El universo narrativo de Mircea Cartarescu es insoportablemente bello. Los lectores atraviesan las páginas de sus libros --las novelas Lulu, Solenoide y los dos volúmenes de la trilogía Cegador o los cuentos de Nostalgia, traducidos por Marian Ochoa de Eribe y publicados por la editorial española Impedimenta-- como si se sumergieran en las cavernas del alma. Su lirismo melancólico no renuncia a una especie de carcajada siniestra y abismal; la risa fuera de foco de alguien que no puede soñar sino los sueños ya soñados. Este extraordinario poeta, narrador y ensayista --que nació en Bucarest en 1956 y ganó el Premio Formentor-- podría ser el primer escritor en lengua rumana en ganar el Nobel de Literatura. Para Cartarescu, que se presentará virtualmente este sábado a las 20 en el Filba, lo más difícil es mirarse a los ojos y “decirse lo que las palabras no son capaces de decir”, cuenta en la entrevista con Página/12, en la que revela que sufrió la enfermedad de Covid-19 en abril, con “unos dolores terribles de músculos y huesos”.

--“No escribo un libro, sino que engendro un embrión en el útero triste de mi cráneo y de mi habitación y de mi mundo”, dice el narrador de “Cegador, 2”.¿Qué busca en la exploración de su propia vida desde la ficción?

--Mi vida no es fácil. Siempre he sospechado que en su núcleo hay un enigma terrible. Determinados sueños, pesadillas, lecturas, al igual que determinadas lecturas hacia las cuales parece haberme arrastrado una mano ajena (Kafka, Lautréamont, Aloysius Bertrand, Chirico, Mandiargues, Raymond Roussel, Sabato), me han guiado poco a poco, a lo largo de cuarenta años, hacia la habitación prohibida de mi mente. Hoy estoy ante la puerta y me estremezco al pensar que dentro de poco tendré que entrar. Sin embargo, penetrar en su interior significa dejar atrás la literatura en aras de algo mucho más verdadero, tal y como Rimbaud abandonó la poesía para convertirse en mercader de armas y de esclavos en África. De esa manera, para un escritor, encontrar por fin su rostro oculto presupone un sacrificio fatal: renunciar a la escritura. Por ese motivo titubeo todavía ahí, ante la puerta detrás de la cual se oye el gruñido ahogado de la fiera. En la habitación prohibida eres tú mismo, está tu rostro verdadero, el único que te espanta en sueños. El Minotauro es Teseo que se ve en el espejo en el centro del laberinto. Lo más difícil para un escritor es mirarse a los ojos, decirse lo que las palabras no son capaces de decir. Es tu verdad, la que se esconde bajo las palabras. Yo escribo un diario desde 1973, desde que era un adolescente. Es como una larga entrevista conmigo mismo. Pero lo único que puedo escribir en él es, en general, lo que puedo confesarme a mí mismo, mientras que yo estoy de verdad en eso que no me puedo confesar. No existen, por tanto, diarios íntimos. Los diarios son novelas, no confesiones.

--En “Solenoide”, tal vez el gran libro del sufrimiento humano, pareciera sugerir que la locura es una vía para acceder a la verdad. ¿Por qué le interesa la locura, la alucinación, la paranoia y el delirio?

