Foto: Alejandra López

A Gabo lo conocí en 2003, un sábado al mediodía en que Flopa organizó un asado en su terraza de la calle Baldomero. Vestía como siempre, cómo comprobé más tarde que sería su uniforme para la vida: musculosa blanca de rib (esa de mercería que usan los abuelos), jeans gastados y All Stars negras. Flaco, pero buenos brazos, boca inmensa, nariz ínfima, ojos chinos. Contaba que había tenido una banda, Porco, pero que hace rato no tocaba y que ahora quería hacer algo completamente distinto. Dudaba. No sabía si se animaría. 

Por esa época existía una cofradía, una tribu increíble de personas hermosas de la música indie que funcionaba como una especie de artefacto que irradiaba genialidad al que todos se querían pegar: estaban los Pez, estaba mi hermana Flopa, estaba Manza y su Valle de Muñecas, estaba Florencia Ruiz, pero también había poetas, escritores, periodistas y otros músicos extraordinarios que nacían en ese momento, como Lucas Martí o Coiffeur. Y estaba Gabo. Era la verdadera créme de los 2000 y no había regímenes de exclusividad. Podían venir cuantos quisieran, que serían tratados bien. Y transcurría en Floresta, en Chacarita, en los bares de sótano, en el San Martín pero también en teatros de todo tipo, en fiestas, en otras ciudades. Estaba pasando lo mejor que podía pasar y estábamos ahí, flasheando, a pesar del corralito, de todos esos presidentes en una semana, de la debacle económica, de los índices de desocupación, de todo lo que había pasado en los últimos años y de la mar en coche. Había algo en esa energía demoledora del arte de hacer canciones que me producía una fe inmensa en la humanidad. O quizás era que tenía apenas poco más de veinte años.

Todo ese caldo divino hizo que Gabo se animara a volver a salir al ruedo. Como pasa siempre con los amigos, uno se construye en función de ellos. Son un motor sagrado. Uno se identifica y piensa: "Si mi amigo puede, yo también". Así fue para Gabo, gracias a la cofradía. La anécdota es imborrable: Flopa tocaría en La Plata un sábado a la noche y Gabo debutaría como su telonero. En cuestión de días Gabo tenía una producción de más de diez canciones nuevas, una más increíble que la otra. Las letras hablaban de cuestiones existenciales, eran letras que nos interpelaban a todos. Cantaba sobre los padres, las madres, los abusos, el desamor, la soledad, la pérdida. Era como ver El Padrino I y II, pero en canciones. Y todo en un registro tan absolutamente delicado que marcaba eso que lo hizo desde el minuto uno un artista tan singular. La noche estaba helada y lo pasamos a buscar por su casa de Mataderos junto a Silvio, su pareja de aquel momento. Cargamos la guitarra en el baúl y tomamos la autopista. Llegamos a un teatro chiquito, la sala tenía piso de madera y no había escenario. Simplemente estaba la silla para Flopa o para Gabo y a unos pocos metros un montón de sillas para que el resto de los ordinarios mortales nos sentáramos a escuchar. En los shows los músicos esperan en otra salita o camarín a que la gente llegue. Nosotras estábamos ahí con Gabo y teníamos muy claro que no era una noche cualquiera. Gabo iba a tocar esas canciones increíbles, con esa voz increíble, con esa cosa performática increíble y entonces algo iba a cambiar. La gente se iba a caer de culo. No teníamos dudas. Pero Gabo nos decía que le temblaban las manos, que no sabía si iba a poder. Y claro, porque para él todo pasaba por ese tamiz de la solemnidad, esa cosa majestuosa, le ponía un acento dramático a todo lo que era importante. Y así se lo tomaba él. Nosotras agitábamos, Flopa le decía que no era tan tremendo, que era solo cuestión de salir. Así que salió. Salió y fue brillante. Salió y el mundo se quedó mudo para escucharlo. Salió y todos se cayeron de culo. Desde entonces nunca paró de hacer canciones, discos, colaboraciones, bandas de sonido. Y la gente se cayó de culo una y otra vez.

*Cecilia Di Genaro es periodista y ex manager de Flopa

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Este artículo forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con las columnas de Mariana Enriquez, Mariano Del Mazo, Luciana Jury y Gabo Ferro