“¿Te anoto? Hoy tenemos milanesas con puré”, pregunta y aclara Lila, como hace todos los días, mientras saca su libretita para anotar el nombre de otro comensal. Hace años que Lila y su amiga Marcela, encargadas de limpiar pasillos y oficinas en el Ministerio de Obras Públicas, miembros orgullosas de la planta permanente, llevan adelante un comedor improvisado en uno de los subsuelos del edificio. Es la rutina cotidiana: durante el breve lapso de la jornada laboral que puede dedicarse al almuerzo, las mujeres cocinan y sirven esos platos caseros a una cantidad nada despreciable de compañeros. Rutina que podría llegar a tambalear y caer con la llegada a la institución de una nueva directora, aunque el peso de la costumbre hace que eso parezca imposible, inimaginable. Planta permanente, el primer largometraje en solitario del realizador tucumano Ezequiel Radusky –codirector junto a Agustín Toscano de Los dueños–, participó de la Competencia Internacional del último Festival de Mar del Plata y dentro de diez días llegará a la plataforma CineAr, ocasión para encontrarse con una sátira social alejada por completo del costumbrismo y cuyos temas son tan universales como idiosincráticos los detalles. Al fin y al cabo, la burocracia y sus vericuetos recorren todas las latitudes y longitudes del planeta, aunque cada región posea particularidades que la hacen única e irremplazable. La película volvió a reunir a Liliana Juárez (Lila) y Rosario Bléfari (Marcela) luego de compartir pantalla hace siete años en Los dueños, y le valió a la actriz tucumana el premio a la Mejor Actuación Femenina en el evento marplatense, transformándose tristemente en la última participación de Bléfari en un largometraje. Son ellas quienes les dan vida a Lila y Marcela, las chicas de limpieza y amigas desde siempre que, de golpe y sin aviso, se ven enfrentadas en una batalla nada silenciosa, sin terminar de caer en la cuenta de que tienen un enemigo en común. “Fueron muchas las cosas que fueron empujando para que Planta permanente sea tal y como es”, dice Ezequiel Radusky en el comienzo de la charla con Radar, compartida con Liliana Juárez. Él desde su casa en Buenos Aires, donde se mudó luego de escribir el primer borrador de la película; ella desde su provincia natal de Tucumán. “Situaciones que me fueron convenciendo de escribir la historia y poner sobre la mesa varios de las asuntos que la película toca. En parte, es un homenaje a mi madre, una mujer muy buena y crédula que, precisamente por esa razón, muchas veces le terminaban ‘haciendo’ la plata”.
Radusky comenzó a tipear situaciones, diálogos y descripciones de personajes en 2014, momento en el que notó que “comenzaba a emerger fuertemente la figura del desclasado, y eso me asustaba un montón. Veía mucha gente enojada con las clases populares, mucho odio circulando. Gente de clase media y clase baja atacando fuertemente a su vecino. Ese problema fue fortaleciendo a las clases dominantes y ese razonamiento está en el centro de Planta permanente. En Los dueños la situación era más simple: una cuestión entre patrones y peones. Sin culpar a la clase trabajadora, hay algo en esa desunión que está carcomiendo mucho a la sociedad. En aquel momento yo era empleado público y el accionar de mis compañeros luego de la llegada de un nuevo jefe me confirmaba día a día esa teoría. ¿Por qué la gente que adquiere cierto poder se vuelve tan terrible y por qué se produce la desunión entre quienes están bajo sus órdenes? Es algo difícil, como si no tuviera solución. En medio de una situación laboral muy dura y con mucho stress, en unos quince días escribí la primera versión de la película, tomando asimismo otro elemento real: una mujer que, con mucho esfuerzo, puso una cantina en el edificio, pero a los pocos días de abrir, por diversas razones, tuvo que cerrarla. Diego Lerman entró a colaborar recién en la séptima versión del guion y fue muy bueno ordenando y estructurando. Y no quiero dejar de mencionar a Gonzalo Delgado, director de arte y actor uruguayo, el protagonista de Belmonte, de Federico Veiroj, porque fue él quien introdujo, muy tarde en el guion, la idea de que las protagonistas no debían ser solamente compañeras de trabajo sino mejores amigas. Y que la pelea tenía que romper eso, porque es a partir de ahí que el espectador no puede dejar de verse identificado”.
