El universo inagotable del sacacorchos
No necesitó más que revisar los cajones de su hogar la historiadora Marilynn Gelfman Karp, profesora emérita de la Universidad de Nueva York, para dar con material para su próximo libro: ferviente coleccionista, tenía en su haber cientos de sacacorchos que había reunido con el correr de los años, atraída por las infinitas variaciones del ubicuo instrumento, “prueba de ingenio, funcionalidad y excentricidad de diseño”. Así, en colaboración con el cineasta Jeremy Franklin Brooke, se pusieron manos a la obra, catalogando con cuidado y una pizca de lirismo los atributos de un utensilio que, aunque se extendió en el siglo 18 al volverse estándar la botella de vino de cuello largo, tiene antecedentes previos, también recuperados por los autores. Dúo que se ufana, por cierto, de haber confeccionado la “primera contribución seria” a la historia del sacacorchos, “referencia imprescindible para los helixófilos, como se llama a los coleccionistas de estos utensillos, y un grato obsequio para cualquier amante del vino”. No hay que sucumbir a las uvas, empero, para deleitarse con los más de 650 ejemplares que presentan los escritores, evidentemente flechados por mangos de nácar, marfil, madera, plata, bronce, oro, etcétera: desde básicos modelos T, antaño patentado por el inglés Samuel Henshall, hasta mecanismos más intricados, como la extendida versión de palanca que inventó el alemán Carl Wienke a fines del siglo 19. Abundan diseños con vuelo y fantasía, modelados como caballitos de mar, serpientes, piernas sin cuerpo, sirenas, diablos, Popeye o, por qué no, Napoleón. De tierras estadounidenses, otro simpático ejemplo: de los días en los que llegaba a su fin la Ley Seca, un sacacorchos de níquel con forma de hombre; su torso, un barril; venía en una cajita con forma de ataúd, a modo de celebración por el RIP inminente de la prohibición. La ocurrencia decorativa, a la altura de las entusiastas descripciones en un proyecto que no solo se detiene en taxonomía: traza la curiosa historia y evolución de la omnipresente herramienta, imprescindible en cualquier hogar.
Tiburón a la escucha, ¡oh, no!
Desde que fuera lanzada en 2016, acumula más de seis billones de visitas en YouTube, persistiendo el hit viral como deleite de chiquilines y suplicio de padres. No hay que devanarse los sesos para corroborar que ningún adulto resiste demasiado rato la repetitiva, desquiciante melodía de Baby Shark con sus reiterados doo, doo, doo, doo, doo, doo. Algo que, evidentemente, bien sabían dos guardias de una prisión de Oklahoma, que usaron la pegadiza canción infantil como herramienta… de tortura. Según publican medios norteamericanos, a fines del año pasado, los oficiales Christian Miles y Gregory Butler, ambos de 21, obligaron a por lo menos cinco presos a escuchar el track en bucle, a todo volumen, esposados contra una pared, de pie y durante dos horas. “Apenas una broma”, intentó quitar hierro al asunto la dupla, declarando además que era un método de sanción que buscaba endurecer medidas disciplinarias “insuficientes”. La Justicia no compró la excusa y ahora irán a juicio, acusados de delitos de crueldad y conspiración contra prisioneros. También su supervisor está en la picota, Christopher Raymond Hendershott, de 50 pirulos, por conocer acerca del suplicio y hacerse el sota. “Actuaron de manera conjunta y deliberada, de forma cruel e inhumana”, se despachó el fiscal del condado al presentar los cargos. Cabe suponer que no necesitará mucho para convencer al jurado en un futuro: apenas dar play a Baby Shark y dejarla en loop. Dicho lo dicho, no es la primera vez que la irritante rima surcoreana se usa con crueles, siniestros fines: el pasado 2019, autoridades de West Palm Beach, Florida, la hacía sonar por las noches cerca del edificio municipal para evitar que gente sin techo durmiera en las cercanías. Ni tan inocua la canción infantil que sigue haciendo las delicias de hordas de chiquilines.
