Todos los sondeos previos a los comicios habían previsto que el MAS sería la primera fuerza con un porcentaje que escila entre el 40 y el 45 por ciento, pero ninguno previó que el partido de Evo Morales se iba a alzar con la mayoría absoluta, alcanzando el 52 por ciento de los votos, según el boca de urna que realizaron dos empresas privadas, resultados que fueron mantenidos ocultos a la opinión pública durante varias horas, despertando grandes suspicacias entre los votantes que esperaban conocer quién era el ganador de las elecciones.
Un resultado más que meritorio teniendo en cuenta el contexto en el que se llevaron a cabo las votaciones. Y más aún si se tiene en cuenta que quien ha encabezado la fórmula del partido que responde al ex presidente Evo Morales, desplazado por un golpe de estado hace apenas un año, es Lucho Arce, quien ocupó el Ministerio de Economía en todos los gobiernos de Evo.
¿Alcanza esta gran caudal electoral para resolver una crisis política explosiva, teniendo en cuenta que la derecha no se muestra muy dispuesta a aceptar esta victoria? El ex el presidente Carlos Mesa y el ultra cruceño, Luis Camacho, uno de los principales protagonistas del golpe en 2019, terminaron dividiéndose el voto, pero los resultados dejaron a las claras que ni siquiera si iban juntos podrían haber logrado el triunfo. Porque, a pesar de todos los esfuerzos, la oposición a Morales no pudo unificar criterios y presentar una candidatura única. El motivo de este desencuentro son los dos países que conviven dentro de Bolivia: mientras Mesa expresa a los sectores más acomodados del altiplano, una región históricamente más pobre, cuya economía depende tanto de la minería como de la fuerte presencia del estado, Camacho es la expresión más radical del Oriente, la zona agrícola-ganadera con una economía que se parece más a la del sur de Brasil y con un movimiento político ultra que tiene más que ver el neofascimo a la Bolsonaro que con las tradicionales expresiones del neoliberalismo conservador paceño.
El escenario, de todas maneras, resulta complejo. Si el MAS confirma en el conteo oficial este contundente resultado en primera vuelta será difícil que los sectores más radicalizados del Oriente acepten el resultado por las buenas. Protagonistas de episodios que casi llevaron al país a la guerra civil durante el primer gobierno de Evo, enfrentamiento que se evitó gracias a la fuerte intermediación de la Unasur, en un momento en el que gobernaban Lula en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina, los cruceñistas expresan sin tapujo que prefieren dividir el país en dos antes que aceptar otro gobierno del MAS.
Las reacciones de la derecha mediática apenas se conocieron los resultados en boca de urna que alguna mano oculta gubernamental trató de censurar de forma poco disimulada, dan a entender que la transición no será sencilla entre los golpistas y el nuevo gobierno. Es difícil imaginar a la presidenta de facto entregando, biblia en mano, la banda presidencial a Arce, luego de todo el esfuerzo que pusieron para ejecutar el golpe de estado en 2019.
Con estos resultados la grieta boliviana no se cierra, pero queda en claro cuál es la valoración de las grandes mayorías populares sobre la gestión del Movimiento al Socialismo, el rechazo al relato que intentaron instalar los golpistas y la factura que le pasó al gobierno de facto la pésima gestión de la pandemia, que no estuvo fuera de la discusión política en la campaña electoral.