No marchan sólo en Argentina. Marchan en todos lados y parece que continuarán haciéndolo. Perdieron el miedo a la calle. Ese dominio de los movimientos piqueteros, gremios y trabajadores pauperizados, donde ellos despotricaban si un corte de tránsito por salarios o vivienda digna los importunaba. En Estados Unidos marchan armados y en milicias con fusiles a la vista para matar rinocerontes. Son racistas sin disimulo, crías del Klu Kux Klan, que esperan el advenimiento de un nuevo führer aunque por ahora siguen a Trump. Es su líder –quizás algo moderado para su paladar- y lo votarán el 3 de noviembre. Aborrecen al movimiento Black Lives Mater. Marchan también los de la diáspora de Miami que rumia su furioso anticomunismo con aroma a ron cubano o a chicha, la tradicional bebida venezolana. Son la remake más extrema y actual de otras marchas muy pretéritas, con pinceladas de la que Benito Mussolini convocó a Roma en 1922 o aquellas de la falange española que cantaban De cara al sol. Pasó casi un siglo o algo menos, pero al mundo lo ven todavía con ojos de los años ’30 o de la Guerra Fría.
En Brasil los que marchan son una grey iluminada por la fe evangélica, pero de esa que pregonan pastores multimillonarios como Edir Macedo y Silas Malafaia. Bolsonaro se encaramó gracias a ellos y al partido militar del que proviene después de reivindicar la memoria de un verdugo que torturó a una ex presidenta. En España están fascinados con Vox, la fuerza de los ultraderechistas que surgieron en 2013, añoran al generalísimo y reivindican la monarquía con un programa político del medioevo. En Chile asoman en menor cantidad, pero están al acecho. Las calles son zona liberada para los Pacos (Carabineros) que arrojan a un joven desde un puente al río Mapocho mientras gobierna Piñera. El político más parecido a Macri entre todos los que gobiernan en América del Sur.
Hay países donde a estas fuerzas de derecha que profesan un odio de clase visceral, armadas o desarmadas, aglomeradas o dispersas, por ahora no les alcanza la nafta para incendiar la pradera. Pero siguen agazapadas para prender un fósforo y causar el mayor daño posible. Los antecedentes lo demuestran. Sacaron a Dilma Rousseff del Planalto por un Impeachment, al obispo Fernando Lugo por una vía semejante y a Evo Morales de manera más cruenta, quemando urnas y disparando a matar en Senkata y Sacaba donde el Movimiento al Socialismo cerró su campaña con un acto multitudinario. En Bolivia ya avisaron que no tolerarán un regreso al estado plurinacional, al que en un año desmantelaron para disciplinarse con Washington y materializar su dejavú neocolonial. Los frentes cívicos de todo el país – con la vanguardia ubicada en Santa Cruz de la Sierra – no auguran nada bueno si ganara el economista Luis Arce Catacora del MAS.
Alarma este tsunami de ideario difuso para los canones de la derecha tradicional, que de manual ha sido siempre librecambista en lo económico y muy conservadora en lo político-cultural. Alarma porque tiende hacia la uniformidad destituyente que se robusteció en un contexto donde gobierna en varios países y si no gobierna, desestabiliza. Le resulta intolerable subordinarse a la voluntad popular. Su músculo recobró fuerza por los éxitos electorales que de Europa pasaron a Estados Unidos y del norte bajaron hacia América del Sur. Este es un continente donde un ligero deslizamiento hacia la derecha provoca movimientos sísmicos contra cualquier avance político-social, por más mínimo que fuera. La intensidad siempre la midió Estados Unidos.
El laboratorio más productivo y reciente de estas fuerzas políticas funcionó en Brasil. Es una larga secuencia que empezó con el Lava Jato en marzo de 2014, continuó con la faena del justiciero Sergio Moro -un ariete del Departamento de Estado formado y financiado desde EE.UU-, siguió con la destitución de Dilma Rousseff, la detención de Lula para dejarlo afuera de carrera en las últimas elecciones y el advenimiento del ultraderechista Bolsonaro en octubre de 2018. En apenas cuatro años y medio, los duendes de la dictadura (1964-1985) volvieron a mimetizarse en el paisaje brasileño que dominaba el PT.
Esta miniserie por entregas debería analizarse por su verdadero significado: la victoria más aplastante de la derecha en Latinoamérica desde la restauración conservadora que pilotearon en los años ’80 Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Un triunfo cuyo espíritu fundacional podría sintetizarse en el bloque parlamentario de las tres B. Las bancadas de la Biblia, la Bala y el Buey. Los evángelicos, los miembros de las fuerzas de seguridad y los latifundistas. Una alianza que en el vecino país encontró su catalizador en el primate que gobierna como si fuera un cruzado del Santo Sepulcro llamado a derrotar a los infieles.
Sus potenciales votantes marcharon en Brasil durante meses antes de su llegada al gobierno con las clásicas consignas anti-PT. El movimiento Vem pra rua (Ven a la calle) esmeriló una convocatoria tras otra la legitimidad y legalidad del gobierno de Dilma hasta que Bolsonaro juró por su destitución invocando el recuerdo de Carlos Brillante Ustra, un coronel torturador del régimen militar al que llamó héroe nacional.
Las marchas, una herramienta aborrecida cuando las protagoniza el pueblo con su larga fila de desposeídos, han sido revalorizadas por esta derecha del siglo XXI. En Brasil y la Argentina resulta muy evidente. Acaso el antecedente más lejano sean los cacelorazos contra Salvador Allende en Chile –ahí se patentaron– que empezaron a desestabilizar a su gobierno hasta su derrocamiento y muerte en el combate desigual de La Moneda. Mucho más cerca en el tiempo las sartenes de teflón o las ollas de latón todavía resuenan en Recoleta y Barrio Norte y se desparraman por todo el país.
En las avenidas de San Pablo y Río de Janeiro pasó otro tanto desde el Mundial de la FIFA 2014 hasta hoy, aunque la pandemia desplazó a las consignas destituyentes por un clamor contra las cuarentenas que impulsaron los gobernadores. Buenos Aires y otras ciudades del interior muestran un paisaje que combina ambas proclamas en estos días primaverales mientras miles de trabajadores de la Salud se juegan la vida ante el Covid-19. Sin la mínima empatía, ellos y ellas van con sus camisas nuevas asomados en sus autos descapotables. Rodean el Obelisco o la Quinta presidencial de Olivos convencidos de que encarnan los valores republicanos. Marchan al son del Clarín aunque ya no les haga falta desempolvar los uniformes de otras épocas.