Maldito robo
Nicole tenía poco más de 20 años cuando, década y media atrás, visitó el parque arqueológico de Pompeya, y no se resistió a cometer cierta “picardía”: hacerse de dos mosaicos antiguos, partes de un ánfora y fragmentos de cerámicos, regresando con el tesorito robado a su hogar en Canadá, contenta la vivilla turista por tener entre sus manos “objetos milenarios que nadie más poseía”. No imaginaba entonces que la venganza divina sería “terrible”… Y es que, los pasados días, la arrepentidísima mujer ha devuelto lo hurtado en 2005. Informa The Guardian que ha enviado un paquete con los artefactos sustraídos a una agencia de viajes del sur de Italia con una misiva donde, además de confesar, alegaba los motivos para su contrición: las cositas, decía, estaban malditas, habían sido responsables de una larga serie de desgracias personales. “Por favor, les ruego que las acepten, traen mala suerte”, las desesperadas palabras de quien tuviese dos veces cáncer de mama, además de sostenidas dificultades financiares. Culpa, a su supersticioso entender, de las mentadas reliquias. “Aprendí mi lección y pido perdón a Dios. Soy una buena persona y no quiero que esta maldición pase a mis hijos”, escribió la agorera canadiense. Se ve que convenció de la presunta condenación a un matrimonio amigo, porque además de su carta llegó otra misiva en el paquete: de una pareja de ídem país que, adjuntando piedras choreadas, explicaba que las habían tomado “sin pensar en el dolor y el sufrimiento de las pobres almas que perecieron durante la erupción del Vesubio”. Nada nuevo para las autoridades del parque, acostumbradas ya a que humanos restituyan lo que toman de la antigua urbe; tienen, de hecho, un museo dedicado a lo que les regresan, en muchos casos por símil motivo: esgrimen personas NN que las reliquias han sido causa de desventuras y desgracias familiares.
Besando a Corona
Tardaba en llegar, pero ya está aquí: una bizarrísima novela erótica con protagonista a la altura de este extraño 2020… el Covid. “Se suponía que ella tenía que curar el coronavirus, pero en su lugar se enamoró de él”, abre la imposible sinopsis del relato que está causando olas en la web, con innumerables almitas lectoras tan confundidas como extrañamente atraídas por Kissing the Coronavirus, tal es el nombre de este ¿venidero bestseller digital? “La doctora Alexa Ashingtonford forma parte de un equipo de científicos de primera línea cuya tarea es encontrar la vacuna contra el Covid. No imaginaba que terminaría enamorándose de él, como sucede en esta apasionante y sensual historia viral”, continúa el sucinto resumen de esta ópera prima de una ignota escritora estadounidense, que firma como M.J. Edwards. Ojo al piojito literario, no es que la doc tenga un tórrido affaire con un tubo de ensayo, aunque nomás sostenerlo ya sienta una descarga eléctrica, un hormigueo por todo el cuerpito, conforme se describe nomás arrancar, en las primeras líneas, previo a dar rienda suelta a una escenita masturbatoria… Cuando inyecta una vacuna de prueba a un compañero suyo, el tipo muere y se convierte en el virus. Como verde humanoide, una suerte de Hulk con protuberancias, poco tarda el fornido galán estelar en tener sexo rudo de laboratorio con la científica AA. La autora detrás de esta hilarante monstruosidad, por cierto, reconoce haber perfilado el relato “tras perder el trabajo y necesitar pagar las cuentas”: esa es la única información disponible de la responsable de las catorce páginas que pueden leerse por apenas un dólar en formato online. Muchos ya lo han hecho, y aunque no faltan quienes se han indignado sobremanera por el tratamiento ligero y pornográfico al virus que azota al planeta, otros están tan patidifusos por tamaña obscenidad satírica que la celebran a viva voz. “Todo aquí es desagradable, muy perturbador y médicamente inexacto pero, ¡por favor!, ¡qué manera de largar carcajada tras carcajada!”, una de las reseñas que captura la sensación general que ha despertado Kissing the Coronavirus, cuya portada ilustra de mil maravillas lo que cuentan las páginas. “No sé si darle una o cinco estrellas. El libro es absolutamente horrible, un estropicio, pero es exactamente cómo que necesitaba leer”, otro comentario; o bien, en la misma línea: “¿Me hizo reír? Sí ¿Me hizo sentir sucia? Sin duda ¿Deberías comprarlo también? Pues, ¿por qué no?”. Ya lo dijo Oscar Wilde: “La única cosa peor a que hablen de nosotros, es que no hablen de nosotros”. La mala publicidad, en este caso, ha resultado buenísima.