Es como estar soñando, pero un sueño que también es mitad vigilia. Lo más importante es la intención con la que vas a la ceremonia. Podés querer zafar, ver cosas, sobrevivirla, o podés tratar de darte cuenta de por qué te sentís tan mal. Es incómodo, te hace vomitar y sentirte muy raro. Pero siempre llega esa vibración del chamanismo, la búsqueda de sanación, de hacer una catarsis, de unir, de buscar la armonía, el amor, la contemplación. Eso estuvo en todas mis ceremonias. (Joaquín S., 24 años, estudiante de la tecnicatura de Martillero Público, hizo su primera ceremonia de ayahuasca el 7 de noviembre de 2015, y desde entonces realizó seis más en la ciudad y en Tigre).
Las plantas sagradas comenzaron a tejer sus redes visionarias por debajo del asfalto. Ya no es necesario viajar al corazón del Amazonas o internarse en un templo del Santo Daime –el culto religioso nacido en Brasil que promueve el uso de enteógenos– para que la ayahuasca nos arroje hacia los secretos que anidan en nuestro interior. En las grandes ciudades, a través de una página web, una cuenta de Facebook o un grupo de WhatsApp, el brebaje milenario de los pueblos originarios andinos y amazónicos se ofrece a quienes quieran emprender ese viaje iniciático hacia uno mismo. ¿Pero es posible transportar el ritual sagrado a este territorio gobernado por bocinas, smog, palabras digitalizadas, comida chatarra, alarmas, publicidades y containers de basura?
A pocas cuadras del cruce neurálgico de las avenidas Corrientes y Juan B. Justo, un centro comunitario y terapéutico que ofrece “servicios para el bienestar y el autoconocimiento” es el lugar para comenzar a buscar una respuesta. Allí, en un amplio salón de pisos flotantes y techos altos, una pareja de psicólogos afectuosos guía ceremonias de ayahuasca hace más de 20 años. “El punto común de los que llegan es la insatisfacción”, aclara Jorge O., quien aprendió a convidar la planta en Perú junto al pueblo shipibo. “Los jóvenes no quieren la careta, aunque la vida los fuerce a eso. Quieren algo que los haga sentir vivos. Algo que les dé una dirección y un sentido a sus vidas. Son más kamikazes. El adulto no, va a lo conocido, se queda en ese terreno. Por eso encontrás más jóvenes que personas mayores en nuestras ceremonias.”
Puede ser que algunos se acerquen porque está de moda o porque es algo más para probar. Pero después de la experiencia te das cuenta de que no es una droga de recreación ni nada parecido. Yo tardé días en darme cuenta de lo que había pasado, hasta que apareció un sentimiento profundo de protección. En el momento de la ceremonia, para mí fue una serie de ciclos turbulentos y de calma que pasaban con los cantos de los que guiaban. Era una conexión con el cuerpo que nunca había sentido. Un hormigueo en todo el cuerpo. Y esa calma me quedó por mucho tiempo y muy presente. (Soledad U., 23 años, estudiante de Antropología, hizo su única toma en junio de 2016, como parte del trabajo de campo de su investigación sobre el uso de las plantas sagradas en las ciudades).
La soga de los muertos
Lo primero es firmar una declaración jurada que garantiza que no se padecen ciertas enfermedades –mayormente cardíacas– que no se está bajo tratamiento psiquiátrico y que se respetó la dieta requerida: al menos una semana sin consumir alcohol, carnes ni drogas, sin sexo y con una alimentación sin sales ni azúcares agregadas. En el salón hay una serie ordenada de colchonetas, almohadones y mantas junto a las paredes, y un balde para vomitar al lado de cada una. En el centro, una botella de plástico contiene el brebaje milenario, del que se podrá tomar hasta dos veces durante la ceremonia, en un vaso pequeño de vidrio. Hay guitarras, instrumentos de percusión, de viento, maracas, bombos, una flauta inmensa, palos de agua, diyeridús. Todos sonarán durante la noche para acompañar el viaje, guiado por los cantos chamánicos –conocidos como Icaros– de Jorge O. y su compañera. Las reglas son claras: no encender la luz, no moverse demasiado, no tocar a las personas que compartirán la experiencia y, siempre que se necesite, pedir ayuda.
