrata que allanaría la llegada de Richard Nixon a Washington en 1968. El Departamento de Justicia vio en esa revuelta la excusa para armar una causa que derivó en circo. La obra, a su vez, describe los disturbios desde distintos ángulos cual cubo de Rubik. La última pata pasa por la relación tirante entre las posturas extremas de Abbie Hoffman y las del vocero estudiantil Tom Hayden. “Entendí que había tres historias a contar. El drama en la corte; la evolución de los disturbios y cómo lo que debía ser una protesta pacífica terminó en ese encontronazo violento con la Guardia Nacional; y finalmente el vínculo entre Tom y Abbie. Dos tipos que estaban del mismo lado y que tenían los mismos objetivos pero que no se soportaban el uno al otro. Ambos creían que el otro perjudicaba al movimiento”, apunta el realizador.
Una de las paradojas que encierra El juicio de los 7 de Chicago es su efecto de espejo sobre el actual contexto estadounidense: la sociedad fuertemente dividida, manifestaciones calientes y la discriminación son tan urgentes hoy como hace medio siglo. El origen del proyecto, sin embargo, nació de un llamado de Steven Spielberg hacia 2007. El director de Rescatando al soldado Ryan quería retratar la historia que ha sido objeto de numerosos films anteriores, entre los que se destacan Vladimir et Rosa (Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin; 1970) y el documental animado Chicago 10 (Brett Morgen; 2007), que aquí se pudo ver en el Bafici 2009.
¿Por qué Spielberg quería como guionista a Sorkin? En principio, por haber sido el responsable del guion de Cuestión de honor (Rob Reiner, 1992), brillante adaptación de una obra de teatro del propio Sorkin. La película le dio nuevos bríos al viejo courtroom drama, este reconocido molde con su mezcla de entretenimiento, aceitados engranajes narrativos y plena consciencia de su pirotecnia discursiva. Es posible que los gritos de Jack Nicholson (“¡You can’t handle the truth!”) aún resuenen en los tímpanos de Tom Cruise. La empresa, sin embargo, quedó boyando durante más de diez años hasta que Sorkin decidió que era hora de finiquitarla. El juicio de los 7 de Chicago cuenta sin dudas con varios componentes y méritos como para alistarse en la próxima temporada de premios: es un caso modélico de un género muy afín a Hollywood, tiene un tema de gran actualidad y ostenta un elenco con varios nombres notables y caras reconocibles (Eddie Redmayne, Jeremy Strong, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Frank Langella y Michael Keaton). Sin embargo, el único actor que siempre, desde un comienzo, estuvo en mente de Spielberg y Sorkin fue el de Sacha Baron Cohen. Su versión de Abbie Hoffman torea como Lenny Bruce en medio de un mitin. “Por suerte siempre quiso hacer el papel. Pasaron muchos años y era necesario no solo tener buenos actores sino crear el elenco indicado. Y este elenco es extraordinario. No es muy educado hablar de dinero, pero debo decir que todos trabajaron a escala. Aceptaron la menor cantidad de dinero porque confiaban en el proyecto y querían que se hiciera. Trabajar con estos actores era como si me despertaran a las 6 de la mañana y me dieran las llaves de un Fórmula 1. Solo tenía que acomodar el coche porque sabía que ellos iban a ganar la carrera”, dice Sorkin.
- Este ha sido un proyecto de larga data pero tiene su proyección en este 2020, y justo en la recta final de las elecciones en su país. ¿Era consciente de que esto podía alterar las intenciones del proyecto? ¿Cuáles eran en un comienzo?
-No creo que cambie la intención original, simplemente ha cambiado algo. Lo voy a poner en estos términos: esta película era relevante cuando la estaba escribiendo, pensé que era mucho más relevante cuando la estábamos rodando y no era la intención de que lo fuera justo ahora, pero lo es. Y da escalofríos. En los Estados Unidos actualmente se está viendo algo que no vimos en décadas. Luchas entre manifestantes pacíficos y la policía, redadas con gases, todo lo que hemos visto en estos meses es lo mismo que sucedió en el momento que derivó en el juicio de1968. Un fiscal general que actúa de manera completamente partidaria y actúa esencialmente como el abogado defensor del presidente, como un hombre de campaña y un operador político de fuste. Todo este tipo de elementos externos sucedieron. Nunca quise que este film fuera sobre 1968, siempre quise dialogara con la actualidad, pero no quería nuestra actualidad fuera tan parecida a la de 1968.
- El largometraje explora el doble carácter de puesta en escena de todo juicio, ¿ése era para usted uno de los intereses del proyecto?
