Desobediencia lésbica
Segundo o tercer día de una primavera pasajera en agosto. Invierno pandémico en Buenos Aires. Mi amante escribió: “Vayamos a garchar a la plaza de los periodistas”. Le respondí con un “jajaj”, un sticker y seguí mirando una película que se trataba de dos lesbianas cordobesas que para su aniversario número siete invitaban a una tercera a hacer un trio. El teléfono volvió a vibrar, entonces tuve la confirmación de que no se trataba de un chiste dominical para afrontar el derrumbre que produce la cuarentena, era una propuesta concreta, con horario y dress code.
Con la convicción de que había que aprovechar la noche y sus 18 grados, me dijo que ya habíamos fantaseado mucho con eso de ir a coger a la plaza y que el momento había llegado. Corté la película justo cuando las dos lesbianas protagonistas intentaban desatarse porque la chica que habían invitado a hacer el trío era una ladrona. Me dijo que se iba a montar y que llevara el celular para sacarle una foto, quería inmortalizar la escena que -ella aseguraba- sería épica. Yo seguía pensando aunque ya había dicho “si”.
Seguía pensando no sé muy bien en qué. ¿Qué más quería? Me estaban invitando a un acto de desobediencia civil en el barrio en plena cuarentena, me proponían cuidar un poco nuestros placeres mundanos, enchastrarnos por ahí, abrir una cerveza , desterrar a todos esos tipos que durante años se habían apropiado de la plaza y que ahora, en pleno confinamiento, nos cedían preventiva y obligatoriamente todo ese territorio. Lo que quería era sacarme un poco el miedo que ya estaba entre piel y hueso: un sorbito de whisky y un poco de alcohol en gel. Y a coger que se acaba el mundo.
Caminé por Nazca mientras los supermercados bajaban las persianas, la remisería y el quisoco serían los únicos locales abiertos, el resto solo era el barrio con el índice de contagios más alto de la ciudad, que después de las 9 de la noche se convertía en un pueblo fantasma. Llegó con las botas en la mano que eran para mí. Le sonreí nerviosa, le dio un sorbo a la botella de cerveza envuelta en una bolsa de plástico mientras yo me las ponía. Guardé las zapatillas en la mochila donde también tenía otra botella. Me prendí un pucho y caminé en dirección adonde estaban los juegos. Ella cortó en secó mi caminata decidida, y me dijo que a los juegos no, que a jugar a la iglesia. Me volví a reír. Esta vez más de felicidad que de nervios. Acomodamos nuestras cosas a un costado, cuando pasaba algún colectivo por la avenida se le iluminaban las ganas que me tenía.
Me apoyé en una de las paredes que da a la calle Neuquén. Sentí que estaba gravitando sobre algo público después de meses. Nos dimos unos besos para calentarnos un poco. Ella estaba con todo, arnés abajo de la remera, calzas, y tacos para sostener la diferencia de altura intacta. La vi ilusionada con el escenario, con ganas de dejar nuestras huellas por ahí. Fanática de los mapeos eróticos en lugares públicos estaba sufriendo una abstinencia injusta para alguien que disfruta tanto el encastre de los cuerpos en la calle. Nos metimos las lenguas lo más estiradas posible, somos dos que nos excitamos muy fácil, que nos gusta babearnos y meternos los dedos en la boca.
Me di vuelta y me apoyé contra la pared, y ahí lo que le gusta: montarme, abrirme bien las caderas y entrar directo. Miré para abajo entre las piernas que tenía abiertas y qué lindas que me quedaban las botas. La toqué mojada, con mucha promiscuidad acumulada en el confinamiento, me apretó las cicatrices donde antes estaban mis tetas, la escuché disfrutar del placer por la cartografía del barrio y por mi cola, se me llenó la boca del goce de estar en medio de las ruinas de una plaza que nunca había visto tan hermosa como se la ve incrustada y toda caliente en la pared de la iglesia.
Hicimos algunas cositas más, no mucho porque los gritos habían retumbado en el barrio. Me dijo que aunque ya éramos contacto estrecho se iba a dormir a su casa. Mientras se acomodaba la calza le dije que alguno de estos días le caía a dormir la siesta. Le dio un sorbo a la birra y se acomodó mirando hacia Felipe Vallese. Encuadré para sacarle una foto, la luz era maravillosa, por un momento me olvidé del mundo colosal y le dije: ¡Sonreí! Y ella me sacó la lengua.