--Uno de los libros más extraordinarios que he leído es Memorias de un enfermo de nervios, de Daniel Paul Schreber, un panorama de la locura tan inmenso como Maldoror, en el que el cerebro humano herido se revela como un gran escritor, tal y como una ostra herida crea la perfección de la perla. La locura lúcida, “crítico-paranoica”, de unos escritores como Nerval o Maupassant (en su terrible novela El Horla), e incluso la de unos autores de ciencia ficción como Philip K. Dick o Richard Sharpe Shaver, funciona como una perforadora, como una sonda que se hunde en las profundidades, ahí donde se encuentran las fantásticas cavernas del alma. Su descripción lúcida, cartesiana, precisa como una purga geométrica (la más siniestra de las locuras descrita por la más lúcida de las mentes) representa una gran conquista del espíritu humano, mayor, en mi opinión, que la exploración del cosmos o que el envío de sondas al espacio. También yo pienso, como Novalis, “que el camino verdadero va hacia dentro”. En su obra de teatro Jonás, el dramaturgo rumano Marin Sorescu imagina a Jonás intentando escapar del vientre de la ballena. Desgarra la tripa de la ballena con un cuchillo, sale, pero se encuentra en el vientre de otra ballena, mucho más grande, que había engullido a la primera. Desgarra de nuevo el vientre y sale a otra ballena mayor aún, y así hasta el infinito. Renuncia entonces a la huida al exterior y desgarra su propio vientre. Ese es el camino del escritor en busca de sí mismo. ¿Qué es la realidad? ¿Qué es el espacio lógico al que podemos acceder (nuestro segundo espacio visual)? ¿Cómo puedes transferir lo ilógico, lo irracional, lo embrionario, lo innombrable e incomunicable a palabras, y las palabras a construcciones poéticas o narrativas? ¿Cómo vas a abarcar en tus textos no solo la literatura, sino todo el conocimiento: filosófico, teológico, científico, matemático, artístico, erótico, psicodélico, báquico? Esos son, junto a muchos otros, mis problemas de cada día. De la meditación cotidiana han brotado finalmente varios libros. Creo que es la novela breve Lulu con la que más lejos he llegado en la exploración del yo, un estudio de caso casi clínico sobre la criatura humana más compleja y más poética: el adolescente. Sin este libro no habrían existido Cegador ni Solenoide. Ahí, en Lulu, llevé a cabo mi primer intento de penetrar en la habitación prohibida y secreta del centro de mi mente. Lo que encontré en ella me marcó, como escritor y como persona, para siempre.

--La ciudad de Bucarest suele aparecer en su narrativa como “la ciudad más triste del mundo”. ¿De dónde viene esa tristeza y a qué la atribuye?

--Nací en Bucarest y he vivido toda la vida en esta ciudad imposible. La conozco como a mí mismo. Su olor ha impregnado mi ropa y ha tatuado mi piel. Más que rumano, me defino como bucarestino, es decir, habitante de las ruinas. Imaginen la maqueta de una ciudad sumergida en un baño de ácido. Cada edificio, los más antiguos, llenos de adornos barrocos, los de la época de entre guerras, cúbicos y solitarios, al igual que los más modernos, de acero y cristal, mezclados de forma caótica, sin plan urbanístico alguno, sin lógica, que suben y bajan colinas acercando barrios residenciales a fábricas desiertas y cocheras de tranvías abandonadas… cada edificio se corroe en el aullido ácido del tiempo, las fachadas se desgastan, las narices de los ángeles de yeso caen, al igual que los extremos de sus alas, los balcones amarillean, cargados de geranios, y se inclinan peligrosamente hacia la calle. Unas gitanas añosas fuman en las ventanas sin cristales ni marcos. Hombres en camisetas de tirantes están sentados en las escaleras de entrada y beben botellas de cerveza. Cuando cae el ocaso, más sangriento que en ningún otro sitio, Bucarest se vuelve en verdad insoportablemente triste. Los raíles del tranvía se tornan entonces rojos, las ventanas redondas de las casas brillan y los ruidos se difuminan. Por esos instantes desgarradores no he podido abandonar definitivamente Bucarest, aunque me haya sentido bien en otros lugares. Este ha sido mi destino, quedarme aquí, entre ruinas y torres de agua, escuelas viejas, sifonerías y talleres de coches, una periferia infinita donde me siento triste y feliz.

--La palabra “comunismo” rara vez aparece en su narrativa; prefiere aludir a ese contexto como “esos tiempos terribles”. Su estilo de frases largas, su exuberancia y barroquismo, ¿fue la estrategia que le permitió escribir sin tener que estar “rindiendo cuentas”, experimentando casi en el precipicio de lo “ilegible”?

