Desde Santa Fe
En la década del ‘30, mientras el mundo se caía a pedazos después del Crack del ‘29 y una nueva gran guerra asomaba, Santa Fe vivió su propia epopeya. Para envidia de los yanquis, que padecían los estertores de la Ley Seca, en esa ciudad sudamericana de 100 mil habitantes proliferaban fábricas y bares de cerveza. Primero fue la empresa Santa Fe, luego San Carlos, y por último el establecimiento de un gran depósito de Quilmes. Era tal la producción y demanda que se dispusieron vías especiales para los trenes que venían tambaleándose entre galones de cerveza.
Los especialistas aseguraban que la clave estaba en las aguas del Río Paraná, de similares condiciones a las de la ciudad checa Pilsen, una de las cunas de la cerveza moderna. Santa Fe había recibido un aluvión migratorio de Alemania, Austria y otros países del este europeo que componían el corazón cervecero del planeta, y eso también trajo nuevos conocimientos sobre fabricación y consumo.
La fiebre birrera santafesina (novedad en un país entonces dominado por los aperitivos y las bebidas blancas) terminó de consolidarse cuando Otto Schneider redefinió a la cerveza inventando en 1933 el Liso, una forma de disfrutarla mas allá del escabio. Fue tal el impacto que, desde entonces, tomar birra en Santa Fe se convirtió en una experiencia cultural.
La receta era la misma en todas las fábricas y la única diferencia llegaba a la hora del envasado: la birra embotellada era pasteurizada para darle una durabilidad de seis meses, mientras que la de barril, sin ese proceso, acortaba su vida a 45 días pero ganaba sabor y naturalidad. A pesar de la semejanza de las cervezas santafesinas servidas en bares y clubes, el bueno de Otto encontró un modo de resignificarla no a través del gusto sino del ritual: lo hizo sirviéndola en sus bares en un vaso de cuarto de litro liso, sin texturas, lo que permitía observar otros detalles de la birra como la temperatura o sus tonos dorados, algo que impedían los tradicionales chopps. Al sabor, el Liso le agregó color y calor.
El hallazgo fue tan genial –verificable por cualquiera que lo haya probado– que uno se pregunta cómo no se expandió por todo el mundo. Hoy Santa Fe lidera el consumo nacional de cerveza con unos 80 litros anuales por pera, el doble de la media nacional. Y la ciudad acaba de declarar al Liso como Patrimonio Cultural Intangible, ese que no se encuentra en los museos sino en cualquier bar a 15 pesos el vaso.