Al lado mío, el amigo con el que fui entró en un viaje demencial donde lo atacaban sombras y lo hundían bajo la tierra. El guía estuvo con él hasta que se calmó. Yo me agité bastante, me agarró como una sensación de muerte, de asfixia. Pero me di cuenta de que seguía respirando y de que mi corazón no estaba acelerado, y todo se liberó. Fue un recorrido que me llevó desde el centro de un universo y me paseó por mi infancia. Había una presencia muy poderosa que guiaba y ordenaba mis palabras. Me fue mostrando que nada era tan grave, que había mucha luz detrás del dolor. (Sebastián F., 26 años, estudiante de Ciencias de la Comunicación y docente, tuvo su primera toma de San Pedro en el invierno de 2014, en Parque Chacabuco, y eso lo llevó a probar ayahuasca, por única vez, en octubre de 2015).
La ayahuasca, en el Amazonas, es llamada “la soga de los muertos”. Bebida espesa y amarronada, a base de la liana yagé cocinada y mezclada con otras plantas que también poseen dimetiltriptamina o DMT, conocida como “la molécula espiritual”, para los habitantes de la selva es la posibilidad de morir junto a los demonios internos y renacer habiendo sanado del sufrimiento que los alimentaba. Para los científicos que se interesaron en ella, su composición química es lo que le permite derramarse sobre el sistema emocional y borrar patrones de conducta enquistados, abriendo una nueva percepción. Para la mayoría de los que escucharon algo sobre ella, es una droga peligrosa que genera ilusiones ópticas, y que probablemente te vuelva esclavo de ese placer. Para la ley argentina, a partir de un decreto firmado en 2015, integra la lista de sustancias prohibidas en la Ley de Drogas.
“Hay una gran confusión y miedo cuando se habla de drogas, porque se mezclan todas. Todo lo que te altera puede convertirse en droga: el café, la gaseosa, el vino, la cerveza. Por eso hay que diferenciar: si hay dependencia, hablamos de droga”, explica Jorge O., esperando para guiar una meditación. “Y la ayahuasca en este caso no lo es, porque no solamente no provoca dependencia ni acostumbramiento, sino porque a medida que la persona participa de ceremonias, con menos tiene más, porque ya abrió su sensibilidad.”
En el viaje más fuerte que tuve, después de una ruptura de pareja, pensé mucho en eso y no la pasé mal, para nada. Sané cosas con las que venía de niño. Tenía fuertes problemas de confianza. Fui con la intención de sanarlo y fue un antes y un después: empecé a actuar sin tener esos miedos. Venía de ir tres años al psicólogo todas las semanas y no cambiaba nada. Quizás a otro le sirve eso, pero lo que me permitió curar esa parte mía fue la ayahuasca. (Joaquín S.)
Senderos extraviados
En mayo de 2016, el relato de una joven mujer argentina que eligió mantenerse en el anonimato puso a la bebida amazónica en el centro del debate. En una nota publicada en Infobae, “B” contaba cómo Plácido Rodríguez Castro, un miembro de la etnia Shipibo que le presentaron como chamán, las había violado a ella y dos mujeres durante una ceremonia en el Tigre, en enero de 2014. Esa ceremonia, que costaba $750 por persona, había sido convocada vía mail por Ignacio Liprandi, un adinerado galerista argentino que estuvo encargado de trazar las políticas culturales durante el armado del PRO. Si bien la denuncia nunca llegó a una fiscalía, Liprandi admitió y condenó el hecho y adujo que había informado a los shipibos para que no volviese a repetirse.
“El que da la ceremonia no es nada, no necesita asumir que es nada, es solo un medio para que el inconsciente fluya. Está en el que opera ser un sanador o alguien que usa la experiencia para su provecho. La ayahuasca es neutral, es una medicina única. Es el guía el que tiene que estar limpio, vacío de deseo, para poder dejar fluir esa energía y que sea sanadora”, asegura Jorge O., quien no se define como chamán sino como terapeuta holístico. “El tipo que oficia puede terminar dominado por sus aspectos más bajos. No todos pueden ser guías, y hay que saber que es el proceso y no uno lo que nutre a la otra persona.”
Es un peligro que esté prohibida la ayahuasca, porque hace que mucha gente se meta sin poder informarse, y que muchos que no son guías ni chamanes se ofrezcan para eso en redes sociales. Tenés que buscar otras maneras para saber con quién vas a hacerla: conocerlos, preguntar a otras personas, llegar con recomendaciones. Esas precauciones hay que tomarlas siempre. (Joaquín S.)
