Hoy en día se habla mucho de la maternidad. No obstante, creo que pocos llegan a decir lo arduo de ese pasaje para una mujer.
En particular, de las fantasías que muchas veces aparecen, una recurrente es la de morir (en el embarazo, en el parto, en los primeros años del hijo, etc.) como si la maternidad inscribiera algo de la propia muerte. Nunca leí un libro de los que ahora se escriben sobre lo materno que toque este punto. Y lo comprobé casi siempre en mi práctica con mujeres embarazadas.
En efecto, tener un hijo es morir un poco. Es abandonar la omnipotencia de la vida juvenil. El joven no teme la muerte, salvo la de los padres. Y ocurre que muchas mujeres, al quedar embarazadas, ya no fantasean con que los padres mueran (lo que no quiere decir que este temor desaparezca). Por lo tanto, al quedar embarazadas, cometieron la fantasía parricida. El temor a la propia muerte es, por un lado, cancelación de la omnipotencia juvenil, pero también efecto de la culpa por el parricidio. Con el tiempo, la fantasía de la propia muerte se transforma en la fantasía de la muerte del hijo. Este movimiento expresa que el ser-para-la-muerte solo pudo ser una fantasía existencialmente machista, porque las fantasías de las mujeres que van a ser madres demuestran que, después de cierto momento, vivir se vuelve una obligación: se vive para los hijos. Como decía Donald Woods Winnicott, esta transformación maternal también es el trasfondo de la paternidad.
A veces las mujeres que son madres se angustian ante un berrinche o capricho de sus hijos. Sin embargo, los berrinches o caprichos son algo importante para el crecimiento del niño. La madre se angustia porque siente que no puede hacer nada para calmarlo, y es importante que así sea: esa impotencia es constitutiva de la maternidad, porque pone en cuestión la omnipotencia de la mujer que cría al niño. Hasta ese momento, ella sentía que criarlo era saber qué darle y todo lo que una madre puede darle a su hijo es la teta. Dicho de otro modo, la impotencia (y la angustia) rompe la identificación de la madre con la teta y permite que ella pueda ser mujer de otro modo con el niño. Esto demuestra que es el niño el que desteta a la madre con su angustia (la de ella). Y si madre suficientemente buena es la que da la teta, subjetivar la angustia de la impotencia confronta con la fantasía de ser una “mala mamá”. Y sentir que se es mala mamá produce culpa, por eso los niños no solo empiezan a hacer berrinches después de dejar la teta sino que también les dicen a sus madres que tienen la culpa de todo.
Un amigo escritor me contó hace poco que escribe una nueva novela. No quiere un argumento original: es la historia de un hombre que, en determinado momento, logra matar. Sin desesperación, era una opción y la realizó. Un capítulo narra la historia del personaje. Fue criado por la abuela. Le pregunto si materna o paterna. Responde lo segundo. Le digo que no es verosímil. Le sugiero sea la abuela materna, porque si la madre entregó el hijo a su madre el argumento es más sólido. La maternidad de una mujer rompe de alguna manera el vínculo con su madre. Puede ser que recurra a ella o acepte sus consejos, pero estas son formas de la culpa. Una culpa necesaria, porque de otro modo el hijo ocuparía un lugar de desmentida de la castración: sería el falo que la hija da a la madre. Es lo que ocurre en esta novela, cuyo protagonista no es un asesino, sino un tipo que no quedó marcado por la deuda. Por eso puede matar a una mujer sin resquemor. No es un hijo sano del patriarcado, sino un bendito entre las mujeres. Con la crianza de una abuela paterna esto no hubiera sido posible. En este último caso, podría haber sido un gran hombre, un gran criminal, no un tipo que mata sin más. La novela de mi amigo es el reverso de El extranjero de Camus, por eso le propuse el título Bendito tú eres.
El lazo incestuoso de un varón con su madre es más que el lazo con una mujer. A esto se refería Sigmund Freud cuando decía que este vínculo es el único que no contiene elementos agresivos. Esto quiere decir que es un amor (el de una madre) que no se puede negar, es decir, del que no es fácil soltarse. A la madre se le puede echar la culpa, pero no se la puede odiar. Por lo tanto, un varón tiene pocas posibilidades de salir de este lazo. Una es la paternidad, que no es lo mismo que embarazar a una mujer, porque bien se puede tener un hijo para dárselo a la madre. Sin embargo, la paternidad (cuando es tal) es incompatible con la posición de hijo. Eso me decía una amiga, cuando me contaba afligida que en el día del niño, en la casa de la suegra, hubo regalo para todos menos para el bebé que ella llevaba en su vientre. No pudo evitar sentirse triste por su bebé, porque pensó que no tenía lugar en esa familia. Se fue a llorar a una habitación. Entonces vino su marido y la consoló. Su marido, que se enoja por cualquier boludez y despotrica por cualquier pavada y ella no lo soporta, pero sí, ese tipo vino a consolarla. Entonces ella pensó que no estaba tan mal que su bebé no tuviera lugar en la familia de su esposo, que ella le estaba haciendo un lugar en esta familia que estaban armando juntos, que su marido era un pelotudo con mil defectos (como todos los maridos) pero que en este aspecto había que ponerle una ficha, porque la eligió a ella para tener ese bebé que le permitía, al menos, poner un pie fuera de esa relación endogámica.
Para concluir, unas pocas líneas sobre esa idea freudiana del amor “puro” entre madre e hijo (varón). Amalia, la mamá de Freud, murió hacia fines de 1930 y a principios de 1931 Freud empezó a escribir sus “Nuevas conferencias”. En la conferencia sobre la feminidad dice la frase en cuestión, que retomará hacia el final de su vida: “Es la más perfecta, la más exenta de ambivalencia de todas las relaciones humanas”. Amalia llamaba a su hijo “Mi Sigi de oro”. Freud no fue al entierro, envío a su hija Anna. En una carta dice: “No hay dolor, no hay pena”. Dulce y melancólico, creo que el duelo imposible por la muerte de su mamá impregna las últimas versiones freudianas sobre lo femenino y lo materno, más que los resultados de su experiencia como analista o que las rectificaciones de analistas mujeres. No vamos a entender nunca a Freud si no recuperamos el niño amado que supo ser. Sí vamos a entender por qué tuvo una decisión férrea y aunque lo difamaran, quemasen sus libros, hicieran dibujos con cuernos y su cara como la del demonio y todavía hoy, sus principales enemigos, sean los propios analistas, esos que hacen lo mismo que los nazis que irrumpieron en su casa, así y todo: Freud no se detuvo. Fue valiente, que es lo mismo que no ser tibio ni indiferente. Qué suerte que cada tanto aparece un niño así y transforma el amor de su madre en alimento para generaciones. Se dice que Freud fue el padre del psicoanálisis. Mentira. Es su niño dorado, el niño maravilloso, al que hay que cuidar.
Luciano Lutereau es psicoanalista, Doctor en Psicología y Doctor en Filosofía por la UBA, donde trabaja como docente e investigador. Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Este texto es un fragmento de su último libro “El fin de la masculinidad. Cómo amar en el siglo XXI” (Paidós), de reciente publicación.