La interpretación de la uruguaya Verónica Perrota como la nueva directora es diáfana: mientras en el escenario de los espacios comunes todo es sonrisas, promesas y mensajes de unión y esperanza, en su oficina se muestran los dientes afilados y algunos contratos dejan de renovarse para hacerles lugar a otros nuevos. El hecho de que la hija de Marcela quede afuera de las renovaciones empuja a las protagonistas a hacer una visita nocturna (y clandestina) a la habitación donde duermen los legajos, escena que recuerda a la usurpación de Los dueños, aunque aquí se trate de tocar, mover y salir raudamente del lugar. Mientras tanto, el buffet improvisado de Lila y Marcela se cierra. La razón es clara y, en más de un sentido, lógica: no es posible sostener un lugar tan poco seguro en una oficina pública, aunque su mera existencia durante tanto tiempo desmienta esa misma argumentación. Uno de los varios signos de inteligencia de una historia que hace de los blancos y los negros los elementos constitutivos de una variada gamas de grises. “La idea era matizar a los personajes, que no fueran ni muy buenitos ni muy malitos. Excepto la directora, tal vez, que sí tiene rasgos muy fuertes. Y es que no se puede hacer una película con elementos políticos sin marcar un poco ese aspecto. Hay que hacerse cargo y no tener miedo”.
La actriz y el director se conocen desde hace mucho tiempo. Antes incluso de la colaboración en Los dueños –el primer papel en el cine de Juárez– y de trabajar junto a Agustín Toscano en El motoarrebatador, otra película que hace de los choques entre miembros de una misma clase social una parte esencial del relato. “Conocí a los chicos en la época del grupo teatral Gente No Convencida. Ya había trabajado en otros grupos y siempre me interesó acercarme a diferentes estéticas, y cuando Ezequiel y Agustín me invitaron a hacer teatro dije que sí, sin dudarlo”, afirma Juárez antes de recordar que Radusky alguna vez la definió como “un animal salvaje”. La cercanía profesional y personal del trío hace que la actriz considere a los realizadores como sus propios hijos. “Ellos siempre permiten que haya mucha improvisación y esa es la parte en la que más cómoda me siento. Por ejemplo, Ezequiel acepta las sugerencias de los actores. En el caso de Planta permanente, fueron muchos ensayos junto a Rosario en la casa de Ezequiel, y la relación era como la de un grupo de amigos, una familia actoral a la vieja usanza”. Radusky aclara un poco esa definición de animal salvaje, para que no queden dudas. “Lili trabaja en Tucumán con muchos grupos y la primera vez que la vi estaba en un proyecto performático muy cercano al grotesco, algo muy estallado. Uno la veía ahí, con esa carga de histrionismo, y no podía imaginar que tiempo después haría cine. Claro que yo tampoco imaginaba que iba a dirigir películas. Rosario y Liliana son dos actrices totalmente diferentes y se complementaron mucho en el rodaje. Fue interesante porque la entrada de Rosario a la película terminó de moldear la actuación de Liliana y viceversa. Bléfari es puro intelecto y era común que Liliana tirara un delirio y ella lo cazara al vuelo, le diera una vuelta y a partir de ahí se dramatizara. Fue un proceso de mucho compañerismo. La película no existiría sin los dos personajes, que son muy complementarios”.