Decidí participar de la ceremonia luego de haber hecho varias meditaciones con el guía. Confiaba mucho en él. Quizás cuando ves personas que ponen mucho énfasis en sí mismos, que se llaman “maestros”, que tratan de venderse, tenés que empezar a desconfiar. O los que se hacen los místicos llamándose a silencio. Pero si uno confía en quien lo va a guiar, creo que no te puede ir mal. Conozco mucha gente que probó y nadie pasó por una experiencia negativa, pero tenés que aprender a observar y estar seguro. (Sebastián F.)
Volver al infinito
La posibilidad de pensar a la ayahuasca como una droga recreativa es casi nula. Durante al menos ocho horas, la planta pone al cuerpo en jaque, le quita gran parte de sus fuerzas y abre la percepción al punto de que la única necesidad es la de atravesar esas visiones tan únicas y personales que se vuelven imposibles de recrear en palabras. Luego llega la catarsis física, los vómitos –que no siempre aparecen– y una recuperación tras tanta intensidad resulta llamativa, como si el cuerpo hubiese descansado en el más armonioso sueño.
No sé si hay algo en la ceremonia que sea propio de una cultura urbana. Sí se tomó ese aspecto sanador o espiritual y se trajo. En la ciudad lo que necesitás es otra contención, y más acá. No es como en Brasil y Perú, donde la ayahuasca es patrimonio cultural y se puede tomar en la selva. El ambiente modifica pero la ayahuasca es la misma, el viaje lo hacés igual. En mí fue parte de una búsqueda espiritual, de sanación, no de un dolor físico sino emocional. Y aprendí que no podés jugar con la ayahuasca. Va a hacer consciente tu inconsciente. Es como si fuera un ente, y ella te lleva. No tenés control, no podés tenerlo. (Soledad U.)
Hoy, acceder a una ceremonia de ayahuasca en la ciudad cuesta entre 800 y 1200 pesos, lo que deja fuera a muchos que no pueden invertir en esta medicina amazónica. Por eso algunos sanadores optan por cobrar solamente un monto mínimo por una ceremonia a base de sopladas de tabaco, que funciona como preparación, y no cobrar ningún dinero al convidar la ayahuasca. Por diferentes caminos, los testimonios de quienes acceden a estas ceremonias han ido activando un acercamiento al brebaje amazónico que crece en la clandestinidad. Los centros terapéuticos entre los edificios se van replicando, al igual que las ceremonias en espacios abiertos a pocos kilómetros de la ciudad, y la pregunta sobre cuáles son sus efectos se va respondiendo con las experiencias de los que cuentan sus viajes.
Una ceremonia son como seis meses de terapia. Yo lo viví así, porque hice las dos. Por la ceremonia pagaría incluso más, por todo lo que me dejó y porque es muy difícil traerlo. Y el hecho de pagar te hace valorarlo más, darle la importancia que merece, hacer la dieta, no querer ir a jugar a la ceremonia porque es gratis. (Joaquín S.)
“Todos buscamos lo mismo: una conexión emocional que está faltando, hay mucho pensamiento, poca visión, poca contemplación, mucha fragmentación”, asegura Jorge O. luego de cerrar una de las meditaciones semanales que guía. “En la ciudad, si estás con amigos sos un personaje, en tu laburo sos otro, como estudiante sos otro, ¿entonces quién sos? Las convenciones nos fuerzan a adoptar personajes. Te podés quedar ahí, pero hay gente que quiere algo más esencial, auténtico, y busca la ayuda de la planta.”
Yo le digo volver al infinito. Para mí lo que hace, cuando llegás muy alto, es hacerte sentir que estás en el lugar del que venimos. Volvés a esa fuente infinita. Y después es volver a lo terrenal, al tiempo y el espacio, pero antes te sacó de tu contexto, te hizo ver que hay cosas más allá. Te da otros ojos, más tolerancia, más amor propio, más perdón. Te vuelve a la intención de no querer controlar todo; como cuando sos un niño, dejando que las cosas fluyan. Eso hace a tus problemas más efímeros, menos importantes. Te hace recordar todo eso que ya sabíamos antes de nacer. (Joaquín S.)