--El tercer volumen de Cegador, sin traducir aún al español, trata casi exclusivamente sobre el comunismo rumano, convertido en una siniestra dictadura. Preferí concentrar en un solo libro mi visión sobre lo que sucedió en Rumania a lo largo de cuarenta y dos años, tras el cambio de régimen de 1948. Es un libro infinito, una devastadora sátira swiftiana, mi venganza contra los que me robaron la juventud. Porque mi vida ha transcurrido mucho más tiempo bajo la dictadura que en la libertad. Cegador, 3 es mi libro más latinoamericano y, de lejos, el más político. Los acontecimientos tienen lugar durante la revolución de 1989, pero se extienden de hecho por toda la época comunista y, en general, sobre la historia de mi país. En mis otros textos no suelo volver al ámbito sociopolítico porque no quiero “guetificarme”, como tantos de mis colegas escritores rumanos y de Europa oriental, en una única problemática, un cliché del que no hay escapatoria: si eres rumano, tienes que escribir tan solo sobre la Securitate y sobre Ceauşescu. Yo me considero un autor con una problemática universal. No escribo sobre lo que otros quieren que escriba. Me interesa todo lo humano, todo lo que ha interesado a los escritores desde Homero hasta nuestros días, vivieran donde vivieran: el amor, el odio, la fatalidad, la infelicidad, el éxtasis, la locura, el heroísmo, la traición y, sobre todo, el mayor de nuestros dramas, la soledad.

--“Estaba siempre embarazado de mi propia madre y ella, soñadora, se sobresaltaba a veces en el líquido amniótico de mi sueño”, cuenta en “Cegador, 2”. ¿Cómo explica el papel que tiene literariamente la figura de su madre?

--Mi madre es todavía una mujer enérgica y muy despierta, a los 91 años tiene la belleza de los que han sido durante toda la vida gente auténtica, con una conciencia siempre limpia. Es una gran soñadora: tiene, incluso hoy en día, los sueños más intensos y más coloridos, los recuerda con todo lujo de detalles y me los cuenta como si fueran unos relatos fantásticos. Su tristeza constante ha sido que, al ser hija de unos campesinos pobres, solo pudo asistir a la escuela unos pocos años. Pero todo lo fundamental que yo sé, lo sé gracias a ella. Ella ha ocupado siempre el centro de mi mundo y, en mi último libro de relatos titulado Melancolía, intento describirla tal y como aparece siempre en mi mente: como una gigantesca figurita de chocolate, de veinte metros de altura, cubierta con estaño sobre el que están dibujados sus trazos, su blusa y su vestido, sus zapatos, acostada bajo la bóveda de mi cráneo. Lo que más me gusta es imaginarla como una mujer joven, una tejedora en una de las fábricas de Bucarest, como aparece en el primer volumen de Cegador, una criatura sencilla y luminosa que da sentido a un mundo desaparecido.

--Una de las cuestiones de “Solenoide”, la pregunta sobre cómo se puede salvar la humanidad, hoy resuena con una fuerza inusitada. ¿Cómo está viviendo este tiempo? La gran incertidumbre, la perplejidad de no saber hacia dónde vamos, ¿ha afectado su manera de escribir o continúa escribiendo “como si nada pasara”?

 

--Sufrí la enfermedad en abril con unos síntomas bastante atípicos, pero muy fuertes: unos dolores terribles de músculos y huesos, al igual que una sensación de pérdida de energía vital. He estado hasta ahora sumido en la depresión y en la incapacidad para concentrarme. Pero, incluso sin la enfermedad, vivo un período de mi vida muy extraño. No puedo acostumbrarme a la edad a la que he llegado, mi imagen de mí mismo no tiene nada que ver con ella. No sé cuándo cumplí 64 años. Muchas veces me sorprendo diciéndome: “He entrado en el otoño de la vida”, y luego me enojo conmigo mismo por pensarlo. He publicado recientemente un pequeño volumen de versos en el que intento explicarme todo esto. Se titula Nunca pidas ayuda y es precisamente eso: en los momentos más difíciles de la vida no te puede ayudar nadie, ni siquiera vos mismo.

