“Duerme, duerme, negrito” es una canción anónima que Atahualpa trajo, según contaba, de la frontera entre Venezuela y Colombia. Tuvo infinitas versiones: Zitarrosa, Viglietti, Víctor Jara, Mercedes Sosa, pero creo que ninguna versión es mejor o peor que las otras: esta canción es tan buena que se impone sobre su intérprete. Es, sencillamente, una canción perfecta, una canción de cuna, como el acto de dar la teta hecho canción; crea un lugar íntimo, privado, casi secreto de la madre o el padre con el niño, no necesita más. Su economía de recursos impresiona: no precisa instrumentos; alcanza con la voz, cantando bajito, para crear un momento casi epifánico. A su vez, en este caso, la música tiene una rítmica mayor al propio ritmo logrado por el uso de onomatopeyas, ese “¡zas!”, esos “chiquipún-chiquipún”, recursos raros en este género, pero que le dan un anclaje preciso: es una canción que no podría venir de muchas otras partes del mundo.
La letra me alucina. Ahí están la persona que enuncia, aquella a la cual se remite y la persona a la cual se dirige la canción. La que enuncia podría existir o no; suponemos que es otra mujer que está guardando al negrito mientras la madre está ocupada trabajando, trabajando y trabajando. Sabemos que la madre está trabajando la tierra de otro para otro, sabemos que está sola, que es viuda, que está enferma y lejos. Sabemos que no le pagan, pero que de alguna forma va a traerle al niño frutas, cerdo, codornices; le va a traer manjares, regalos como una reina maga visitando a su propio santito. La situación de esta mujer que debe irse lejos de la casa para poder mantenerse y alimentar a su hijo es dramática, pero en la canción no hay espacio para la tragedia decorada sino que se mantiene siempre simple, sencilla. Y ahí reside en parte su genialidad: dentro de esa cáscara de simpleza, de su melodía sencilla y de su aparente austeridad de recursos, “Duerme, duerme, negrito” dice muchas cosas. En unos cuantos versos toca tres cuestiones que comenzaron a tratarse simultáneamente en el cruce de estos últimos dos siglos: raza, clase y género. La clase, en la pobreza de esa mujer que trabaja explotada en el campo. El género, porque son –en apariencia– dos mujeres las que se ocupan del niño. El hombre adulto queda colocado en el lugar del mal, el diablo como hombre maduro, blanco y caníbal: “Te va a comer la patita”, amenaza dulcemente quien le canta al niño. El hombre blanco comerá la patita del negro si no cae dormido. Esa capacidad para decir tanto con tan poco: ésa es la gran gema de la canción. Letra y música en consonancia con el escenario al que remite y con la historia que cuenta. Es lo que tengo como modelo, lo que me gusta laburar en mis canciones, mi deseo. Como artista sería un gil si no aspirara a escribir cosas tan bellas como ésta.
No recuerdo haber escuchado la canción cuando era chiquito. Cuando empecé a aprender guitarra me enseñaron a cantar y a tocar con otras canciones, con el folklore más tradicional, con el Yupanqui de “Luna tucumana”. Creo que conocí “Duerme, duerme, negrito” cuando estaba en la escuela secundaria y fue impresionante para mí desde entonces. Pero fue después de haber escuchado y leído otras cosas, en especial después de haber estudiado Historia y de ponerme a trabajar con mis propias canciones, que empecé a pensar en ella cada vez más. Aparecía sola, sin buscarla o buscando otras canciones para crear las mías, buscando referencias, modelos a seguir o a comparar, precedentes para, en definitiva, sentirme en compañía. “Duerme, duerme, negrito” marcó un momento importante para mí como músico. Nunca le hice un trabajo sesudo, ni la convertí en un solemne objeto de estudio: simplemente la disfruto, la pienso, la canto. Me gusta pensarla y mientras más la pienso, más me gusta. Y la vuelvo a pensar ahora y me quedo colgado en detalles como el de la voz de quien la dice, en quién será o si acaso, tal vez, no haya existido nunca. Si no será, simplemente, una narración y al negrito no lo está cuidando nadie, está solo y sólo ha sido nombrado por un diminutivo amoroso que remite al color de su piel y no por su nombre propio.
El hecho de que la canción también sea anónima es hoy un gesto elocuente. En general son los nombres y no la música los que hacen y venden los discos o disponen y ponen en las radios. Darle luz al anónimo es un gesto que corresponde y tira una señal para detenerse a pensar hoy la figura del autor y la industria.
Si nunca me animé a hacer mi propia versión de “Duerme, duerme, negrito” es probablemente porque no se me ocurre que pueda aportarle nada a este tesoro: es una canción que se luce sola y no necesita divulgación. No siento que pueda ofrecerle nada hoy; tal vez cuando sea padre, pero no ahora mismo. Mientras tanto, cada vez que la escucho de nuevo y la canto para mí –yo soy mi propio negrito– se revelan frecuencias que me conmueven; temas como el lugar del hijo, la maternidad y la paternidad tocan fibras atávicas que se corresponden con la especie, con lo que fuimos y desconocemos que aún somos. Imagino que probablemente la canción de cuna pudo haber sido uno de los primeros géneros que creó el hombre cuando descubrió cantar. Tenemos registro de cuándo y dónde nació la ópera, pero no de cuándo y dónde nació la canción de cuna. Imagino a un ser humano –o hasta un homo anterior– hace miles de años cantándole a su crío para paliarle un dolor o para distraer el hambre. Pienso en cuál habrá sido el primer gesto de nuestra primera canción e imagino una melodía relacionada con la contemplación, con la belleza, la muerte, el eros; una de amor, una de guerra y una canción de cuna.
(Gabo Ferro eligió este tema para la sección Fan del suplemento Radar en el año 2011, cuando estaba por presentar en La Trastienda la edición aniversario en vinilo de Canciones que un hombre no debería cantar)
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Este artículo forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con las columnas de Mariana Enriquez, Mariano Del Mazo, Luciana Jury y Cecilia Di Genaro.