El juicio de los 7 de Chicago

(The Trial of the Chicago 7)

EE.UU./Inglaterra/India, 2020

Dirección y guión: Aaron Sorkin.

Fotografía: Phedon Papamichael.

Música: Daniel Pemberton.

Montaje: Alan Baumgarten.

Reparto: Eddie Redmayne, Joseph Gordon-Levitt, Alex Sharp, Sacha Baron Cohen, Jeremy Strong, John Carrol Lynch, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langella, Michael Keaton.

Duración: 129 minutos.

Disponible en Netflix.

6 (seis) puntos

El juicio de los 7 de Chicago es el segundo largometraje como director de Aaron Sorkin, y otro escalón más en su abultada trayectoria de guionista. En el caso de su film anterior, Apuesta maestra (2017), el acento estuvo en las memorias de Molly Bloom, en su vida de descenso y ascenso, con trampas legales y respeto final por el sistema. En su nueva producción, de estreno en Netflix, la atención está en los hechos sucedidos tras las revueltas de Chicago en 1968, durante la Convención Nacional Demócrata, y el juicio disparate que generó el gobierno de Nixon entre 1969 y 1970. En él, siete acusados –inicialmente ocho- sirvieron de chivo expiatorio y moraleja con la que aleccionar al costado díscolo de la sociedad. Cada uno, una selección oportuna de representantes de varias organizaciones, todas coincidentes en su oposición a la guerra de Vietnam.

Así como en Apuesta maestra, en El juicio de los 7 de Chicago el inicio es frenético, ilustra rápido y sitúa en contexto. Algo coherente con los sucesos ocurridos en esos años, entre Vietnam, Lyndon Johnson, la cantidad creciente de soldados caídos, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, las elecciones presidenciales inminentes. Un clima tenso, recreado desde un montaje nervioso. A esta vorágine se añade la presentación de todos y cada uno de los imputados, más el reconocimiento de sus respectivas agrupaciones, junto a la recreación del germen de un juicio manipulado, en donde el fiscal Schultz (Joseph Gordon-Levitt) sabe que se mete en la oportunidad de su vida pero a costa de ceder algunos principios.

Dicho lo anterior, hay talento narrativo, qué duda. Con conflictos repartidos entre las partes pero también dentro de ellas. En este sentido, no sólo el enfrentamiento entre Schultz y Kunstler (Mark Rylance), el abogado de Los 7, sino entre los liderazgos e idearios que significan los acusados Hayden (Eddie Redmayne) y Hoffman (Sacha Baron Cohen), el primero es estudiante y futuro político; el segundo, un activista provocador, de réplicas ingeniosas. A la vez, las diferencias que les manifiestan los Panteras Negras, con uno de ellos (Bobby Seale –interpretado por Yahya Abdul-Mateen II-, el “número 8” y fundador del partido de los Black Panthers, luego separado del juicio) sin haber estado en el lugar de los hechos y sin abogado que lo defienda. Todos en franco contraste con el juez Hoffman, de brillante interpretación por parte de Frank Langella.

Con el personaje del juez el film roza el grotesco. Langella lo interpreta como alguien ingeniosamente confuso, que no recuerda o altera nombres (los de los acusados y su abogado), libera de sospecha a ciertas pruebas (como las supuestas amenazas de los Panteras Negras a miembros del jurado), y exhibe un proceder tendencioso. Lo que hace es ridículo porque, la película no lo oculta, todo el juicio lo es. En otras palabras, se trata del gobierno de Nixon, un lugar donde el cine norteamericano sabe golpear a gusto y con la conciencia tranquila.

Es también un momento de pase de facturas, de rencores acumulados y soluciones embarradas: punto a favor para la escena donde la suciedad de una chapa de patente oculta la procedencia oficial del automóvil, en un genial gesto de guión. Es por esto que de manera temprana, es el Hoffman de Baron Cohen quien señala a su abogado que éste es un “juicio político”, una figura inexistente en la verba jurídica pero sin embargo posible en su decir hábil. Sobre esta idea la película se para y la ejecuta hasta el final. Es decir, lo que se está viendo no es un juicio, sino un absurdo, en donde las piezas juegan su rol siendo conscientes de la mascarada. Y lo que está de por medio es el sistema. Allí el asunto. Y el director Aaron Sorkin, así como lo hiciera en Apuesta maestra, tiene bien en claro hasta dónde escarbar.

Llegado ese punto, intolerable, porque se desgarra todo o se lo reconstruye, el film exhibe una carta maestra para, así también, bajar línea con una advertencia: “Todo el mundo está mirando” dice, literal y preocupado, al espectador y votante de Netflix. El as bajo la manga lo permite el alegato final de Hayden: alegato que aquí no se develará, pero sí decir que es un elemento que la película exhibe previamente y de manera prudente. La resolución también salvaguarda la ética de Hayden (luego de un gesto que no le dejara ideológicamente bien parado entre los propios, frente al maltrato sufrido por Bobby Seale de parte del juez), y guarda un correlato simbólico con los hechos que por estas horas sacuden a Estados Unidos, entre pandemia, brutalidad policial y nuevas elecciones.

Si Hayden es visto como el demócrata de desliz redimido –vista la coyuntura, oficia también como la síntesis de un partido político que asumiría sus “faltas”-, algo similar sucede con el fiscal Schultz, de derecha y republicano pero finalmente amedrentado consigo mismo ante cuestiones a las que debe respeto. Hay que ver el film, su desenlace y la actitud del fiscal. Es decir, hay un equilibrio entre las partes, y ese equilibrio es el sistema. Allí conviven todos, sean del lado político que se quiera. Hasta el FBI tiene su costado arrepentido, en la informante que interpreta Caitlin FitzGerald. Sorkin exhibe su predilección política, pero tampoco polariza en extremo. No santifica de manera genérica, tampoco demoniza. Sí a algunos. Y éstos están repartidos, entre los propios y ajenos.

De modo más o menos congruente, puede y debe pensarse en films del género judicial, y entre ellos el nombre de Frank Capra en Caballero sin espada. Viene a cuento. Porque allí también se pone en tensión la confianza en el sistema –lugar desde el cual habría que ver y rever toda película judicial- pero lo que asoma es un pedido de ayuda. Sólo el cine, con su encantamiento, resolverá como milagro la ética que defiende James Stewart. ¿Hay que creer en el desenlace del film de Capra? Se puede. Siempre y cuando se crea en los milagros. O en el milagro del cine. Pero algo sigue roto. Es el desencanto paradójico del cine de Frank Capra.

A diferencia suya, el cine de Sorkin revela tramas secretas y complots funestos. Pero devuelve la confianza al suelo que se pisa. A los fusibles fallados se los repara, y cada cuatro años. Lo dirá el personaje de Baron Cohen, el que flirtea con las drogas –nunca es el más drogado- y la labia ingeniosa, en uno de los tantos ardides de un guión meditado. Vale decir, El juicio de los 7 de Chicago es una película políticamente correcta, no se puede estar en desacuerdo con su planteo, pero tampoco se la puede elegir como paradigma de ruptura alguna. Hay un ejemplo, y lo contiene una sola palabra: el término “revolución” será dicho en varias ocasiones, y por el propio Baron Cohen. Basta reparar en cuándo su semántica incendiara se apaga.