La admiración por Sabato

--Uno de sus héroes literarios es Ernesto Sabato, especialmente por su libro “Sobre héroes y Tumbas”, “la obra más formidable” que conoce. ¿En qué momento leyó a Sabato y que impacto tuvo esa lectura en su escritura?

--Leí Sobre héroes y tumbas en los años setenta, cuando se tradujo al rumano. Al principio me interesó sobre todo la historia de amor entre Martín y Alejandra e intenté incluso establecer la cronología anotando los numerosos encuentros y separaciones de los personajes. Yo mismo tenía la edad de Martín y estaba enamorado de una joven bella y extraña, esquiva, sobre la que he escrito después en incontables ocasiones. Me hacía sufrir espantosamente, pero también me inspiraba. Siguiendo las huellas de Alejandra entré en el mundo de Fernando y, finalmente, descendí con él en el paisaje de las profundidades de Buenos Aires, el territorio de la melancolía, de los todopoderosos Ciegos y del mal que ellos vuelcan sobre el mundo de la superficie. El Informe sobre ciegos me pareció entonces una pieza literaria inscrita en la pura descendencia romántica, de una grandeza dantesca. Abaddón no alcanzará jamás la altura de la novela precedente, pero se encuentran también en ella algunos elementos muy bellos, como son las cartas a un escritor más joven, sinceras y desbordantes de verdad. Creo que Sabato ha sido arrinconado hoy en día, poca gente lo ve tal y como es: un gran autor, un explorador estoico del alma humana.

Un traductor de domingo

--Algo muy singular es que la traductora de toda su obra al español es Marian Ochoa de Eribe; no sé si en otras lenguas tiene a los mismos traductores para todos sus libros. ¿Qué importancia tiene la traducción para usted que ha sido traductor?

 

--Ah, yo soy más bien un traductor “de domingo”, por placer, no uno de verdad. He traducido mucha poesía, la obra casi completa de Bob Dylan (dos años antes de que recibiera el premio Nobel), libros de Leonard Cohen, letras de Georges Brassens y todo aquello que me ha interesado. Un volumen entero de Charles Simic. Traduzco con facilidad y con un sentimiento de gran alegría. Soy plenamente consciente de que la traducción es un arte al igual que la poesía o la prosa, por desgracia una Cenicienta entre las artes y muy mal paga. Un gran traductor debería ser reconocido y respetado como un gran escritor. Lo he dicho en muchas ocasiones: me considero un autor muy afortunado porque estoy rodeado verdaderamente de los mejores traductores de lengua rumana a otras lenguas. Cada uno de ellos es un artista de la traducción. Y un trabajador de la traducción al mismo tiempo, porque pasan meses y años inclinados sobre las páginas que reconstruyen en su idioma. La traslación no se realiza únicamente de un espacio lingüístico a otro sino de una cultura a otra, de un estilo de vida a otro, de una civilización a otra. Mis traductores y los de otros escritores rumanos no solo hablan un perfecto rumano, no solo son perfectamente competentes en su lengua, sino que han vivido mucho tiempo en Rumania, conocen bien a los rumanos, su mentalidad y sus peculiaridades, conocen su historia, son competentes en todo lo relacionado con la esfera rumana. Marian es una persona a la que aprecio profundamente; es ella la que ha traducido incluso un libro mío prácticamente intraducible, El Levante, al que ha dotado de una deslumbrante forma en español. Más es imposible porque más que eso sería traducir Finnegans Wake. No es la única: a la aventura de El Levante han contribuido también otros valientes traductores como Inger Johansson al sueco, Bruno Mazzoni al italiano y Nicolas Cavailles al francés. Pero me gustaría añadir que otros de mis libros, como los poemarios o Cegador, tampoco son precisamente fáciles de traducir. Para la relativa popularidad de mis libros en español he tenido siempre dos explicaciones: la excepcional traducción de Marian Ochoa de Eribe y el trabajo increíble de un gran editor, Enrique Redel, el director de Impedimenta. Les estoy muy agradecido a ambos.