Respecto de los actores y actrices que interpretan los roles secundarios –los maridos, el empleado de contratos, el prestamista–, el realizador detalla que lo que más le interesa es la persona. “Por eso me gusta mucho como hacía los castings el francés Claude Chabrol: los invitaba a comer y a tomar vino, los elegía en base a eso. En Planta permanente fue un trabajo delicado dirigir a los actores secundarios, para evitar lo arquetípico, lo costumbrista, y durante las audiciones siempre les pedía que no intentaran ser otra persona”. La trama de Planta permanente se espesa cuando la posibilidad de abrir una cantina un poco más profesional –casi una promesa “de campaña” de la directora– tensa aún más la relación entre las protagonistas, ya de por sí complicada por la aparición de una nueva contratada, la chica que reemplaza a la hija de Marcela (y ahijada de Lila). Luego llegarán las miradas airadas y las frases hirientes. La película de Radusky no deja de ser una particular aproximación a la comedia, en la cual el humor repta lentamente por los planos y escenas, sin saltar de la pantalla. Una comedia con dosis de amargor pronunciados. “Un burgués pequeño, pequeño, de Mario Monicelli, fue muy importante para nosotros. La primera versión del guion de Planta permanente tenía un final mucho más terrible. Yo quería escribir una tragedia, no quería que la gente se riera. Pero, al mismo tiempo, soy tucumano, y el tucumano tiene el humor negro corriendo en las venas. Los dueños tampoco fue pensada como una comedia, pero el humor brotaba. De algún modo, acá está más solapado, aunque es muy gracioso escuchar a Liliana con sus modos. Es algo natural. Pero el tono general es el de ‘acá está todo mal’. Una de las claves para trabajar bien el humor es entender lo trágico”. Juárez recuerda que una noche de filmación de Los dueños, “Ezequiel me agarró de los hombros y me dijo ‘salió muy bien, a la italiana’. Yo también trabajo hace treinta años en la administración pública, así que estos son temas que conozco muy bien”.
Ezequiel Radusky confiesa que le llevó mucho tiempo lograr el punto justo a la hora de crear a los personajes centrales de la película y que, por esa misma razón, le da pena que muchos espectadores consideren a Marcela como la mala de la historia. “No quería que eso pasara. Porque lo más tremendo es que la que miente al principio es la Lili. El truco es que ella genera tanta empatía que uno tiende a olvidar que Marcela también la está pasando para el orto. Es interesante, porque cuando proyectamos la película en festivales europeos el análisis que se hizo fue, en general, menos político y más humano. En ese sentido, creo que es una película ideológicamente incómoda”. El realizador se pone aún más serio y afirma que siempre le interesó el tema de la injusticia, al punto de ser algo que lo desespera. “¿Cómo es posible que existan trabajos en los cuales uno tiene que pasar una determinada cantidad de horas y no esté contemplado el tema de la comida? ¿A quién se le ocurre eso? Ese tema de las cocinitas en oficinas minúsculas es algo normalizado. ‘Y bueno, es así’, se dice. Es muy loco. En otros países creo que eso no pasa. Qué se yo, en España, todos los oficinistas cortan a las diez de la mañana y tienen media hora para su cafecito y su sándwich, en lugares habilitados para que la gente coma y hable. Por eso la película pega de manera muy diferente en Argentina. Creo que es algo cercano a lo racista, porque los jefes sí comen afuera, en un restaurante. Es muy raro el tema ese: siete empleados que trabajan en una oficina chiquita, todos ahí comiendo al tiempo que atienden trámites, y alguno de los que entra se queja por el olor a comida. La aceptación de todo eso me resulta desesperante y es muy característico”. ¿Acaso Los dueños, El motoarrebatador y Planta permanente forman una especie de trilogía? Radusky no está seguro, aunque dice que se lo han comentado en más de una ocasión y cree que hay algo interesante en el final de las tres películas. “En Los dueños, filmada en 2012, con las clases populares bastante empoderadas, los tipos terminan metiéndose de nuevo en la casa y expulsando a los gringos. En El motoarrebatador, de 2017, con el bussismo en Tucumán presentándose a las elecciones con el lema de la mano dura, el chabón termina en cana, no hay esperanza. Y en Planta…, estrenada en festivales en 2019, directamente se termina perdiendo todo. Son películas que, de alguna manera, terminan retratando su época”.