A Silvia Saravia la mató su marido; al crimen estuvo a punto de borronearlo la intención de negarlo, quién sabe si en algún afán de guardar los trapos sucios para no tener que tolerarlos nunca más o por intereses de otro tipo. El aire dorado que rodea a las familias adineradas, y que pocas veces se nombra como lo que es, poder, tiene la potencia suficiente para sostener relatos que los datos no acompañan. Lo cuenta la Historia, y también lo saben las pequeñas historias, las nimiedades de las vidas cotidianas. Pocas veces, a ese poder se lo nombra como impunidad, porque en su avance resulta tan contundente, tan amenazador que silencia lo demás. Por qué no iba a suceder, también, cuando se trata de violencia de género.
Por eso la versión del "pacto suicida”, que sobrevino en las primeras horas de conocido el femicidio y el suicidio del femicida Jorge Neuss, estuvo a punto de instalarse, al menos socialmente. Corrió con ligereza en las horas que siguieron al crimen, cimentó decenas de avisos fúnebres que lamentaban los “fallecimientos” y la “tragedia acontecida”; también acompañó el espíritu de alguno que prometió “cada día que pase, más lindo será el recuerdo que tengamos”. Sostuvo la ceremonia en Recoleta que precedió al ingreso en la bóveda familiar de víctima y victimario.
Y sin embargo la versión que parecía cuajar se resquebrajó. Resultó que Saravia, además de una hija (que se animó a dar a la Justicia detalles de la última noche de su madre, que no se dejó retratar a las puertas del cementerio encabezando una ceremonia con el retrato del femicida y la víctima sonrientes en un atril), tenía amigas. Una de ellas escribió una carta pública advirtiendo que Saravia tenía voz propia, intereses, inquietudes, que no era el apéndice de su marido, el empresario poderoso; las notas se animaron a contar cómo, quién era, a quién extrañarán; ellas mismas la despidieron en avisos fúnebres dedicados solamente a su memoria y no a la del matrimonio. Fueron esas mujeres (dolidas e indignadas) las que se animaron a rasgar el tejido de silencio y negación, quién sabe a qué costos para ellas.
Ninguna víctima se merece la autopsia social de su vida privada, la discusión a cielo abierto de los detalles de una intimidad que, para más inri, había velado celosamente en vida. Pero a la vez ninguna víctima merece ser recordada a la par de su victimario, despedida a su lado, honrada como alguien cuya muerte aconteció por azar. Saravia no murió en un accidente, y su marido no fue asesinado ni padeció una tragedia: ambas muertes fueron decididas y ejecutadas por la misma persona. Fue un crimen.
Negar que en una muerte violenta está la evidencia de un poder brutal no es honrar a la víctima, tanto como un femicidio no es un hecho de la vida privada sino un acontecimiento social que nos atraviesa a todos, hayamos conocido o no a esa persona asesinada.
A Silvia Saravia la mató su marido; a su memoria la van a rescatar su hija, sus amigas y la fiscal que decidió que ese crimen merece una explicación y por eso sigue investigando.
Aún cuando la muerte del femicida por mano propia -me lo recordó una amiga y colega estos días: el 20 por ciento de los femicidios íntimos registrados en Argentina tienen ese final- haya dado por tierra con la posibilidad de castigar a alguien, habrá justicia.