-Sí. Tomó un largo tiempo incluso después de la fase de investigación. Sabía poco de las protestas del ‘68 y del juicio, tuve que leer muchos libros y las transcripciones del juicio. Eso me tomó como seis meses. Pero lo más crucial fue el tiempo que pasé con Tom Hayden, quien falleció en 2016. Esos encuentros me dieron el acercamiento necesario a la tensión y la historia personal entre Tom y Abbie. Y creo que también nos dice bastante sobre el presente en los Estados Unidos y las discusiones entre las facciones de la izquierda. Gente que cree conscientemente en el sistema y en llegar al poder a través de las elecciones. Es el lado Hayden. Y otros que ya están cansados de ganar posiciones de a poco y que no veían tan relevantes a las elecciones. ¿Es importante ganar elecciones? Sí. Esa discusión la seguimos teniendo hoy.
-Le deben realizar muchas preguntas como guionista, aquí va una desde lo visual. El largometraje tiene un vértigo propio del cine de los ’70 en su apertura y al comienzo del juicio los tonos son cálidos, mientras hacia el final todo se percibe más lúgubre y cansado. ¿A qué se debió esa decisión estética?
-Me está dando crédito por lo que hizo Phedon Papamichael, nuestro director de fotografía. Es un griego grandote y fuerte y por eso aclaro que eso fue su idea. Cuando vas a un juicio tan largo como lo fue este, vas a tener días distintos, pero adentro de la sala quizá se vean igual. Algunos más soleados, otros grises, pero necesitábamos esas texturas y las discutimos. En tanto avanza el juicio y las cosas se ponen peores, con lo que sucede con Bobby Seale encerrado y maltratado, con el testimonio de Ramsey Clark (Michael Keaton), que el juez no puede escuchar, y el episodio final cuando son declarados culpables. No es un spoiler. Creo que en los momentos finales no solo cambia cómo se ve la corte, cambia el tono y lo discursivo del film.
-El título de la película, e incluso algunas escenas, recuerdan a clásicos del drama judicial como Doce hombres en pugna. ¿Cómo definiría el enfrentamiento entre estos hombres?
-Ahí hay dos cuestiones. Lo primero que sabía de esta película era el título. Nunca me había pasado. Desde el día en que dije que haría este guion, hace más de trece años, sabía que se iba a llamar El juicio de los 7 de Chicago. Lo han llamado los 8 de Chicago o los 10, según un documental que incluye al abogado defensor, al fiscal y al juez que también fueron preponderantes. En términos de balance argumental Jerry Rubin está del lado de Abbie y Rennie Davis del de Tom. Dillinger no quiere pelear. Frones y Weiner no saben por qué carajo están ahí, si no tuvieron nada que ver con los disturbios. Pero como dice Weiner, “estos son los Oscar de la protesta” y están felices de haber sido nominados. Pero en el prólogo ya sabemos que Abbie se contrapone a Tom. Nos damos cuenta de que no se llevan bien. Tom veía a Abbie como un tonto, como un populachero que dañaba la causa y lo referido a educación, salud, crimen y justicia. Abbie quizás no creía en el poder de las elecciones, pero era más inteligente de lo que Tom pensaba en un principio.
- El juicio de los 7 de Chicago es su gran vuelta al drama legal. Y usted entró al cine con Cuestión de honor. Conoce el paño, tenemos el juez duro, tenemos el gran alegato final, tenemos al testigo sorpresa... En fin, ¿cuál era aquí la verdad que no podía ser tolerada?
-Antes que nada, amo el género y se nota (carcajadas). Desde que era chico. Me gusta leerlo, me gustan las obras, las películas, y volver al drama judicial me parecía estimulante. Pero aquí la escena del tipo “¡No puedes tolerar la verdad!” no sucede en el estrado. Pasa en el momento que Hayden cruza una línea en la convención y lo que provoca cuando asume esa responsabilidad. El momento “¡No puedes tolerar la verdad!” también está en la reinterpretación que hace Abbie de lo que había dicho Tom y generado gran parte de los disturbios.
-No es la primera vez que toma un caso verídico como base de un obra, pero aquí se trata de un hecho ampliamente difundido. ¿Ése fue un desafío? ¿No “emborracharse” con las referencias? ¿Cómo fue el proceso de escritura en este caso?
-Una de las razones por las que me lleva bastante tiempo escribir un guion es justamente el proceso. No soy una de esas personas que escribe el primer boceto en tres meses. A mí me lleva un año y medio. Parte del proceso es muy parecido a la de un chelista aprendiendo una pieza de Bach. Primero tenés que saber dónde poner los dedos, luego esto se vuelve tu propia naturaleza, es como si tuvieras memoria muscular. Ya no tenés que saber lo elemental, donde colocar tus dedos, y simplemente te dedicás a tocar. Cuando es una pieza de “no ficción”, como lo es ésta, primero te cargás de información, de hechos, de lo real, y luego dejás que fluya de manera lenta para poder hacerlo tuyo. Y tenés que tratarlo como si fuera ficción. Ahora los personajes te pertenecen. No es una foto, es una pintura. Es una interpretación, no es una imitación. Y tenés que hacer propio el material, como el chelista toca las notas que otro compuso. Ese es el proceso con la “no ficción”.